Domingo, 30 de junio de 2013 | Hoy
Nacido en el nordeste de Brasil, cerca de Pernambuco, migrado a San Pablo, Marcelino Freire se presenta como el único lector de una familia de numerosos hermanos. Orgulloso de su pasado, se dedicó a escribir una literatura en la que ofrece la voz a los marginados, no sólo por la pobreza, sino también sensible a la situación de las mujeres, los homosexuales y los negros en el último país de América latina que abolió la esclavitud. De paso por Buenos Aires para presentar su libro Cuentos negreros (Santiago Arcos), recuerda en esta entrevista la figura de su madre, central en su poética, sus orígenes como escritor, y explica cómo sortear los riesgos de convertirse en un espíritu ONG de buena conciencia.
Por Silvina Friera
“¿El pasto sabe leer? ¿Escribir? ¿Ya viste algún perro científico, que sepa escribir? ¿Viste algún juicio de valor? ¿De qué? No quiero aprender, no me interesa”, dice Totonha, la mujer que habla en el “Canto XI” de Cuentos negreros (Santiago Arcos), extraordinario y demoledor libro de relatos del narrador y agitador cultural brasileño Marcelino Freire, el primero que se publica en el país de la mano de la formidable traducción de Lucía Tennina, con prólogo de Washington Cucurto (ver aparte). Las voces que cantan son las de los trabajadores explotados, jóvenes ladrones, alemanes en plan de turismo sexual, prostitutas, traficantes de órganos, gays y negros. “Déjeselo a los jóvenes –continúa Totonha–. Que todavía tienen ganas de ser doctores. De hablar bien. De salvarle la vida a los pobres. Los pobres solo necesitamos ser pobres. Y no necesitamos nada más. Déjeme acá, en mi rincón. Al lado de la hornalla me quedo. Estoy bien. ¿Vio alguna vez que el fuego persiga a una sílaba?”
La música vibra en el lenguaje como el alma dentro del cuerpo. Ella cuenta sin afán de provocar, aunque cada una de las palabras pronunciadas sea como un terremoto que estremece la cultura bienpensante de su silencioso interlocutor. Que jamás interviene: no opina ni comenta. La deja decir. Sería un atentado contra el tono y el ritmo de ese pensamiento intentar balbucear algo. “Para mí, la sabiduría más grande es mirar a la persona a la cara. El hocico de quien sea. No le tengo miedo a un lenguaje superior. Fue Dios el que me lo enseñó. Solo quiero que me dejen sola. Yo y mi forma de hablar, sí, que solo los pajaritos la entienden, ¿entiende? Yo no necesito leer, joven.”
La mano derecha de Freire golpea suavemente su pecho, cerca del corazón. No es un gesto teatral, a pesar de que gran parte de su obra haya sido adaptada al teatro. Es el preludio de lo que evocará. Como esa sabia mujer Totonha, sus ojos chispeantes buscan la mirada del interlocutor. “Yo no llamo a mis cuentos cuentos. Para mí son cantos, improvisaciones”, dice el escritor que nació en 1967 en Sertânia, una zona pobre del nordeste de Pernambuco, el menor de nueve hermanos, el único poeta de esa familia. “Nunca tengo una historia para contar, sino para componer: una primera frase que me lleva a una segunda frase y a una tercera frase. Esa primera frase la puedo escuchar en la calle, en la televisión, en mi familia. Por ejemplo Totonha, la mujer que no quiere aprender a leer ni a escribir, era una tía que decía las cosas que están escritas en ese canto. Yo escuchaba y guardaba las frases como si fuesen temas; por eso mis cantos tienen muchas rimas y sonidos, porque es típico del lugar en que nací.”
Cuando dejó su pago natal para irse a vivir a San Pablo, hace 22 años, descubrió que tenía acento. “Todo el tiempo me preguntaban: ‘¿De dónde eres?’. Eso me llevó a reafirmar desde la escritura cuestiones de mi región –explica el escritor–. Cuando empecé a mostrar mis cuentos, me dijeron que parecían improvisaciones y que les hacía acordar al maracatú, un ritmo del nordeste con tambores.”
