JUGUEMOS EN EL CAMPO
NIÑOS MUERTOS
Martin Amis
Anagrama
Barcelona, 2002
286 págs.
Por Rodrigo Fresán
Hay que pensar en la etapa formativa del escritor Martin Amis –el período que va de 1973 a 1981– como un aprendizaje en cuatro novelas escritas con el solo propósito de vengarse deformando lugares comunes de la literatura inglesa. Es una buena forma de aprender a escribir: reescribiendo, pero retorciendo.
Así, El libro de Rachel se ocupa de la figura del adolescente disfuncional, Éxito es la novela “de amigos/enemigos”, Otra gente es el thriller urbano con personaje amnésico y confundido por todo lo que ocurre, y Niños muertos es la que mayor cantidad de referencias y guiños acumula. Definida por alguien como “una cruza entre P.G. Wodehouse y el Marqués de Sade”, Niños muertos –segundo libro, publicado por Amis en 1975, y ahora recuperado por Anagrama con el título distorsionado: Bebés muertos habría sido más literal– ataca y muerde varios tópicos de la novelística de su país con furia todavía adolescente y granujienta. Porque Niños muertos –que algún paperback de su país editó con el título más inofensivo de Dark Secrets, “Secretos oscuros”– se ocupa de uno de los lugares más comunes dentro del universo imperial. Un territorio que ya se detecta con fuerza en las novelas pastorales y casamenteras de George Eliot y Jane Austen, salta a las angustias de firmas como Henry James, L.P. Hartley e Ian McEwan, e incluso contamina las canciones pop de The Kinks y Pulp: la country-house como perfecto escenario donde detonar la reacción en cadena de relaciones peligrosas alentadas por aire puro y buena comida.
En el caso de Niños muertos, a esta ecuación se suman las drogas de diversa calaña y la necesidad de llamar la atención. Hay que tener presente que Martin Amis era todavía, a mediados de los setenta, el hijo de Kingsley Amis y no, como a principios del 2000, Martin Amis a secas.
Leída hoy –luego de Dinero (donde Amis subió al máximo el volumen de su potencia satírica), de Campos de Londres (su indiscutible obra maestra) y de La flecha en el tiempo y La información (comedias más elegantes y crueles)–, Niños muertos sabe a poca cosa, sin que esto signifique que se trate de un platillo sin interés, aunque más no sea por su atractivo arqueológico (en el caso de Amis) y sociológico (si se lo considera como exponente freak y extremo de la comedy of manners).
Una cosa resulta clara: aquí, Amis –si bien ya demuestra una preocupación casi patológica por el style como factor más importante que toda trama– todavía no ha abrazado los nombres de Bellow, Nabokov y Updike como influencias nutricias y cocktail a mezclar. Y sí, todavía escribe en el nombre, para y contra su padre a la vez que –desde el campo del campo– saca a flote varios subtemas clásicos como el duelo constante entre la ciudad y el campo, entre americanos e ingleses, entre etiqueta y libertinaje, entre la tribu y el outsider que llega para revolucionar el entorno, condimentando el paisaje de Appleseed Rectory con el hallazgo técnico-narrativo de los “bebés muertos”: espasmos de realidad entre tanto delirio que provocan alteraciones interesantes en la cronología de lo que aquí se narra y que, ya, parecen anunciar al Martin Amis maduro y ambicioso. La verdad sea dicha: a la hora de un libro así, el injustamente infravalorado Bret Easton Ellis sigue siendo el campeón indiscutido. Amis –en cambio– cae o se deja caer una y otra vez en personajes que no pasan de lo arquetípico, en diálogos supuestamente graciosos que no lo son tanto, y –defecto difícil de perdonar– en el vicio de personajes/entidades representando cada uno de ellos cierta faceta del english o del american way of life. Y seamos sinceros: el sexo y las drogas como formas de escándalo para salvar una novela, bueno... en fin... supongo que hay gente que piensa que Irvine “Trainspotting” Welsh es un genio de la literatura. Yo no.
Tal vez la mejor manera de reseñar esta novela “de juventud” sea apoyándonos en la dolorosa paradoja de su título: nada envejece peor que un bebé muerto.