Domingo, 23 de marzo de 2003 | Hoy
Por Daniel Link
Que la cultura industrial
hoy está en ruinas es evidente para cualquiera, y lo está menos
como reflejo de una crisis económica (local o global, según se
prefiera) que por su propia lógica (y la devoción que, desde el
comienzo, sus gestores han manifestado por las cuasi-ideas de los expertos en
mercadotecnia).
Pongamos como ejemplo el cine. El martes previo a su estreno comercial, Multicanal
regaló a sus abonados entradas para asistir al preestreno de Chicago.
Pero además, si uno compraba cuatro botellas de cerveza Quilmes (al menos
en los supermercados Jumbo) también obtenía una entrada como obsequio
para ver ese bodrio poblado de dobles de cuerpo. De toda película que
se estrena es posible conseguir entradas gratis (basta con comprar o haber comprado
otra cosa). Y si uno no tiene el tiempo o la paciencia de discar los números
gratuitos dispuestos a tal efecto, basta con usar las entradas a mitad de precio
que regala Cinecanal a sus abonados, o comprarlas en la red de Subterráneos
de Buenos Aires o, incluso, en las cadenas de salículas cinematográficas.
Ciertamente, parecería que pagar un promedio de $9 para ver cualquier
película que se estrena está más allá no sólo
de las posibilidades económicas sino, lo que es más importante,
del deseo del espectador medio.
Eso sí, lo esencial es que la gente concurra a las salas cinematográficas:
no tanto para ver películas, sino para comer pochoclo, tomar gaseosas
y masticar caramelos de goma. De esos desperdicios, parecería, viven
hoy las empresas de entertainment.
Bien mirada, la situación es un callejón sin salida. Llevada la
cultura industrial a un punto de exasperación sin precedentes y sin retorno,
nadie está dispuesto a pagar las exorbitantes cifras que pretenden cobrarse
por dos o tres horas de diversión, sobre todo cuando con el mismo desembolso
es posible garantizarse diez o veinte veces más de tiempo fuera del mundo.
En eso, también, el libro sigue siendo más generoso.
Sin considerar siquiera los valores estéticos en juego (para no despertar
la agresividad de los defensores ciegos del mercado), nadie puede negar que
leer la saga El señor de los anillos es más barato que verla en
el cine. Con el agregado de que el libro, además, puede prestarse (y
así será hasta el fin de los días). Por razones parecidas,
la gente ha dejado de comprar música de moda y prefiere bajarla (gratuitamente)
de Internet. Los paranoicos gerentes de las megacorporaciones se rasgan las
vestiduras, pero lo que deberían entender en esa retracción de
la demanda es que los productos que ofrecen no valen el precio que les ponen.
De modo que comparado con el cine de entretenimiento (o los parques de diversiones,
o las fiestas top: no estamos hablando de arte), la literatura de
evasión tiene un valor de uso infinitamente mayor. Llevada al cine (suponiendo
que además la adapten bien), la monumental novela Criptonomicón
de Neal Stephenson (que Ediciones B acaba de poner en las librerías porteñas)
podría garantizar a lo sumo nueve horas de diversión. El libro,
por el contrario, ofrece al menos una semana (leyendo locamente y sin parar)
de ese estado de suspensión de los dramas de este mundo que necesitamos
cada día más para conservar nuestra cordura.
Criptonomicón se desarrolla a lo largo de más de mil páginas
(que en las versiones francesa y castellana fueron separadas en tres tomos,
decisión arbitraria pero comodísima para manejar lo que de otro
modo sería un ladrillo intransportable) y los hechos que cuenta abarcan
sesenta años (desde comienzos de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros
días). Promocionada como la novela de culto de los hackers,
la novela de Neal Stephenson (incomprensiblemente incorporada al género
ciencia ficción) ficcionaliza el nacimiento de las computadoras, la digitalización
de la información y el consiguiente debate (político y económico)
alrededor de la libertad o la regulación de sus flujos. Criptonomicón
tiene un par de antecedentes literarios entre los que conviene mencionar Enigma
(1995) del británico Robert Harris y En busca de Klingsor (1999) del
mexicano Jorge Volpi.
