› Por Damián Huergo
El semáforo cambia del verde al amarillo en un pestañeo. Un pibe acelera la moto. En la vereda, “un imbécil se suelta de la mano de su madre” y cae atropellado en la senda peatonal. Todo ocurre en menos de un minuto. El tiempo suficiente para que una decisión fugaz o el capricho de la fortuna nos cambie la vida o –al menos– las zonas por donde la transcurrimos. Es lo que le sucede a Javier, narrador de El cangrejero, homónimo de su autor Javier Fernández (1981). Para resarcir su deuda con la sociedad –como exige el discurso resocializado– debe cumplir 165 horas de servicio comunitario en la Casa de la Caridad de la Victoria de Belgrano, “un hogar que no es un hogar”. Primero con pruritos, luego con “hipócrita fraternidad” (proceder que satiriza a los cronistas que apaciguan la sed de la conciencia social con dosis homeopáticas de marginalidad), Javier se acerca a los indigentes, los vagabundos, los marginados, a aquellos sujetos invisibilizados con los cuales también está hecho Buenos Aires.
El cangrejero –Premio Indio Rico 2010– es un relato sin argumento, un diario en primera persona con pocas fechas, una crónica donde la realidad es lo que menos importa. Pero sobre todo es un álbum de vidas breves, desgraciadas, que alumbran lo colectivo. Con una escritura etnográfica, desapegada de los hechos y locuaz, Javier Fernández elabora falsas y veraces biografías de cangrejos. Estructuradas en fragmentos aislados, se centran en la procedencia de los personajes, como si intentara averiguar las causas del aterrizaje forzoso en ese mundo de picaduras y enfermedades, de frío y hambre. Ante un presente frágil y un futuro cuya máxima esperanza es el refugio estival, los residuos del pasado son necesarios para construir su identidad. Así, los nombres –Chaca, Petrecca, El Ruso o Culo de mandril, entre varios– se completan con historias de familias dilapidadas, carreras de Filosofía inconclusas, migraciones forzosas y otros recuerdos que utilizan, como espejos que burlan el tiempo y el espacio, para reconocerse sin el pelo sucio ni la ropa andrajosa. Javier, el narrador, historiza el accionar de cada uno de ellos. Es su modo de protegerlos, de visibilizarlos, de acompañarlos mientras “esperan la muerte”. Ellos somos nosotros, parece decirnos, con acierto. Sólo nos separan un pestañeo, una decisión, un giro de la fortuna.
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