Domingo, 2 de diciembre de 2012 | Hoy
Alrededor del setenta por ciento del voto latino ayudó a que Obama ganara la reelección en los recientes comicios de los Estados Unidos. Cada vez más, se nota en suelo norteamericano la presencia de latinos, hispanos, migrantes y habitantes ya adaptados. Y ya nadie duda de que los Estados Unidos marchan a conformar un país multinacional en donde la presencia de los más diversos habitantes de América latina será crucial. Sam no es mi tío, antología de los argentinos (ambos residentes en Estados Unidos) Diego Fonseca y Aileen El Kadi, recopila veintidós crónicas que analizan la histórica y compleja relación de los migrantes con la tierra del cada vez más lejano, pero aún resonante, sueño americano.
Por Violeta Gorodischer
A un mes de la victoria de Barack Obama, que visibilizó como nunca la importancia del “voto latino”, nada como la voz de un grupo de escritores migrantes en Estados Unidos para revelar un nuevo matiz de ese vínculo en construcción permanente. Compilada por Diego Fonseca y Aileen El Kadi, la antología bautizada Sam no es mi tío nació bajo una premisa clara: “La idea era mostrar cómo un grupo de intelectuales que tienen a América latina metida en el ADN ven la relación de USA con los latinos –explica Fonseca, periodista y escritor argentino radicado en Washington–. De qué modo muchos, que vinimos aquí como migrantes, observamos esa convivencia, el proceso de integración, los roces de construir una sociedad multirracial y multinacional”. Claro que él mismo tiene su cuota de autorreferencialidad en todo este asunto. Porque la idea del relato migrante nació aquella mañana en que George W. Bush se metió en su cama matrimonial. La historia es así: a fines de 2007 y tras siete años de residencia en México, Fonseca se había mudado a Miami para dirigir una revista de economía. Pero a comienzos de 2008 Bush dio su primer discurso y la crisis se aceleró.
“Yo estaba en Arizona y en la mañana del primer día de la luna de miel, un domingo, suena el teléfono del hotel: era la gente de la revista para avisarme que me quedaba sin trabajo desde el lunes porque se habían congelado los avisos y eso los empujaba a la quiebra. Fue el regalo de casamiento más extraño que haya visto.” Ese día, Fonseca entendió que quería escribir una historia con eso que le estaba pasando, pero que no tenía dónde publicar una crónica larga en español. ¿Para quién escribían otros cronistas y escritores que, como él, vivían en Estados Unidos? Toda esa producción intelectual no tenía un canal donde circular. Y entonces el click. Luego llegó el contacto con la profesora e investigadora brasileña Aileen El Kadi (nacida en Tucumán, creció en Bahía), la idea conjunta de la antología y los pasos que los llevaron al libro en cuestión. Aun así, y más allá de la anécdota, hay algunas cosas en juego que deberíamos considerar. Digamos: Estados Unidos nunca fue un tema más para la escritura latinoamericana. Más bien fue y sigue siendo “el” tema por excelencia desde los albores de la crónica modernista, cuando Rubén Darío y José Martí miraban al Gigante del Norte y su proceso modernizador con una mezcla de fascinación y rechazo, de miedo y admiración. Dos siglos más tarde, renombrados cronistas latinoamericanos como Daniel Alarcón, Hernán Iglesias Illa, Juan Pablo Meneses y Yuri Herrera, por citar algunos, vuelven a atravesar el desafío. ¿La estrategia? Tematizar los cambios del país donde varios de ellos echaron anclas para ensayar nuevas maneras de representar los tópicos de ese imaginario colectivo que nos atraviesa. En palabras de los compiladores, el objetivo fue dar cuenta de los relatos que trazan nuestra microhistoria contemporánea.
Dice El Kadi, que vive en Texas: “Todos hemos sido tocados directa o indirectamente por los Estados Unidos. Desde dentro o desde fuera. No hay modo de escapar a su imaginario”.
Pensemos en el american dream, referente norteamericano por excelencia. Si en los años ’50, el inmigrante latino perseguía el sueño de la casa en los suburbios, el empleo de por vida y la acumulación de dinero, hoy el anhelo tiene más que ver con convertirse en ciudadano, con entrar de cabeza en el territorio americano y hacerlo de una manera salvajemente literal. Alcanza con ver al hombre deportado con una pierna rota que entrevista Andrés de Leones en “Línea de sombra”; el mexicano que cruza la frontera y deja a toda su familia en Guadalajara para terminar estafado por un capataz (“Aquí está bien”, de Daniel Alarcón) o los latinos aterrados ante la severidad de la nueva ley migratoria en “Mapas”, de Wilbert Torre, que dicho sea de paso vaticina con maestría lo que ocurriría con Obama al hacer foco en Cuauhtémoc Figueroa, el hombre encargado de reclutar el voto latino para el actual presidente de los Estados Unidos. Claro que la frontera (re) aparece en toda su brutalidad contemporánea y, más allá de lo físico, adquiere peso simbólico ante la inteligentzia latina que pierde su status y también sufre la humillación. El territorio, a su vez, puede ser un escritorio, una habitación, una ventanilla a través de la cual otro decide quiénes seremos de ahí en más. “La lógica es ésta: a veces no son las fronteras las que dividen los espacios; son los espacios los que separan las fronteras”, postulan Fonseca y El Kadi en la introducción del libro. “Determinan y condicionan. Incluyen o excluyen. En el entremedio todo es relativo. Todo ambiguo.”
Como el caso de Iglesias Illa (“Renuncio”), obligado a renunciar a su identidad de origen cuando le entregan (al fin) la ciudadanía estadounidense; o la propia El Kadi dejando en blanco el papel del departamento de Human Resources que, en los trámites interminables para estudiar en el campus y volverse una de ellos, solicita que se autoencasille declarando: a) si es latina b) de qué grupo c) cuál es su raza d) el subgrupo de su raza.