Por supuesto, tratándose de una novela que hace apología de las
ideologías libertarias que los inventores de Internet sostienen (y sin
dejar de ser por eso levemente misógina, abiertamente propagandística
de la grandeza norteamericana y, en estos tiempos sombríos que nos toca
vivir y relatar, ambiguamente celebratoria de ciertas guerras),
Criptonomicón hace un uso inmoderado y encantador de las conspiraciones
y complots como motores de la historia, así en la década del cuarenta
como en nuestros días.
Texto
y contexto
Más
allá (o más acá) de la ficción, Criptonomicón
es un formidable tour de force narrativo alrededor de la invención de
las máquinas computadoras y, como consecuencia de la digitalización,
de las potencias libertarias de Internet. Los manuales de historia registran
que en diciembre de 1932 el código Enigma, que los altos mandos alemanes
utilizaban para codificar sus mensajes de alta seguridad, fue quebrado por el
criptoanalista Marian Rejewski, un joven matemático de veintisiete años
que trabajaba en la Oficina de Inteligencia Polaca con sede en Varsovia. Su
trabajo fue continuado a partir de 1939 por el matemático y físico
británico Alan Turing (nacido en 1912) quien, además de inventar
en 1936 el más remoto antecedente de las computadoras mecánicas
(hasta ese momento un computador era un individuo o un grupo de personas que
se dedicaban a computar información), consiguió quebrar
las sucesivas versiones de Enigma (entre 1939-1940 y entre 1940-1942), lo que
decidió la batalla del Atlántico en favor de los aliados y acortó
decididamente la Segunda Guerra Mundial al neutralizar la potencia maligna de
los submarinos nazis.
Alan Turing continuó investigando en redes neurales e inteligencia artificial
después de la guerra, y en 1949 realizó el primer uso matemáticamente
serio de una computadora mecánica. En 1952 fue arrestado por homosexual
y, como consecuencia de la pérdida de sus privilegios académicos
y militares, decidió tomar cianuro el 7 de junio de 1954. El hombre que
había salvado Londres, que había abreviado una guerra y que había
dado forma a nuestro mundo no tenía derecho a decidir con quién
acostarse.
Estructura
y ficción
Criptonomicón
introduce a Turing como personaje secundario (como garantía de efecto
de realidad, también aparecen Douglas McArthur y el mariscal Göring),
cuando cursaba estudios de posgrado en Princeton. Allí conoce a otros
genios: el alemán Rudolf von Hackheber, con quien entablará una
relación amorosa, y el norteamericano Lawrence Waterhouse, una especie
de Fabricio del Dongo para quien la Segunda Guerra es apenas la excusa que le
permite desarrollar sus meditaciones existenciales y sus teorías matemáticas.
Rudy será reclutado por el Reich como criptógrafo. Sus amigos
(en los diferentes centros de inteligencia diseminados por el mundo) descifrarán
los sucesivos códigos y replicarán las sucesivas máquinas
que él va desarrollando con la precaución de dejar pistas para
que ellos puedan, precisamente, vencer al Reich.
Los tres amigos, sumados al marine Bobby Shaftoe, el teniente japonés
Goto Dengo, el capitán del U-boot alemán Günther Bischoff
y el enigmático sacerdote Enoch Root se confabulan para mantener un secreto
a la vez marginal y central al conflicto bélico (y sobre el cual no conviene
aquí decir sino que oculta una palabra de tres letras). Años después,
en nuestros días, el nieto de Waterhouse, Randy, establece con Avi Halabi
y otros socios de la Epiphyte Corporation un nuevo complot cuyo objetivo último
es salvar al mundo de un nuevo Holocausto (de cualquier signo) mediante la creación
de un PEPH (Paquete de Educación y Prevención del Holocausto),
un manual de prevención de holocaustos, una guía de tácticas
de guerrilla, para lo cual deben asociarse con los supervivientes Goto
Dengo y Enoch Root y descifrar el mensaje de sus antepasados. Para que no quede
ningún hilo suelto, Randy Waterhouse se compromete con la bella nieta
de Shaftoe, Amy. Y el mundo será Tlön.
