› Por Laura Galarza
Pájaro Tamai se desangra, tirado boca arriba en ese parque de diversiones. A pocos metros, lo sabe, agoniza su amigo de la infancia: Marciano Miranda. La mente de Pájaro hace un flashback: tiene diez años, el pantalón le “estrangula las bolas” y lleva puestas sus Flecha de lona azul. Ese pez que atrapó hace un rato en el canal, lo mira desde la pecera: tiene los dos ojos en el mismo lado de la cabeza.
En Ladrilleros, nada ni nadie está ajeno a la desdicha, ni los niños metiéndose vaya a saber dónde a la hora de la siesta, ni las mujeres rezando para que los hombres vuelvan de juerga, ni los hombres condenados al fracaso. El calor que no afloja “ni un tranco de pollo”, polvareda y tierra seca. La quietud de un barrio de donde no va a salir nada bueno. Dos familias unidas por el oficio de hornear ladrillos viven calle de por medio, enfrentadas a muerte. Sus hijos varones crecerán carne y uña hasta que los alcance la carroña de sus padres.
Una síntesis apretada de lo que se cuenta en Ladrilleros, la segunda novela de Selva Almada después de que las repercusiones críticas de El viento que arrasa, dejara al descubierto una escritora que hasta el momento cultivaba un bajo perfil. Ambas novelas tienen elementos de continuidad que sin dudas, en Ladrilleros, vuelven para consolidarse: un escenario al borde de la civilización, personajes lanzados al interior de sí mismos. Un microcosmos donde el vuelo de una mosca se siente como un huracán. Y la trama que se teje con minuciosidad alrededor de gestos mínimos, sabiendo que ahí, en ese detalle, es donde se cuecen habas.
Ahora es Marciano el que recuerda antes de morir, porque sabe, está jodido. Aquella madrugada, lo único que se recorta en la negrura, es la brasita naranja del cigarrillo que fuma el policía antes de tocar la puerta de su casa. El, un niño, mira por la ventana y lo sabe, lo intuye: es sobre su padre, y eso es sinónimo de desgracia. ¿Cómo determinan los actos de un padre al hijo? ¿Es mejor un padre muerto o un padre ausente? ¿Qué somos sino ese resto de voluntad que el otro nos dirige antes de cerrar la puerta para siempre?
Lo que escribe Almada son voces que se escuchan. Palabras que tienen manos. Que alcanzan, oprimen. Algo conocido con un sesgo ominoso. Un pez que mira con los dos ojos del mismo lado.
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