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Domingo, 30 de junio de 2013

El coleccionista de la vida moderna

Joseph Cornell dedicó gran parte de su arte a recolectar objetos perdidos en las calles de Nueva York. En su mundo, una actividad que roza la mendicidad, se convertía en un regreso a las maravillas de la infancia. El personaje Cornell ha atraído a los escritores. María Negroni le dedica una elegía que es a la vez un collage hecho de fragmentos, retazos y citas que continúan la obra del artista.

 Por Verónica Gómez

Joseph Cornell amaba recolectar pedazos de mundos y meterlos en una caja. Así, el sótano de su casita prefabricada en la avenida Utopia, Queens, a la que se mudó con su familia en 1929 y donde vivió hasta su muerte, llegó a convertirse en el recipiente mayor que supo albergar cientos de cajas-mundis, miniaturas confeccionadas con la misma devoción con que un fervoroso creyente construiría un altar o un santuario portátil. ¿Pero en qué creía Joseph Cornell? ¿Qué lo llevaba a reunir en un mismo recinto un ave, una alacena de corchos, un carrete de hilo de cobre y minúsculos objetos no identificados? Cornell solía deambular por las calles de Nueva York con la mirada periférica atenta, concentración ambulante que le permitía recopilar objetos como un poeta untado en pegamento. Algo de Francis Als paseando su perrito imantado por las calles de México DF y obteniendo al final del recorrido un cúmulo de insólitos tesoros, más o menos azarosos. Cornell solía demorarse en librerías, mercados de pulgas y tiendas de baratijas. Coleccionaba obsesivamente fotografías, libros, discos, recuerdos de teatro y grabados.

Joseph Cornell también amaba recortar viejos films ajenos para hacer sus collages-injertos, cortometrajes que escapaban a una estructura narrativa clásica, y abogaban por la reiteración de escenas y personajes que, dislocados del contexto original y a veces sumergidos en la irrealidad de las luces inducidas por Cornell a través de filtros, se transforman en frisos melancólicos y turbios. Si bien amaba los films, odiaba filmar, tarea que con el tiempo llegó a encomendar a otros, como Stan Brakhage o Rudy Burkhardt, cineastas de la vanguardia experimental neoyorquina. Cornell tenía un hermano paralítico, una madre que era maestra de jardín de infantes, un padre diseñador de telas y una compulsión profunda a coleccionar fragmentos de cosas, o cosas que él veía como fragmentos de algo más grande que ya no existía como entidad autosustentable. Por eso la nostalgia suele deambular por sus miniaposentos, como una doncella de tez vetusta y amarillenta. Exceptuando su estancia en Andover, Cornell nunca salió del área urbana de Nueva York. Sin embargo, sus cajas-ensamblajes, repletas de seres exóticos y rarezas, son el testimonio ineludible de que el artista no pudo ser otra cosa que un gran viajero imaginario. Un coleccionista de sensibilidades perdidas. Dicen que cuando Cornell mostró su primera película (Rose Hobart), en la Galería Julien Levy, en diciembre de 1936, estaba Salvador Dalí entre los espectadores, y que se puso verde de envidia porque él venía queriendo combinar técnicas de collages para filmar y que este muchacho tímido y sin brillo le había ganado de mano. Joseph Cornell murió el 20 de noviembre de 1972. Ese mismo día le había confesado a su hermana por teléfono: “Me hubiera gustado ser menos huraño”.

No le faltan atributos a Joseph Cornell, atributos de personaje, para que varios escritores lo hayan elegido como blanco de sus búsquedas literarios. María Negroni es una de las escritoras que se enamoraron perdidamente del personaje Cornell, tanto como para llegar a escribir una especie de autobiografía a través de su amado, donde ausculta su propio sentimiento de la infancia. Ese es el carácter de su precioso libro Elegía Joseph Cornell. Pero como suele pasarle al enamoramiento, que es un estado flotante y algo difuso, es también muy proclive a anclar en un detalle y erigir ese detalle como símbolo del totalitarismo sentimental. El detalle elegido por María Negroni y que funciona como hilo conductor en el libro, o como la piedra-enigma con la que se tropieza una y otra vez, pertenece a un fotograma de una de las películas-collages de Cornell (Children’s Trilogy): una niña cuyos lánguidos cabellos le cubren el cuerpo desnudo posa montada sobre un corcel blanco. “Como si fuera una versión diminuta –y perturbadora– de Lady Godiva”, dice Negroni.

Esa aparición fantasmal insiste en volver una y otra vez a lo largo del libro, que sigue cierta lógica del collage, donde se intercalan apuntes para una biografía mínima de Cornell, fragmentos manuscritos, poemas visuales e inventarios de curiosidades, como los discos que se encontraron en el estudio de Cornell al momento de su muerte, o la biblioteca secreta del artista.

Elegía Joseph Cornell. María Negroni Caja Negra 91 páginas

El poeta yugoslavo radicado en Estados Unidos Charles Simic, a quien Negroni conoce bien pues hizo traducciones de algunos de los poemas que Simic dedicó a Cornell en un libro llamado Totemismo y otros poemas, fue también un sentido admirador del personaje Cornell. En 1992 publicó Dime-Store Alchemy: The Art of Joseph Cornell, cuya versión en español aparece en 1996 con el título Alquimia de Tendajón, el arte de Joseph Cornell, publicado por la Universidad Autónoma de México. Por momentos, el libro de Negroni parece ser una remake del de Simic. Cabe sospechar que uno de los materiales que Negroni utilizó para realizar su collage literario indudablemente es el libro de Simic (de hecho, uno de los capítulos, “Nuestro ancestro angelical”, es una transcripción confesa del mencionado libro). Pero el abordaje de Negroni lleva al extremo la técnica del collage y se ampara en cierto estado de hipnosis que el cine de Cornell induce en la escritora. Confeccionando un catálogo de hermosas perlas, al igual que Cornell hacía en sus cajas, Negroni reúne sensaciones y datos, voces propias y ajenas, dispares pero en consonancia, que adquieren unidad en el mundo Cornell, un mundo fabricado con vestigios fantásticos que boyan, a la espera de ser rescatados, en los sitios más exóticos de la cotidianidad.

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