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Domingo, 30 de diciembre de 2012

La aventura doméstica

A los 40 años, cuando acababa de publicar su primera novela y dejaba atrás los tormentosos años en altamar que forjarían sus escenarios literarios, Joseph Conrad conoció a una mujer 20 años menor y abordó el barco del que no descendería hasta su muerte: el del matrimonio. Joseph Conrad y su mundo (Editorial Sexto Piso) es el libro que Jessie Conrad escribió sobre esa aventura plagada de naufragios continentales, exploraciones de la naturaleza conyugal, panorámicas inesperadas del escenario cultural que Conrad lentamente conquistaba y una excepcional oportunidad para asomarse al modo en que lo hizo.

 Por Guillermo Saccomanno

“En aquel entonces, los quince años que separaban su nacimiento del mío parecían mucho tiempo”, escribe la mujer. “Aquel entonces” es finales de 1893. Ella tiene veinte y él casi cuarenta, pero, con esa barba recortada y esa estampa elegante, bastante solemne, parece mayor. La joven Jessie George fue educada para ser una esposa fiel y madre abnegada, ha tenido antes un novio, pero al conocer al veterano Józef Teodor Konrad Naclecz-Korzeniowski, un polaco ex marino que termina de publicar su primera novela, La locura de Almayer, como Joseph Conrad, ella queda hechizada por su “ceremoniosa educación y exagerada cortesía”. Aunque Conrad escribe en inglés, su esfuerzo en pronunciarlo es notorio. A toda costa se empecina en hablar la lengua de Shakespeare, a quien descubrió en su juventud leyéndolo en voz baja en alta mar. Para Jessie ese acento áspero es un rasgo exótico. Si bien la joven decide llamarlo capitán Conrad, más tarde, cuando escriba sobre él, lo llamará todo el tiempo Joseph Conrad, marcando una extraña combinación de distancia y respeto.

Después de unos contadísimos encuentros esporádicos Conrad despliega el velamen: “Mira, querida, más vale que nos casemos y nos quitemos de en medio. Lo mejor es casarnos inmediatamente y marcharnos a Francia”. El pedido de mano desconcierta a la futura suegra y a la novia: el pretendiente justifica su urgencia en que le queda poco tiempo de vida. Pero el motivo de la urgencia más bien puede ser otro: es evidente que el escritor, considerando sus escasos ingresos por derechos de autor, espera de ella una mujercita todo terreno que le ahorre el costo de una cocinera, un ama de llaves, una secretaria, una enfermera y como si fuera poco, una madre.

Aunque Joseph Conrad y su mundo dista bastante de ser El diario de Bridget Jones, al rato de uno envolverse en su lectura (tan irresistible es su tono) se tiene la impresión de estar escuchando en off la voz de una Renée Zellweger y llama la atención que aún la BBC no haya pensado en una adaptación a miniserie de época. Las memorias de Jessie tienen su mérito literario y, en este sentido, sabe administrar narrativamente las emociones de la iniciación conyugal. Después de un viaje tormentoso en barco desde Southampton a Saint Malo, en una posada, el veterano Conrad casi trompea a un huésped que corteja a su esposa confundiéndola con su hija.

Las mudanzas serán una constante de la vida conyugal. Fracasada la experiencia francesa, vuelven a Gran Bretaña. Las búsquedas de una casa, siempre alejada de la ciudad, y las respectivas mudanzas se suceden. A pesar de su apariencia respetable, las construcciones nunca reúnen las condiciones anheladas y resultan, con sus chifletes desoladores, poco saludables para el escritor y sus dolencias. Además, las viviendas elegidas, siempre campestres, están expuestas al continuo sobresalto de los ladrones. En las frecuentes navegaciones que a Conrad le gusta compartir con Jessie siempre hay un accidente, como el atardecer en que quedan envueltos en la niebla y casi naufragan. En sus viajes incesantes por el continente, en los que cargan con sus dos críos, no sólo puede acecharlos el sarampión sino también el estallido de la guerra. No son pocas las desventuras, dolores, angustias y llantos escondidos que la joven esposa deberá superar junto a un hombre que no sólo la aventaja en años sino también en penurias físicas.