El
autor
Neal
Stephenson nació en la noche de Halloween de 1959 en Fort Meade (Maryland).
En 1984 publicó su primera novela, el thriller The Big U, pero fue con
su segundo título, Zodiac: The Eco-Thriller (1988) que ganó una
audiencia de culto entre los seguidores de las novelas de suspenso. Snow Crash
(1992) marcó un punto de inflexión. La novela fue leída
en el contexto de la corriente post-ciberpunk de la ciencia ficción,
género que capturó al autor para ya no soltarlo, al punto de que
Criptonomicón (1999), que bajo ningún concepto podría considerarse
una novela de ciencia ficción, fue galardonada con el premio Locus 2000.
Antes, Stephenson había ganado también el Hugo con La era del
diamante: manual ilustrado para jovencitas (1995), novela que fue también
finalista del premio Nebula. Si Snow Crash contaba las aventuras de un repartidor
de pizza en un futuro pesadillesco narrado con pericia y naturalismo, La era
del diamante ampliaba sus horizontes para dar cuenta de una Shanghai del futuro
cercano, escindida en tribus, y atravesada por los prodigios de la nanotecnología.
Con el seudónimo Stephen Bury, Stephenson ha publicado otros dos thrillers:
Interface (1994) y The Cobweb (1996), escritos en colaboración con su
tío, George Jewsbury. Las revistas Wired y Time han publicado algunos
de sus relatos, y en 1999 apareció In the Beginning... Was the Command
Line, una historia de los sistemas operativos hecha con los restos de Criptonomicón,
que más o menos ficcionaliza lo mismo.
La impresionante saga que ahora presentamos no tiene con la ciencia ficción
sino un vago parentesco, fundado en cierta obsesión por los hábitos
masturbatorios, el destrato de los caracteres femeninos y la preocupación
por el glamour del nerd, con su déficit de habilidades sociales, sus
tendencias paranoicas y la propensión a padecer el síndrome carpiano
por el uso compulsivo del teclado y el mouse. Por lo demás, es una brillante
novela de aventuras, en la mejor tradición de las grandes sagas decimonónicas,
sólidamente asentada en una estructura genealógica bastante elemental
pero eficaz. La postulación de que la Segunda Guerra Mundial puede analizarse
(según el método crítico-paranoico) como una conspiración
(o varias) más allá de la historia oficial, permite a Stephenson,
además de hacer avanzar su relato sin tropiezos, postular que la fase
actual del capitalismo es, en realidad, la estela de aquellos fantasmas insepultos,
traspuestos ahora al mundo de las altas finanzas, la tecnología de punta
y los usuarios de Linux.
Que la novela vaya y venga del pasado al presente, y de un frente de combate
a otro, no hace sino acentuar el suspense narrativo, de cuyo manejo Stephenson
demuestra ser tan maestro como en las descripciones: El sol ha efectuado
un largo aterrizaje forzoso sobre la península malaya, a varios centenares
de kilómetros en dirección oeste, desgarrándose y derramando
su combustible termonuclear sobre la mitad del horizonte, dejando una estela
de nubes salmón y magenta que se han abierto camino a través de
la atmósfera y han salido al espacio.
Tal vez sea prematuro decidir si Criptonomicón es la gran novela que
muchos dicen, pero lo cierto es que es un entretenidísimo paseo que nos
salva durante varios días y varias noches de la mezquindad cultural de
nuestro tiempo y, sometiéndonos a los sufrimientos de una guerra pasada,
nos permite olvidar los horrores de las guerras en curso.
La traducción al castellano de Pedro Jorge Romero es (¡albricias!)
más que aceptable y supera con creces la torpe edición de Miquel
Barceló, que no hace sino apostrofar al lector con torpes e innecesarias
palabras celebratorias.
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