Una sensación parecida (¿vergüenza?, ¿impotencia?) tiene Santiago Roncagliolo en “Tierra de Libertad”, al llenar un formulario de solicitud de Visa que pregunta si participó del genocidio nazi, si sufre desórdenes mentales o de drogadicción, si planea entrar en los Estados Unidos para participar de violaciones, atentados terroristas o alguna otra actividad ilegal.
La fantasía de “renacer” deviene terrenal y se hace tangible ahí, a pasos de obtener la ciudadanía (“‘elegir el nombre propio, qué cosa más fabulosa. Qué cosa más gringa: el mito de llegar a América y renacer”, escribe Iglesias Illa), pero es justamente entonces cuando el deseo se cruza con los mecanismos de control que atentan contra la remanida bandera yanqui de las libertades individuales. Así, la ceremonia de entrega de la nueva identidad se realiza en un sótano, previo despojo de teléfonos celulares y cinturones. “Definitivamente lo otro que se está redefiniendo es la idea del sueño americano liberal (liberal en el sentido real, no argentino, del término: progresista) el de las libertades individuales –-plantea Fonseca–. Todo eso quedó en jaque tras el 9/11. Creo que la idea de que el esfuerzo individual puede permitirte crecer pervive, pero las condiciones son más complejas.”
Junto a la paranoia, la xenofobia y los mecanismos de control exacerbados, el terrorismo se erige como otro nuevo símbolo del imaginario norteamericano: el leitmotiv de la explosión que arrasa con todo se hace visible en la pareja que hace el amor mientras la potencia se derrumba (“Terror”, de Juan Paulo Cuenca) o en la acusación de alegría que dirigen al mexicano cuando no se rasga las vestiduras ante la tragedia ajena (“I’m magical”, de Yuri Herrera): “Ese día me pareció que los gringos no sólo estaban razonablemente encabronados por el ataque, sino doblemente encabronados porque podía sentirse, entre la mayoritaria población mexicana, que aunque había expectación, miedo, solidaridad, no había –en realidad no– rabia, ni reaccionábamos como si eso hubiera sido la peor ignominia en la historia de la humanidad, porque no lo era”.
Por otra parte, superada la teoría de la alienación de los sesenta, los “dominados” asumen y reformulan su condición, se hacen cargo de sus contradicciones buscando diferenciarse de aquellos que están en lo mismo, pero no son lo mismo. Lejos de ser un bloque monolítico y uniforme, Estados Unidos se revela como un lugar plagado de grietas de las que los migrantes latinos también son parte: “En mi país me estarías lavando el coche, conchatumadre”, farfulla el narrador en primera persona de la crónica de Roncagliolo ante el seguridad que se burla de su mal acento y le niega la Visa, mientras que el chileno Juan Pablo Meneses se re-categoriza como latino que consume en la cima del universo mercantilista: “Comprar como un acto de fe y como un acto de diferenciación: soy un latino que anda de compras, no soy un latino que anda trabajando en lo que sea”, dice en “Esto te costará diez dólares”.
La hiperbólica maquinaria consumista que siempre fue sello de la identidad norteamericana puede devenir ideología, diferenciadora, como en este último caso, o reveladora, cuando Claudia Piñeiro cruza las fronteras del Miami menemista y conoce una cara siniestramente desconocida de un paraíso de consumo que también puede ser peligroso y feo (“Miami”). Incluso hay algo de esto en la crónica de Jon Lee Anderson (“El sueño americano”), en la que el cronista recuerda su juventud entre empleados latinos de una fábrica de Fresno que, bajo la sombra de la explotación laboral, cosían a destajo las medias y gorros que formarían la canasta navideña del sueño americano.
No perdamos de vista que, como en todo, también aquí estamos hablando de recortes. No hay una agenda latina común, ni un referente único. Aunque en cuestiones políticas el tema de más peso sea el migratorio, hay dos tercios de latinos en Estados Unidos nacidos ahí, o con papeles, y a ellos también les habla esta antología. Tal es el caso de la crónica del propio Fonseca (“Y entonces Dios”), que relata en toda su crudeza la depresión de un amigo endeudado con los mismos bancos que en algún momento le permitieron tener su casa, y sus viajes, y la ilusión de un proyecto de vida consolidado. “Estos otros sectores tienen afinidad con quienes sufren la persecución, es obvio, pero sus demandas ya son otras: cómo financiar la educación de sus hijos, cómo pagar la hipoteca de la casa, cómo mantenerse en un mercado competitivo, cómo no ser devorado por el costo de la salud. Los latinos enfrentan ya, en muchas ocasiones, las mismas preocupaciones que un ciudadano americano nativo. Hay un juego de tensiones, un manual de contradicciones, de negociación”, dice el compilador. “No somos latinoamericanos y tampoco creo que seamos americanos. Estados Unidos va hacia una sociedad multinacional, no necesariamente multicultural, donde los individuos mantenemos más puntos de contacto con nuestras naciones de origen. Gracias a la omnipresencia e inmediatez de las comunicaciones, la nostalgia del pasado ya no es tan pasada ni tediosa: se puede vivir la argentinidad fuera. Con todo esto digo que no se ve un país amenazante. Estados Unidos no tiene a América latina como hipótesis de conflicto –eso es Medio Oriente, Irán, Afganistán–. Estados Unidos está demasiado preocupado por sus problemas de gigante con los pies temblorosos.”
Tal vez sea justamente ahí, en la incipiente decadencia de un imperio, cuando las nuevas relaciones emergen con fuerza. Cuando la mirada sobre el otro se vuelve más interesante.
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