La obsesión de Conrad es la escritura, el dominio de una lengua ajena, pero la gota y la malaria conspiran contra él y lo derriban con frecuencia. Especialmente, la malaria que contrajo joven en sus travesías por el Congo. La irascibilidad y el nerviosismo extremos suelen ser el preludio de un ataque. Después, la fiebre altísima. Y el delirio. Cada ataque puede ser mortal. Y si bien al comienzo del matrimonio la enfermedad aterra a Jessie, no tarda en ganar reflejos y anticiparse a los ataques procurando los remedios. Entonces uno, lector, empieza a considerar hasta dónde la mujer que se autorretrata como esposa condescendiente, servicial y abnegada, no es una heroína digna de admiración que apenas reacciona tildando al polaco de “súbdito británico”. La lucha que Jessie libra contra su “rodilla mala”, las intervenciones quirúrgicas, la silla de ruedas y las muletas no le impiden sobreponerse y atender a su marido. Con el paso del tiempo, los conflictos serán otros. Así como el hijo menor permanece pegado a las faldas maternas, el primogénito, afectado por los horrores que vivió en el frente de la Primera Guerra, se casa más tarde a escondidas pretendiendo conquistar una independencia que el padre aborrece.

Las memorias de Jessie tienen una amenidad regocijante. Su tono de conversación, sin perder el pudor, no excluye la observación minuciosa de caracteres y el análisis de sus defectos y virtudes. Su prosa suave contrasta con la de su marido y se las ingenia para dosificar con astucia una mordacidad elegante que puede dar cabida al paso de comedia. Imperdible esa escena en que el matrimonio está a punto de perder un tren al salir de viaje; el escritor estalla al haberse olvidado los lentes y ella, sin perder la calma, advierte que en la urgencia también olvidó algo: una parte de su dentadura. Jessie no para de observar a quienes conforman el círculo de su esposo: Edward y Constance Garnett, Sthepen Crane, John Gallsworthy, Robert Cunninghame Graham, Willian Henry Hudson y Henry James, entre otros. Y entre estos otros es poco grato su recuerdo de Ford Madox Hueffer, conocido bajo el seudónimo snob de Ford Madox Ford, amigo cercano de Conrad que esperaría su muerte para adjudicarse los méritos de su estilo, algo que Jessie no le perdonará y, en consecuencia, habrá de denunciar. Tampoco le resultan simpáticos los modales del irlandés Frank Harris, autor de una serie de memorias eróticas bastante exageradas. Modales, escribió. Y es acá donde tal vez importa señalar que no sería desatinado leer estas evocaciones como un compendio de “manners”. Porque la mirada de Jessie, siempre desde un costado, como rezagada, no se pierde nada, nada se le escapa de la misma forma en que nada es un obstáculo que no pueda superar, tanto en los apremios económicos como en los vapuleos de la enfermedad, oficiando de “copartícipe secreta” de su marido, el genio.

Estamos, desde todo punto de vista, lejos de la liberalidad y las excentricidades del grupo Bloomsbury. Conrad presume de alcurnia, pero su distinción no es la tilinguería. Por su lado, Jessie no es una intelectual moderna y sufragista. Conquistar su cuarto propio no la desvela en absoluto porque lo que la preocupa es encontrar el de su marido, ese cuarto que debe tener algo de sala de máquinas acorazada: Conrad llega a trabajar en cuatro mesas simultáneamente. “No creo haber sentido mayor felicidad que cuando se me ha agradecido alguna de mis labores conyugales. Pero –y se trata de un gran ‘pero’– la labor de esposa ha de cumplirse de un modo concreto, sin que la mujer pueda ser sospechosa de buscar su satisfacción propia, pues debe contentarse con reflejar la gloria de su marido, sobre todo si se trata de un hombre famoso. Es frecuente que la sombra –o el reflejo– sea mayor que el objeto, al menos por un tiempo. Pero creo que una esposa o madre ha de acudir cuando se la precise y ha de ser capaz de desaparecer cuando el primer, segundo o tercer acto se hayan completado sin ella.”

