Dom 28.04.2013
libros

Salvaje mundo interior

Nació en Villa Elisa, estudió en Paraná y finalmente recaló en Buenos Aires, donde frecuentó el taller de Alberto Laiseca y se convirtió en escritora. Después de llamar saludablemente la atención con su versión gótico sureña de provincias con El viento que arrasa, acaba de publicar una historia de familias enfrentadas: Ladrilleros. Selva Almada es una escritora que gusta de historias rurales pero prefiere vivir en las ciudades.

› Por Laura Galarza

Sobre una callecita arbolada de Flores, a pocas cuadras de la vía, vive Selva Almada. Escribe bajo la ventana sobre una mesa antigua de madera oscura que contrasta con su netbook blanca. Detrás de la cortina se dibujan los árboles de la calle. La casa es antigua y fresca. Bien se podría estar en Villa Elisa, el pueblo de Entre Ríos donde nació.

¿Viniste a Buenos Aires con el objetivo de escribir?

–Empecé a escribir sola en Paraná, donde a los 17 años me fui a estudiar Comunicación, carrera que abandoné por el profesorado de Literatura. Siempre tuve la fantasía de venir. Quería ver qué pasaba con la escritura en Buenos Aires. En ese tiempo no existía Internet, allá estabas desconectado. Cuando llegué, a los 27 años, no conocía a nadie, sólo a mi novio que es bioingeniero y había venido a trabajar, y a algunos amigos. Por uno de ellos que estaba leyendo La hija de Kheops conocí a Laiseca. En ese momento le daban el premio Boris Vian por Los Sorias y había un mito en torno de esa novela. Supe que él daba talleres en el Rojas y lo busqué, me abrió la cabeza. Buenos Aires me abrió el panorama. Más allá de que escriba sobre el mundo rural, prefiero las ciudades para vivir.

¿Seguís trabajando con Laiseca?

–Tengo una relación de amistad, le contesto los mails, le compro los medicamentos, le pago el alquiler, soy como una especie de secretaria ad honorem. Vive a cuatro cuadras, en un departamento que le conseguí yo. Los lunes nos juntamos en su casa cuatro amigos a los que nos une el estar preocupados por Laiseca y a la vez llevamos nuestros escritos, como en una especie de comunidad.

En 2007 se publicó Una chica de provincia, unos cuentos sobre tu infancia y adolescencia. Y después dijiste que El viento que arrasa y Ladrilleros aparecen con la decisión de no escribir más desde lo autobiográfico.

–Ya la última parte de Una chica de provincia es más ficcionada. Trata sobre mi tío Denis, que se suicidó, y cómo la familia se lo ocultó a mis abuelos, que se murieron pensando que su hijo estaba vivo. Yo ya no vivía con mis padres, así que tuve que armarlo sobre lo que ellos me contaban, de los malabarismos que hacían para sostener esa mentira. Escribí en el medio unos cuentos de ruta que serían bisagra con El viento que arrasa, entre lo que escribía antes y lo que empecé a escribir después.

Escribiste Ladrilleros a continuación de El viento que arrasa pero cuando aún no se había publicado. ¿Cómo fue esa experiencia de dos libros en cierta medida superpuestos?

–El viento que arrasa la escribí en 2009 pero no se publicó hasta 2011. Para entonces estaba corrigiendo Ladrilleros. La idea de la novela la tenía hacía tiempo sobre un hecho real ocurrido en un pueblo del Chaco: el enfrentamiento de dos familias en un parque de diversiones donde terminan muertos varios de los dos bandos. Cuando me enteré de que eran ladrilleros, me gustó más. Tengo tíos ladrilleros y cariño por el oficio. Había material para empezar a escribir y supe que sería una novela porque implicaba reconstruir la historia de las dos familias.

En Ladrilleros son las voces que cuentan. Esa manera de hablar tan particular, ¿de dónde proviene?

–Me fui aflojando. En Una chica de provincia hay un intento de contar desde la oralidad, pero me freno. En El viento que arrasa sigue bastante reprimido; con Ladrilleros me lo permito y en la novela que estoy escribiendo ahora ya me animé del todo. En Ladrilleros construí un híbrido entre el lenguaje del Chaco, Entre Ríos y el conurbano. Al Chaco voy seguido a visitar a la familia de mi marido, aunque no tengo el lenguaje de la calle, sólo algunas palabras. Y como en la novela hay chicos de veinte, puse palabras del conurbano.

Tenés una manera muy simple de escribir, pero que logra un calado. ¿Cómo trabajás tu escritura?

–Me costó llegar a lo simple. En Una chica de provincia hay frases complicadas, más literarias. Creo que es una cuestión de aprendizaje, ensayo y error. Corrijo mucho. Quería una escritura lo más limpia posible, no en el sentido de llana o plana. Frases directas que a la vez tengan potencia. El viento... es la primera novela mía que llegó, pero yo hace veinte años que escribo. Entonces cuando dicen: “Ay, tan bien escrita para ser una primera novela” es porque no la escribí en un año.

¿Qué lecturas te llevaron a escribir así?

–Es verdad que en los últimos años leí a los norteamericanos sureños. Todas las reseñas señalan eso, en ellos encontré una escritura simple y directa. Pero había leído otras cosas. En el profesorado leíamos escritores de Entre Ríos. Y no digo Juanele, que está en un altar para mí, pero en aquel momento me molestaba el regionalismo, el color local mal entendido. Al paisaje se le puede dar otra vuelta y decir más que “la barranca es alta, verde y toca el cielo”. El problema está en la exaltación folklórica. La primera lectura tratando de desentrañar el mecanismo de la escritura fue Onetti, que es hijo de esos norteamericanos con los que trabajo escenarios parecidos. Me atrae la potencia de las historias rurales. Otro tío mío yéndose con una nena de 12 años como algo naturalizado, es una salvajada. O hace poco cuando mi pueblo fue noticia porque un sojero disparó veinte tiros a la camioneta de AFIP y no mató a nadie de casualidad. En muchos aspectos, el interior es salvaje.

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