Después de Oscura monótona sangre, libro con el que ganó el Premio Tusquets, Sergio Olguín vuelve a la novela ahondando en los abismos del sexo, la violencia y la condición de clase, y esta vez lo hace poniendo el foco en algo tan concreto como variable: los cuerpos. Cuerpos que giran alrededor de un universo tan actual como cargado de historia como es el de los trenes. En La fragilidad de los cuerpos, Olguín está de regreso en los territorios donde las pequeñas solidaridades y los vínculos frágiles tienen cabida aun en medio de la devastación.
› Por Luciana De Mello
Un policial que comienza con un suicidio en vez de con un crimen no sólo se está corriendo del formato clásico del género, sino que en ese mismo corrimiento está produciendo un nuevo elemento a analizar. El narrador necesariamente se complejiza: ya no sólo deberá dar cuenta de las razones por las que el asesino mata, la víctima muere y el detective investiga, sino que a estos motores de la trama se le sumará el móvil del suicida. Toda una vuelta de tuerca al pathos de la novela policial que intente problematizar el límite entre matar y matarse, ya que entre una y otra acción –además de un pronombre reflexivo– existe un universo filosófico de causas y efectos. La fragilidad de los cuerpos es, en este sentido, un salto importante que a la vez prolonga esa línea de continuidad que se traza en la obra de Sergio Olguín. Esta última novela explora, con un ojo aún más autopsista que en Oscura monótona sangre, las relaciones entre amor, sexo, violencia y condición de clase que el autor viene trabajando en sus últimas novelas.
Ya en su primera novela, Lanús, o en las que le siguieron como Filo o El equipo de los sueños, Olguín va a registrar la importancia del territorio en la configuración de las relaciones de amistad, sobre todo cuando vuelven sobre la infancia, donde los códigos se aprendieron en el cotidiano deambular por las calles del barrio, o en la intensidad suburbana de un partido de fútbol. Ese héroe que se constituye nunca será un héroe solitario, excepto en Oscura monótona sangre, donde la caída del protagonista está dada en parte por la condición de desclasado de su personaje, pero donde justamente la demarcación geográfica es la que da cuenta de sus ascensos y descensos tanto sociales como personales. En La fragilidad de los cuerpos hay una conflictividad aun mayor en cuanto a la posibilidad y la forma de los vínculos humanos, pero a su vez en la trama está muy presente la importancia que tiene el poder de tejer códigos de intimidad y confianza con otros. En este sentido, la novela gambetea la esperanza y la angustia en uno de los relatos más descarnados que haya escrito Sergio Olguín.
Mediante un narrador que abarca las diferentes perspectivas de los personajes sobre una misma escena, la historia comienza con el suicidio de un maquinista de trenes de la ex línea Sarmiento, un escenario marcado reciente e históricamente por los avatares del poder político, de las mafias y las luchas ferroviarias, los asesinatos y –los siempre menos relucientes– suicidios en las vías del tren. Nada inocente entonces, la escenografía que Olguín recorta para plantar la historia. Verónica Rosenthal, una periodista pura sangre que además exuda erotismo y juventud, vislumbra detrás de ese suicidio no sólo una realidad siniestra en el trabajo de los maquinistas –que deben lidiar con las muertes de quienes arrollan en las vías–, sino también una organización criminal que apuesta con las vidas de niños provenientes de barrios marginales. La investigación periodística lleva a Verónica al encuentro con Lucio, un maquinista con el que ahondará en una relación prohibida, marcada por el sadismo, y quien a su vez la ayudará a revelar los misterios que encubren el caso de los niños muertos y mutilados en las vías cada primer jueves del mes.
Entre los personajes también se encuentran un adicto en recuperación que quiere recobrar el amor de su hija y el de su mujer, un ex funcionario del menemismo vinculado con la trata de mujeres y un entrenador de fútbol encargado de reclutar pibes para el perverso juego en las vías. De esta manera, la trama del policial se va desenvolviendo principalmente alrededor de una tesis, que sería esa relación simbiótica entre lo evidente y lo oculto que convive en el cuerpo y que encuentra su correlato en la forma mediante una historia que transcurre en el presente, y la otra que de manera silenciosa se va desprendiendo del pasado, la historia inhumada y la que sale a la superficie.
Ahora bien, para poder hacer de ambas un sólo relato es necesario que todos los cuerpos hablen, el de los muertos, y el de los vivos. Y es que los cuerpos, dirá Deleuze pensando a Spinoza, no se definen por su género o por su especie, por sus órganos y sus funciones, sino por lo que pueden, por los afectos de que son capaces, tanto en pasión como en acción. En la novela, el cuerpo pasa a convertirse en todos los escenarios del crimen: el cuerpo sexual, el cuerpo infantil, el cuerpo de la abstinencia y el cuerpo del consumo, el de la violencia erótica en el placer del dolor, el cuerpo del verdugo y el cuerpo del suicida. Todos terminan siendo un sólo lugar donde se juntan, se despedazan y se manchan confundiendo la sangre.
Cada personaje vivirá a su manera este pasaje hacia el otro lado, ese pararse frente a las vías, pasar un límite y aguardar allí, expuesto al peligro por propia voluntad. Porque a fin de cuentas, ese es el lugar más abierto de la llaga que propone la novela, el lugar del peligro donde se ha elegido estar y donde la única pregunta posible y repetida es la misma que se hacen los pibes enfrentando el tren sobre las vías: ¿Cuándo se está a tiempo de saltar a un lado para preservar algo de la vida? ¿Cuál es el último pase, el último polvo, cuál es el tiempo de parar la búsqueda que lleva a cruzar los límites?
Olguín alguna vez ha hecho referencia a la velocidad con la que escribe cuando ya tiene entre manos una historia, la misma con la que pretende que sus libros se lean. Y eso así sucede. La fragilidad de los cuerpos impone un ritmo a cada hoja más salvaje, cuanto más hondura, mayor aceleración de la trama y de la lectura, un libro que no deja aliento, una historia que se lee como si se estuviera viendo, como si al final del relato quedara flotando la afirmación de Spinoza en el aire: “Nadie sabe de lo que un cuerpo es capaz”.
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