Domingo, 26 de mayo de 2013 | Hoy
Cuando, en 2005, se publicó por primera vez el libro sobre el aborto de la ensayista y poeta Laura Klein causó un efecto tan revulsivo como reflexivo. Los años transcurridos entre esa primera edición y el presente permitieron visibilizar también a una sociedad cada vez más abierta a debatirlo todo. Resultado de ese clima y de lo que aún está pendiente en materia jurídica, se reedita Fornicar y matar bajo el título Entre el crimen y el derecho (el problema del aborto). La autora recuerda aquí las dificultades, los motivos y los riesgos de haber escrito este libro y volver ahora sobre sus pasos.
Por Laura Klein
Fue muy difícil escribir este libro. Por varios motivos. El primero, porque escribir lo que uno quiere decir es un arte esquivo, por eso Benjamin afirmaba en “El arte de narrar” que un buen escritor dice exactamente lo que quiere decir. Y eso es lo que yo me propuse. Segundo, porque cuando una escribe piensa, o sea, una escribe porque hay cosas que sólo escribiendo pueden llegar a ser pensadas, es decir que una ya no escribe lo que quiere decir, sino que escribe para pensar algo imposible de acceder de otra manera. Tercero, porque decidí escribir el libro para un lector atento pero no cómplice. Y entonces tuve que pensar. Pensar lo que cotidianamente daba por sentado. Pensar cómo hablaba, qué decía, a quién me dirigía y qué quería. Y descubrí que hablaba en clave y me encontré con fórmulas que nunca había pensado, que eran ajenas a mi experiencia y que hasta se volvían contra mí. Yo no podía sostener sin ser cínica que al abortar era una mujer libre. Fue una conmoción. Me vi imposibilitada de pronunciar, letra por letra, las consignas a las que, supuestamente, adhería. (No puedo evitar incluir el adverbio entre las dos comas y ya no lo sé, qué quiere decir adherir: si quedarse pegado, estar de acuerdo o defender algo.) Fue una experiencia inusitadamente fecunda: no poder defender por escrito aquello que decía, el bagaje de razonamientos, principios y argumentaciones que solía usar para defender por qué había que legalizar el aborto.
Entre la mano y el papel, en ese contacto íntimo, se produce una distancia, un ruido. Me encontré en una encrucijada ética: ¿cómo podía defender lo que quería con argumentos en los que no creía?
Entre la curiosidad y el rigor de la investigación me vi inmersa en un tipo de textos que, en otras circunstancias –sin el desafío de escribir este libro– habría desechado a la segunda página. Me refiero a esa especie de producciones teóricas de singularidad cero que se precian de ser científicas cuando buscan qué dato de la biología usar para respaldar aquello que quieren demostrar: si el aborto tiene que ser legal o criminalizado.
La fundamentación en todos los casos tiene la misma forma instrumental. Miles de páginas destinadas a las más disímiles y absurdas demostraciones. Si quiero condenar todo aborto sin excepción, mi opción será el ADN que me permite demostrar que desde la concepción hay una persona irrepetible, única y singular. Si quiero legalizarlo, puedo elegir la Conciencia como signo distintivo de la persona y ubicar sus comienzos entre el quinto y sexto mes de embarazo con el desarrollo del cerebro, o la Autonomía, y optar por el momento en que es viable para definir cuándo empieza a tener valor la vida humana, o el Lenguaje y arrancar los derechos a los dos años, cuando el bebé humano se separa del animal. Y si quiero condenar todos los abortos pero no la fertilización in vitro, mi opción será el momento de la Anidación y definiré el comienzo de la persona desde el comienzo del embarazo y no antes. (Estas posturas contrarias están menos lejos de lo que aparentan y más cerca de lo que quisieran: construyen sus fundamentos y argumentaciones con la misma lógica y el mismo espíritu.).
La lectura de este material me aburrió, me erizó, me angustió, me sacó de quicio. Me puso a trabajar. ¿Qué era lo insoportable? No era lo que decían. Lo insoportable es que no se entendía qué querían. Ahí descubrí que Nietzsche me había contagiado. Quería saber qué querían. La calma fue desoladora. No quieren nada, me dije. Esos textos no quieren lo que dicen, lo que dicen no les interesa, está ahí al servicio de demostrar otra cosa. Son un medio para un fin, meros argumentos de la razón instrumental: son descartables pero no obstante hacen daño.
El final de la inquietud no fue feliz. Abandoné toda querella argumental, renuncié a discutir necedades eruditas y a refutar argumentos. Fue un momento dramático: me di cuenta de que, al dar este paso, había tomado una decisión. Una decisión de interpretación, sí, pero que es también una decisión.
Y abortar es precisamente eso, una decisión. Por más que, ante el tribunal de los derechos, el término decisión haya que trocarlo en elección, ninguna mujer “elige” abortar. El aborto, ¿es fruto de la libertad? ¿En qué condiciones podría llamarse “libre” una mujer que lo decide? ¿Existe acaso alguna situación donde abortar voluntariamente consista en actuar libremente? Estamos frente a una mujer que lo hace movida por la violenta irrupción de un embarazo que no buscó pero sobre todo no quiere continuar y que la compele a tomar una decisión también violenta. La voluntad no es libre. Esa mujer está entre la espada y la pared, ni quiere tener un hijo ni quiere abortar. Le está vedado batirse en retirada, quisiera no haberse embarazado, quisiera perderlo espontáneamente. Como en muchas otras cosas de la vida, decide hacer algo que no quiere. Signifique para ella una experiencia traumática o solamente desagradable, su situación tiene un sesgo trágico. Como en las tragedias antiguas, está en una encrucijada donde se juegan la vida y la muerte, todos llevan parte de razón y todos pierden algo.
Escribí el libro no para defender la legalización del aborto sino para entender por qué está prohibido.
Un espectro recorre, a lo largo de los siglos, vida y prácticas de las mujeres de Oriente y Occidente: abortar desafía al Destino, a Dios, a la Democracia y al patriarcado. Desde hace unas décadas, un fantasma recorre el debate del aborto: el ideal de los Derechos Humanos. En el debate del aborto los dos términos más prestigiosos de los derechos humanos –vida y libertad– se enfrentan a muerte. El conflicto es tan irresoluble como inesperado: ¿cómo comprender que el mismo fundamento sirva para avalar la prohibición y la legalización del aborto? ¿Qué tipo de discurso es el de los Derechos Humanos que permite tal contradicción? Es más que una paradoja que, tanto para prohibirlo como para legalizarlo, se apele a los derechos humanos. Este fue el motor, la intriga del libro. Afectiva y conceptualmente, era un escándalo.
En el debate actual dominan los aspectos jurídicos; pero con razones jurídicas solamente no se conquista una ley, como tampoco se “resuelve” el problema del aborto con su despenalización. Es que “el problema del aborto” no es resoluble –pero sí es posible y urgente terminar con el pavoroso número de mujeres que mueren día a día “sacrificadas” por la clandestinidad–.
Es una calamidad confiar en que el derecho puede resolver las tragedias de la vida. Y calamidad es suponer que no debe haber dolor y que si lo hay alguien es culpable. El poder es doloroso; los derechos que no provienen de él, impotentes. Hay una distancia irreductible entre el discurso del derecho y el de la experiencia. Y la experiencia del aborto dice que el cuerpo no cabe en el derecho, que hay poderes no legítimos y derechos impotentes. No fue pacífico escribir Entre el crimen y el derecho.
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