Mauro Libertella enfrenta la figura de su padre Héctor, escritor de culto e impulsor de un canon alternativo en la literatura argentina. Y lo hace con Mi libro enterrado, un relato autobiográfico que sale a la luz, consciente de sus riesgos, con sensibilidad y equilibrio.
› Por Fernando Krapp
Es poco frecuente que un escritor joven se meta así, de un modo tan visceral y sincero, con la muerte del padre, y es menos común cuando lo hace en su primer libro. Los riesgos que corre son varios; la exposición que puede volver hacia él como dardos envenenados, y caer en una clase de elegía con ínfulas de solemnidad. Sin embargo, el periodista y escritor Mauro Libertella lo hace sin ningún temor, quizás hasta con una ciega ingenuidad, corriendo todos los riesgos posibles pero con confianza en la propia escritura. El resultado es Mi libro enterrado, un texto de una precisa fuerza lírica que conmueve en unas pocas páginas.
Hijo del reconocido escritor bahiense Héctor Libertella, propulsor de un canon diferente para pensar la tradición literaria argentina, Mauro creció bajo la sombra de ese nombre, con el peso y el fantasma de verse un escritor precoz y jugando, como lo describe en un capítulo, con los bollos de papel que Héctor tiraba por el piso, los residuos literarios del padre. Mauro señala que con el correr de los años su relación se afianzó mediante “juegos retóricos”; la invención retórica es lo que define la literatura de su padre. Pero Mauro se define, con esa sombra y ese peso detrás, como escritor: “A los 23 años él tuvo su primera novela y yo su muerte”. En el recuento que Mauro hace para desentrañar y entender su propia escritura, se encuentra traduciendo los signos que lee en el cuerpo y en la enfermedad de su padre, en los efectos y las consecuencias de las acciones (digamos, sus restos diurnos), buscando “capitalizar un mensaje”. Son esos materiales con los cuales Mauro levanta la arquitectura fantasmal de su relato. Opuesto a la forma hermética de su padre, el hijo construye un estilo de transparencia y lirismo contenido, con pasajes muy bellos y precisos, porque esa misma claridad es la que necesita el narrador para buscar entender las decisiones de su padre (sin que eso implique cuestionarlas ni desentrañarlas, ya que ahí radica el núcleo del juego). En la pesquisa de ese entendimiento está la propia búsqueda literaria de Mauro Libertella.
Existe una larga tradición literaria que convierte en tema la muerte del padre y el vínculo padre e hijo, desde Hamlet hasta La invención de la soledad de Paul Auster y Patrimonio de Philip Roth, e incluso en la Argentina Federico Jeanmaire lo hizo con Papá. El mismo Mauro Libertella hace un desglose y un análisis asegurando que pocos géneros tienen tanto parentesco con el psicoanálisis, no como un modo de ejercer una terapia desde la escritura (sería obtuso pensarlo desde ese lugar) sino como un forma de análisis que busca suplir la falta con otra falta; la escritura como testimonio sólo puede dar una prolongación ficticia de la muerte, lo que posibilita, en cambio, son espacios de reencuentro con el fantasma. La estructura de Mi libro enterrado remite a una evocación; los detalles ocultos en la memoria involuntaria aparecen cuando se fuerza la memoria voluntaria. Libertella señala: “Escribir sobre la muerte del padre consiste en observar esa ausencia entre la idealización y el saldo de cuentas, entre el dolor por la pérdida y la toma de posición distante”. En ese difícil y ambivalente (por momentos contradictorio) terreno se construye el relato de Mauro Libertella, en donde se puede leer también una biografía camuflada por efecto contrario; en el espejo del padre y en las consecuencias vitales de sus decisiones. La lectura marca un rol fundamental en el juego de las relaciones entre padre e hijo. Consciente de la necesidad de tomar una posición como lector, la lectura del hijo choca contra la realidad que vive el padre. Como un efecto novelesco, Mauro no puede más que ejercerse como testigo del “derrumbe”, como un lector de ese crack up de su padre en el alcohol. Observa los cambios corporales: “De algún modo, con elegancia y discreción, él me dejó empezar a leer la muerte desde un horizonte conceptual distinto”.
La lectura crea un imperativo de traducción en escritura; Mauro Libertella entonces ordena con la distancia temporal y su ambivalente objetividad, esos despojos vitales con su experiencia. Sumergido en una desesperación contenida; cada frase, cada oración, tensiona el pacto invisible que Mauro sostiene con Héctor: aceptar sus decisiones pero cuestionarlas desde la escritura; como señala Blanchot: “Escribir es la violencia más grande porque transgrede la Ley, toda la Ley, y su propia Ley”.
Son varias las situaciones en las que Mauro compara todo con literatura, la tercera pata entre escritura y lectura. Primero el narrador ve a su padre como un personaje salido de la beat generation, pero rápidamente la realidad lo supera, y le resulta imposible despersonalizarlo sin verlo como a su propio viejo. Son esos los momentos en donde el género se despoja de lo “literario” y consigue la identificación en un grado cero, porque, si bien los modos de contemplar a la muerte son diversos, las experiencias coinciden todas en un mismo punto. Y cuando Mauro recibe la noticia del cáncer que se despliega por el cuerpo de Héctor, escribe que ninguna novela ni película lo habían preparado para una noticia así. La contundencia de los hechos parece suprimir todo vínculo literario entre las decisiones tomadas y sus consecuencias; es cuando “los juegos retóricos” no alcanzan y entra en escena el lenguaje del cuerpo. Pero segundos antes de enterrar a su padre, casi por asalto inconsciente, Mauro recuerda una cita de Patrimonio de Phillip Roth, como si lo único que pudiera conectar con la falta física de su padre fuera justamente la literatura, esa herencia libresca y fantasmal que Mauro recibe ordenada y sin solapas en los estantes de un departamento, un libro enterrado que ahora le toca a él regar cada día.
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