En San Pablo se dio cuenta de que escribe musicalmente y lo bautizaron El Concertista del Sertón, apenas publicó sus primeros relatos con acento y rima nordestina. “Mi literatura está hecha de sonidos y de formas de hablar que me viene desde mi infancia, de escuchar a mi madre. Mi mamá hablaba como quien cantaba –recuerda Freire–. Cuando estaba muy contenta, cantaba las canciones de un cantante muy conocido en Brasil, Luiz Gonzaga. Cuando no estaba cantando, golpeaba las cacerolas, hacía mucho ruido. Los primeros años en San Pablo tuve mucha nostalgia de los sonidos de mi casa. Esas formas de hablar están en mis libros; hay una manera de cantar mi región. Esas rimas, ese modo de hablar cantando, diciendo un dolor, una súplica, no las llamo cuentos sino cantos, porque están próximos a la oralidad. Difícilmente tengo una trama. Una palabra me va llevando a la otra y recién entonces descubro la historia que tengo que contar.”
El autor de los libros de cuentos Angu de Sangue (Guiso de sangre) y BaléRalé (El baile de los marginales) –ambos publicados por la editorial Ateliê– es el creador del festival Balada Literária, una de las movidas culturales más importantes de Brasil –en la que han participado músicos y escritores como Adriana Calcanhoto, Caetano Veloso, Tom Zé, Glauco Matosso y Joao Gilberto Noll, entre otros–, y forma parte del colectivo editorial EDITH.
“¿Eh, blanquito zarpado? Acá nadie es esclavo de nadie, ¿está?”, se afirma en el final del “Canto I” de Cuentos negreros, integrado por dieciséis cantos, libro que obtuvo el prestigioso Premio Jabuti de Literatura, en 2006. “Violencia es que un autazo frene a nuestros pies y cierre la ventanilla de vidrio polarizado y no nos deje la chance de ver la cara del payaso de corbata que para no llegar tarde mira el tiempo perdido en su rolex dorado –dice una voz humillada–. Violencia es que nos dejen con las manos levantadas la cabeza baja frente a una multitud y después nos metan en el camión celular rojos de humillación y bofetadas y que llegando a la comisaría un tipo agarre nuestro legajo y nos diga que otra vez va a arruinarnos la vida.” Freire capta un grito y apunta directo al blanco. “Mis personajes nunca están en el lugar que deberían estar –advierte el escritor–. Hay un dislocamiento inclusive del pensamiento, como en la mujer que no quiere aprender a leer. ¿Por qué no quiere aprender a leer? ¿Por qué dice que no va a bajar la cabeza para escribir? Estos reversos están en mis cuentos. En otro libro, hay un relato acerca de un homosexual que se opone a la reivindicación de los derechos de los gays y siente nostalgia del momento en que no existían esas reivindicaciones. El lector se pregunta: ¿cómo puede ser que no defienda los derechos de los gays? Escribo en una región fronteriza para evitar que mis libros se tornen discursos de una ONG. Mi preocupación cuando escribía Cuentos negreros era que no se parecieran entre sí. Pero siempre busco algo en común, que en este caso son los prejuicios, el racismo, los negros, el trabajo esclavo, el turismo sexual... Yo quería escribir un libro abolicionista en el comienzo del nuevo milenio.”
El título de estos cuentos alude a un poeta del siglo XIX, Antônio de Castro Alves (1847-1871), autor de O Navio Negreiro. “Los esclavos todavía no habían sido liberados y este libro se volvió un canto de liberación. La abolición de la esclavitud fue en 1888, Brasil fue el último país del mundo que liberó a sus esclavos”, subraya el narrador. En la tapa blanca de Cuentos negreros contrasta la foto de un esclavo del siglo XIX, de espaldas al lector. En la contratapa, el mismo esclavo está de frente, el gesto adusto, todo el dolor acumulado en la mirada. “Cuando vas a comprar el libro, el código de barras está justo en la pija del negro. ¿Cuánto cuesta el libro o el negro?”, dispara Freire, dispuesto a dejar el interrogante rebotando en el aire. Hay algo más: el libro está dedicado a Chocottone. Sonríe el autor y muestra los dientes. “Chocottone no existe; es una dedicatoria inventada. ¿Será un negro que cuida de mis cosas? ¿Será un negro que tengo para servicios sexuales? En Brasil hay un chocolate y un pan dulce llamados Chocottone. Y también se usa cuando te refieres al sexo, a que tenés un chongo en casa. Esta referencia es para que el libro no estuviera direccionado en un único significado. Quería que los cuentos transmitieran la idea de opresor y oprimido.”
