Poco antes de morir, Carlos Fuentes estaba lejos de pensar en su propia muerte. Tenía dos libros listos para ser publicados y uno de ellos, Federico en su balcón, iba a ser presentado por estos días en la Feria de Guadalajara. Lo cierto es que el gran escritor mexicano murió el 15 de mayo de este año y su novela, ya póstuma, acaba de aparecer. Un encuentro fortuito e imaginario con Nietzsche le sirvió para repasar, en un formidable y alucinado recorrido, los tópicos y los personajes que habían venido poblando sus últimos libros, en un movimiento que a su vez lo fue liberando del peso de haberse convertido en el gran intelectual de la historia mexicana para pasar a ser, lisa y llanamente, un escritor.
› Por Juan Pablo Bertazza
Durante la fría mañana del 3 de enero de 1889, Friedrich Nietzsche, que venía de atravesar un año muy prolífico coronado con la publicación de Ecce Homo, sale de su casa en Turín para dar una vuelta por el centro de la ciudad. La caminata se interrumpe con una extraña escena luego convertida en célebre emblema de su decadencia, que impacta de manera rotunda en el filósofo: un cochero maltrata a su caballo que, luego de varios latigazos, se resiste a continuar la marcha. Nietzsche corre desesperado hasta el animal, abraza al caballo del cuello y se larga a llorar. Lo demás, es silencio: diez años sin habla, sin escritura y quizá sin vestigios de razón. Hasta el 25 de agosto de 1900 cuando, al mismo tiempo que se abre la puerta del nuevo siglo, se cierra la de su vida.
El incidente inspiró, el año pasado, la película El caballo de Turín del director húngaro Béla Tarr (a quien Susan Sontag había definido como “salvador del cine moderno”), una de esas obras que oscilan entre el tedio y la genialidad: apenas treinta tomas, interminables plano-secuencia en blanco y negro, y en dilatado tiempo real, que siguen las acciones cotidianas de los protagonistas –el cochero, su hija y el bendito caballo–, una única composición musical que se repite eternamente y muchos tiempos muertos. Galardonada con el Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín, Béla Tarr aseguró, un tanto misterioso, que aun antes de empezar a rodarla, tenía en claro que ésta sería su última película.
Cuando murió, en mayo de este año, Carlos Fuentes tenía dos libros listos para su publicación: Personas, un serie de memorias ajenas donde reunió sus “impresiones acerca de una veintena de personas, todas ellas fallecidas, que habían sido importantes en su vida”, y Federico en su balcón, libro que nos ocupa y, también, última novela de Fuentes, que planeaba presentarla este noviembre en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.
En medio de una calurosa noche, un alter ego de Fuentes sale al balcón y es cautivado por la imagen de un vecino. Apenas empiezan una larga conversación, se da cuenta de que el sujeto no es otro que el propio Federico Nietzsche. Pronto, el inocente y casual diálogo trasmuta en un descenso a los infiernos al mejor estilo de la Divina Comedia aunque, en lugar de infierno, el itinerario estará signado por numerosos y superpuestos círculos de decadencia moral, a lo largo de una ciudad convulsionada por una desgarradora revolución contra la oligarquía del antiguo régimen. En esa pasarela literaria, y como si se tratara de un salón repleto de espejos, desfilarán, a su vez, trágicos personajes con molde literario, pero con el sello inconfundible de Carlos Fuentes: Aarón Azar, un excéntrico abogado que fomenta la revolución y es acusado de haber mandado a fusilar a su hermano; Gala, una bella mujer atormentada por no haber heredado en todo su esplendor la hermosura de su madre, la actriz Lilli Bianchi, cuyo nombre hace resonar el de Lilith, legendaria figura judía considerada la primera esposa de Adán, anterior incluso a Eva; Leonardo y Dante, dos hermanos que no se ponen de acuerdo acerca de qué hacer con su padre moribundo, que ocupa el desván de la casa; y Elisa, una niña que, luego de haber sufrido maltratos y violaciones por parte de su madre y padrastro, es adoptada por una pareja de benefactores que le brindan todo su amor y a quienes terminará asesinando a sangre fría.
Con claros ecos literarios de Dante Alighieri, Oscar Wilde, Dickens, Edgar Allan Poe y, por supuesto, varias ideas de Nietzsche, Federico en su balcón es una novela omnívora, en el sentido de que abreva de innumerables temas, como el abuso de poder, las traiciones sanguíneas, la decadencia moral y el lugar del arte como transformador y catalizador de una sociedad. Sin embargo, un tema se destaca claramente sobre los otros: la familia como genealogía, los lazos trágicos de los parentescos, uno de los tópicos que fascinaron al último Carlos Fuentes, especialmente el de sus libros de relatos Todas las familias felices y Carolina Grau (que llegaba a poner en escena una inversión porno del mito de Edipo), y el de la novela La voluntad y la fortuna.
Y, a manera de sobreañadido o consecuencia natural de esa fascinación por la familia, aparece en este libro otra de las grandes obsesiones en las últimas obras de Carlos Fuentes, que es la irresoluble dificultad que implica evaluar y juzgar una determinada conducta humana.
“¿Dónde está tu familia? ¿En la sangre o en el interés? Cualquiera que sea el interés, primero viene la familia. Donde nacimos. A veces, donde nos criamos. Si naces como Oliver Twist, sin padres conocidos, tu familia es un hospicio”, se lee en uno de los diálogos de Federico en su balcón, la última novela de Fuentes que, tranquilamente, podría ser la primera. Por su gran expresividad histriónica, por su estructura de mosaico, porque lleva hasta el extremo una faceta barroca y, a la vez, concreta, descarnada y tremendamente sexual con la que venía sorprendiendo muchísimo a quienes le venían siguiendo los pasos de sus últimas obras. Es decir que, a propósito de Nietzsche, hay un claro pasaje hacia lo dionisíaco en la reciente obra de Fuentes. Un claro vuelco desde la luz hacia la oscuridad, desde la civilización hacia la naturaleza, de lo racional a lo onírico.
Tal como hiciera Philippe Sollers en su novela Una vida divina, en la que Nietzsche también viajaba a nuestros tiempos digitales para, entre otras cosas, acudir a las librerías con el objetivo de preguntar por sus propios libros y lamentarse de que se encontraran en el sector de filosofía, cuando “estarían tanto más en su sitio en la categoría novelas”, Carlos Fuentes legitima con Federico en su balcón la impronta literaria del filósofo alemán. Y, a partir de ese movimiento, parece despojarse a sí mismo de su antigua imagen de historiador autodidacta, de profundo exegeta de la compleja cultura mexicana, de intelectual y erudito que circunstancialmente hacía las veces de narrador. En ese sentido, Federico en su balcón es de esas obras cuya importancia no radica tanto en la calidad de su escritura (no importa, ni siquiera, si es o no una buena novela) sino más bien en la poética con la que termina de configurar toda su trayectoria. Exprimiendo hasta la última gota la literatura detrás de la vida y obra de Nietzsche, y sobre todo exponiendo como estandarte la que acaso sea la idea más vigente del filósofo alemán (no existen hechos, sólo interpretaciones), Carlos Fuentes defiende, casi desde la tumba, su condición y derecho a ser considerado sólo –y nada más que– un escritor.
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