Jessie omite deliberadamente la historia de Conrad soltero: el padre polaco traductor enfrentado al zarismo y condenado a Siberia, la huida del hijo para evitar el servicio militar, su precoz hacerse marino en Francia, el contrabando de armas a favor de los carlistas, las expediciones africanas, un intento de suicidio por un amor imposible y una inclinación al juego. Ese Conrad tempestuoso, el protagonista de una cantera existencial turbulenta que alimentaría sus novelas y cuentos, ni asoma en el libro de Jessie. El suyo es un Conrad maduro, solitario y vanidoso, un Conrad que, a pesar de sus amistades y las visitas ilustres (Herbert G. Wells, George Bernard Shaw, André Gide, Frank Doubleday), profesa el aislamiento creando su leyenda de iconoclasta mientras Jessie no deja de alimentarle el ego. Tampoco en su relato abundan las anécdotas literarias que puedan atraer al lector interesado en la genética narrativa del escritor. Son contadas las ocasiones en que Jessie referencia alguna obra de su marido. Por lo general, y no es poco su mérito, Jessie apunta a robustecer la idea del trabajo, la tenacidad y la disciplina del escritor extraterritorial. “Edward Garnett escribía largas cartas en las que daba ánimos al escritor principiante –cuenta Jessie–, cartas tremendamente útiles en la construcción y el dominio de un idioma que a mi marido le resultaba entonces demasiado ajeno para poder dominarlo. A menudo me he planteado lo maravillosamente tenaz que debía ser el hombre con quien me había casado, ya que lograba combinar el propósito que se había impuesto con una cierta indolencia que impedía llamarle obcecado.”

Más bien, su Conrad, aunque Jessie se resista a verlo así, es un neurótico varón domado cuyo pasado aventurero es sólo pasado, un pasado sobre el que ella no pregunta quizá porque no lo necesita: allí abrevan una y otra vez sus ficciones sugiriendo que aquello de lo que Conrad prefiere no hablar es sobre lo que escribe y escribirá hasta el fin de sus días mientras su mujer se reserva siempre un segundo plano.

Jessie exuda siempre una modestia que bastante se asimila a la sumisión, pero de la cual extrae un beneficio secundario como “señora de”. Desde ese lugar, con la autoridad de la experiencia, sobre el final suministra una lección de conyugalidad que contradice la cita anterior: “No creo, en absoluto, que una esposa deba estar absorta con su marido y menos aún que el marido deba estar absorto con la esposa. El matrimonio sería más sólido y feliz si ambos contrayentes estuvieran dispuestos a dar y tomar. La propia discusión en torno de los medios y los recursos, las esperanzas y los miedos, sería la base de la felicidad mutua. Una esposa egoísta se aprovechará desde el primer momento de un marido indulgente, mientras que una esposa tímida y sosa perderá todo su atractivo para el marido cuando la vea perder su identidad. La adoración doméstica es absurda, pero el cariño, justo y respetuoso, es el mejor fundamento de una vida en común”.

El libro termina donde termina Conrad. “Aquí, tú...”, son sus últimas palabras al caer muerto de la cama mientras Jessie está inválida en el cuarto de al lado y no puede acudir en su ayuda. El relato se ha vuelto ahora desolador. Pero la muerte de Conrad depara un nacimiento literario: el de Jessie. No faltarán quienes desdeñen la obra de la viuda como memoria de una segundona y/o literatura femenina testimonial que nada aporta a la lectura de Conrad.

Sin temerles a los prejuicios, lo cierto es que la biografía escrita por Jessie George Conrad puede ser, además de documento de la represión victoriana, ¿por qué no? “literatura del yo” (sic), y una interesante fiction-nonfiction de pareja.

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Joseph Conrad y su mundo. Jessie Conrad Sexto Piso 433 páginas.
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