¿Por qué estos cantos suenan como una musiquita familiar? La respuesta está en la traducción. Lucía Tennina plantea cómo fueron las etapas creativas de esta rigurosa faena. El diálogo con el autor fue fundamental para encontrar los sonidos más exactos para cada pasaje. “La operación de traducción no se enfocó únicamente en el contenido, sino que trabajó también la sonoridad”, señala la traductora. Freire identificó este proceso de traducción como “transcreación”, término del poeta concreto Haroldo de Campos que remite al trabajo del traductor como un creador.
Oído avezado, entrenado en la rima nordestina, Freire jamás baja línea en sus cantos narrados. No pontifica, no sermonea ni despotrica. “En ‘¡Alemanes van a la guerra!’, dos alemanes conversan por teléfono sobre su visita a Brasil. Yo podría estar diciendo: ‘¡Mirá lo que están haciendo con nuestro país, con los niños, con las mujeres, se están juntando para hacer turismo sexual, eso está mal, no puede ser así!’. Pero no lo hago, los dejo hablar. Inmediatamente, en el cuento siguiente ‘Vaniclélia’, una mujer cuenta que extraña a los turistas que la trataban bien y la llevaban a buenos restaurantes, no como su marido borracho que la maltrata. Trabajo los contrapuntos para comprender de una manera lo más abierta posible esos gritos, esas voces –revela–. Yo soy blanco, muy blanco. Aunque en este libro no soy negro, todo el resto te garantizo que soy: mujer, prostituta, ladrón, homosexual. La que escribe mis libros es mi madre, no soy yo. También soy nordestino, soy migrante, vivo en San Pablo hace veintidós años, como mi madre que salió de su tierra con nueve hijos, de una tierra de pobreza para que los más chicos pudiéramos estudiar. Mi madre era muy terca. Yo acostumbro a decir que no nací, que me escapé.”
En 2008 se filmó un documental sobre el trabajo de Freire en Brasil, SP-Solo Pernambucano. “Mi madre y yo regresamos a la casa de donde partimos. Hay una escena, cuando mi madre vuelve y le pregunta a la mujer que ahora está viviendo en la que fue nuestra casa –una mujer muy sufrida, sucia, sin los dientes– por el umbezeiro, un tipo de árbol que da una fruta llamada umbu. Mi madre llega frente al umbezeiro y dice: ‘Aquí está o/ umbuzeiro/ que eu tiraba umbu/ para fazer umbuzada’.” El escritor anota la frase en un papel, como si estuviera escribiendo un poema –como si el espíritu de la madre, que murió en 2010, se lo deletreara al oído–, cuya traducción sería: “Acá está el umbuzeiro donde yo recogía el umbu para hacer la umbuzada”. La umbuzada –aclara– es un caldo dulce que ella preparaba para sus hijos, nueve bocas hambrientas y una, la de Marcelino, que quizá nunca imaginó hasta dónde llegaría con sus palabras.
¿Qué significa escribir para alguien que viene de una familia pobre y adquiere una cultura letrada que sus padres no tuvieron?
–Ninguna madre cría un hijo para que sea poeta, ¿no? Pero me volví poeta, fui el único lector en mi casa. Mi función era leer, nunca tuve que hacer esfuerzos físicos para trabajar. Y fui muy respetado por leer y escribir. Yo escribía las cartas para los parientes y amigos que quedaron en nuestra tierra y leía los prospectos de los remedios. Y también le leía la Biblia a mi madre. Las ganas de leer literatura me llegaron muy temprano. Este gusto por la lectura salvó literalmente a mi familia. Y lo digo en serio. Si leía mal el prospecto, los mataba a todos (risas). Mi madre estaba muy orgullosa. Cuando me hacían una entrevista en un diario, aunque ella no sabía de qué se trataba, la consideraba una buena noticia porque estaban hablando de su hijo. Y guardaba los diarios para mostrárselos a los vecinos. “Sólo por saber que mi hijo no salió en una página policial, gracias, Señor”, rezaba con las manos elevadas al cielo. Si mis libros sirvieron para darle esta alegría a mi madre, estoy realizado como escritor.
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