Con la historia otra vez en el foco editorial, la reedición de los cuentos de La última montonera y La noche de la alianza de Félix Luna es una buena ocasión para reflexionar sobre el cruce de ficción, documento y memoria histórica.
› Por Juan Pablo Bertazza
Los últimos y más prestigiosos teóricos de la historia –Hayden White y Michel de Certeau a la cabeza– coinciden en que la historia comparte más elementos de los que se suelen asociar con la literatura. Que resulta imposible historizar sin narrativizar, es decir, sin echar mano de las figuras retóricas que se reproducen con disimulo en novelas, relatos y poemas. Porque es sólo por medio de la narrativización de una serie de acontecimientos que se puede lograr la transformación en una secuencia, dividida en períodos. Podría pensarse en una relación entre estas teorías y el auge de las novelas históricas, como si las primeras funcionaran como una especie de marco teórico de legitimación de las segundas.
Ahora bien, ¿qué sucede en el caso inverso? ¿Qué sucede cuando los historiadores emplean su saber, su postura y sus estrategias para lanzarse a la literatura? Esta flamante edición de los relatos de Félix Luna, de cuya muerte ya se cumplen cuatro años, significa una buena oportunidad para reflexionar en torno de estos temas.
La obra en cuestión reúne los relatos de La última montonera (cuya edición original, fechada en 1955, llevaba el sintomático título de Cuentos bárbaros), centrados en la derrota de los invencibles caudillos independentistas frente a los ejércitos nacionales hacia 1870, y los de La noche de la alianza, anclados en el segundo gobierno peronista y arrastrados por la corriente fatídica de la autodenominada Revolución Libertadora. Es interesante tener en cuenta, en primer lugar, los avatares que tuvieron ambos libros de cuentos. La última montonera encontró su contracara ensayística en Los caudillos, que constituyó uno de los mayores éxitos de Félix Luna, a tal punto que desembocó en una cantata que incluía música de Ariel Ramírez. En esta serie de relatos donde se entremezclan caudillos históricos como Güemes, Peñaloza y Ceferino Chanampa con personajes ficticios, Félix Luna traslada su ideología en tanto historiador para hacerles decir a ellos, los otros (¿los bárbaros?) que ellos mismos, “los montoneros, estaban ya de más. Todavía persistían, porque ni siquiera tenían una importancia como para merecer que esa formación se ocupara de echárseles encima pero ya estaban sentenciados”. Aunque, en el notable “La fusilación”, el autor le hace a decir a un oficial que se niega a dar muerte a su prisionero, que “no tenemos derecho a catalogar a estos pobres hombres como bárbaros, sin apelación ni caridad, mientras nosotros nos atribuimos el usufructo de la civilización”.
Con un estilo que mezcla algo del tono del Borges de los duelos entre compadritos y ciertos logros del costumbrismo trascendentalista y elegíaco de Güiraldes, Luna se erige casi en un forense que busca diseccionar la esencia de los caudillos en su peor hora, agazapados entre los problemas idiomáticos a la hora de intervenir en la Guerra del Paraguay, por ejemplo, y el eterno dilema entre volver al combate, aun previendo la derrota, o cumplir con el sedentarismo hogareño de las promesas realizadas a la esposa. Cabe destacar la valiosa intrusión en estos relatos del poema “Se moría el Chacho”: “Me matan, mas no saben que a mí nadie me mata/ pues no soy una carne desganada que muere/ sino un mito que el llano de La Rioja dilata”.
Los relatos de La noche de la alianza, por su parte, podrían pensarse como el ala literaria, la inspiración de un libro posterior que también contribuiría de manera notable en la celebridad de Félix Luna: Perón y su tiempo. Por supuesto, la ideología impregna aún más estos relatos, teniendo en cuenta sobre todo que el autor vivió en carne y hueso esta época desde un claro lugar de opositor denunciador de persecuciones mientras se desempeñaba como diplomático en Uruguay. Pero más allá de la molestia que pueda ocasionar esa bajada de línea del historiador en la piel del escritor, hay por lo menos dos relatos de esta serie que se destacan –y mucho– tanto por su propuesta argumental como también por la pericia con la que están escritos: “El opositor” y “Cura sin sotana”. Los dos tienen en común otra característica asimilable a Borges: la transformación tan repentina como irreversible de un hombre (en el primer relato se trata de un mediocre profesor de provincia; en el segundo, de un sacerdote que ya no logra acallar sus inquietudes) que cambia para bien o para mal su destino a partir de una acción concreta que nadie, absolutamente nadie, esperaba.
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