Domingo, 26 de mayo de 2013 | Hoy
Entre el relato autobiográfico y la crónica, los relatos de Un día cualquiera reúnen recuerdos de infancia, reconstrucciones de enredos familiares, aguafuertes cotidianas y reflexiones que van del sentido común a la filosofía de Spinoza. Pero, sobre todo, y sin estridencias, es un libro sobre la vejez y el paso del tiempo en el que Hebe Uhart se permite ejercer la libertad autorreferencial como nunca antes.
Por Martín Pérez
Para Hebe Uhart un día cualquiera empieza muy temprano. A la hora en que la única luz es la de las panaderías. “Difusa y tenue, como si viniera de un hornito central, sale la luz y el olor a pan todo junto”, escribe Hebe, que se preocupa por darle una oportunidad a cada barrio vecino a su hogar en sus caminatas, sueña con tener otra vida para ocuparla en investigar la vida de los chimpancés, y se sienta en un bar a tomar un café cuando cambia el movimiento de la calle, los chicos van a la escuela y los empleados se empilchan para ir al microcentro. Esa voz narradora, que es y no es ella casi en el mismo movimiento –una dialéctica inevitable que atraviesa toda su obra–, se enorgullece de haber podido dejar de mirar paralizada cómo se desagota el agua de su pileta como si presenciase un acontecimiento y aprender a cocinar, se sorprende por no recordar jamás los sueños de la siesta como si fuese un dormir absurdo, y celebra su costumbre de esconder cosas, olvidarse de ellas, y descubrirlas como si fuesen nuevas.
“¿Será eso un atisbo de la vejez?”, se pregunta Uhart en un cuento que nada casualmente bautiza el volumen, y que se instala como una nueva declaración de principios, heredero del emblemático “Guiando la hiedra”, ejemplar resumen de su búsqueda literaria. Si aquél –que también daba nombre a un libro en 1997– culminaba exclamando “Arre, hermosa vida”, Un día cualquiera comienza preguntándose por lo que le deparará la vejez, y termina celebrando haber descubierto que la tarde está hecha para esperar el atardecer. “Está mal decir ‘se hizo de noche’, porque no se hace de repente. A la mañana, sí; el sol sale de repente; ilumina todo. A la tarde se va haciendo lentamente de noche” se lee hacia el final, y el narrador revela que el tiempo le parece más corto y más largo al mismo tiempo, como si todo fuese importante e irrelevante a la vez. “Si el tiempo se ha adueñado de mí, me parece que me he hecho a la vez dueña del tiempo”, escribe Uhart. Y agrega, finalmente: “Ojalá que me dure”.
Pero para llegar a disfrutar de ese final, el lector de Un día cualquiera deberá atravesar un libro sin concesiones. Porque es como si –remedando el lenguaje coloquial de sus textos– a la vejez viruela, doña Hebe hubiese decidido finalmente tirar la chancleta y hacer cada vez más lo que se le canta. Más dueña que sirvienta durante su larga tarde, el tardío pero indudablemente merecido aval de una editorial grande –que tres años atrás compiló sus indispensables Relatos reunidos– le permite extremar cada vez más su lenguaje. Ser más autorreferencial que nunca, sin tener que pedir permiso.
Aunque no haya ningún subtítulo que permita entrever semejante filiación antes de recorrerlos, los relatos reunidos en el volumen pueden dividirse en tres partes claramente distinguibles. Al comienzo están los recuerdos de infancia y juventud, que si bien siempre fueron el punto de partida de su obra, aquí aparecen casi sin excusas narrativas, desarmando esa dialéctica entre el ser o no ser de esa voz, que es la de su autor pero al mismo tiempo está construyendo un relato. Prácticamente no hay tramas en los recuerdos de esas casi primeras cien páginas de Un día cualquiera, sino que el territorio de esa infancia reaparece funcionando plenamente como las memorias de su autora. Un mundo suburbano y cotidiano que resulta siempre fascinante, en especial porque al mismo tiempo que el relato lo construye, se subleva contra ese mundo, se permite dudar de sus principios y no deja de ponerlo en conflicto, con una sutil inocencia que en realidad siempre evidencia el tema del ascenso social y el tráfico entre el campo y la ciudad, temas esenciales en sus tramas suburbiales.
En el corazón del volumen están los relatos construidos como tales, con “Historia de una venta” en el medio, el más extenso y asfixiante, que gira alrededor del ir y venir de una familia dispersa, alrededor de una propiedad a la que denominan “El recreo”. En sus treinta páginas –el cuento más extenso del libro– se concentran todos los temas, personajes, escenas y hasta comentarios recurrentes en la obra de Uhart, desde los lazos familiares asfixiantes hasta el fastidio por las obligaciones que impone el progreso, pasando por los pollos y esa mítica tía loca que destroza la casa baldeándola una y otra vez. Suerte de proyecto de gran novela familiar comprimido, “Historia de una venta” es un eje extraño, el centro desordenado de Un día cualquiera. En esta división virtual, lo acompañan “Un viaje a La Paz” –el único que ya había aparecido en otro volumen, Viajera crónica (2011)– y el admirable “Turismo urbano”, sin dudas el mejor cuento del libro, basado en las experiencias bohemias de Uhart con un novio alcohólico y sus amigos desharrapados y arrogantes, como él.
Para la sección final se agrupan una serie de pequeñas viñetas, con títulos como “En la peluquería”, “La coordinación” (sobre su incapacidad para coordinar una mesa en la Feria del Libro) o “La presentación multimedia”, sobre una invitación para leer en Rosario, que puede funcionar como prólogo de “A orillas del Paraná”, la crónica que abre Viajera crónica. Deudores de esas crónicas, que constituyen lo más reciente de su obra –y han sido reunidas en un volumen más, Visto y oído (2012)–, los textos que cierran Un día cualquiera son crónicas sin viaje, en las que Hebe comenta su bar preferido del centro, sus visitas a los monos del zoológico o su paso por un grupo de autoayuda para dejar de fumar. Y que culminan ejemplarmente con la crónica sin viaje definitiva, sobre ese día cualquiera en la vida de su autora, que confiesa decirse, para obligarse a salir a la calle, “Dale Catriel, que es polca”, que era –aclara– lo que le decían al indio Catriel para que bailase con buen ritmo. Cuando Hebe se pregunta en ese cuento final por lo que le deparará la vejez, también se pregunta –escribe– si dará vueltas en redondo sin sentido ni objetivo visible o irá a buscar una papa o una toalla con un gesto de decisión heroica. Vaya uno a saber, se responde. “A eso hay que contrarrestarlo: voy a salir a caminar, caminar cambia los pensamientos y entona las tabas.” Y eso, precisamente, ni más ni menos, es lo que son los cuentos libres e inesperados de Un día cualquiera. Pensamiento en acción. Caminatas para entonar las tabas. Hebe Uhart permitiéndose seguir, cada vez más, el ritmo de su propia polca.
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