La nueva novela de la siempre discreta escritora norteamericana Anne Tyler vuelve sobre uno de sus temas favoritos, el funcionamiento y las contradicciones de las familias de clase media, pero con un toque vagamente sobrenatural: el regreso fantasmal de una esposa muerta que termina revelando las miserias cotidianas de la pareja, el agobio del matrimonio cuando se convierte en pura asfixia doméstica.
› Por Ariadna Castellarnau
Anne Tyler pertenece a esa raza de escritores un tanto misántropos, poco amantes del mundillo literario, de las entrevistas, de frecuentar los lugares a donde van otros escritores, de llevar una vida de escritor, sea lo que sea que esto signifique. La misma raza de escritores que escribe libros igual que los taxidermistas disecan a sus animales a puerta cerrada, lenta y profesionalmente, con un procedimiento fijo y exitoso, siempre el mismo, y que por eso mismo la palabra artista les resulta incómoda, un estorbo en su trabajo que es preciso, metódico y tremendamente efectivo. “¿Por qué alguien que ha escrito un libro lo invitan a dar un discurso? Me parece algo tremendamente fuera de lugar”, dice Tyler en una entrevista concedida al diario español El País.
Nacida en Minneapolis en 1941, hija de un químico pacifista y de un ama de casa, criada en una comunidad quáquera de Carolina del Norte y madre de dos hijas, Tyler ha escrito unas diecinueve novelas sin demasiados aspavientos y con un resultado tan impecable, que sus colegas de profesión Nick Horbny, Eudora Welty y John Updike se han declarado fans incondicionales suyos. Y todo eso sin casi mover un dedo, porque aunque Tyler no llega a ser tan fanática de la privacidad como Salinger, Pynchon o Harper Lee, la verdad es que se las trae en cuanto a rechazar oportunidades de autopromoción. Sin ir más lejos, la mañana después de enterarse que había ganado el Pulitzer por su novela Ejercicios respiratorios, Tyler se escabulló educadamente de las garras de un periodista argumentando que estaba demasiado ocupada para responder tantas preguntas.
Uno de los aspectos más sorprendentes de la prosa de Tyler es su raro y único estilo atemporal, que no llega a ser clásico ni anticuado. Tyler escribe como si no existiera conexión alguna entre la historia que está contando y la cultura de su tiempo; cobijada confortablemente en un realismo igual de apacible y grato que una mermelada casera. Sus seguidores la comparan con Jane Austen. Sus detractores, con Joanna Trollope, la escritora inglesa de novelas románticas. Sea como fuere, Tyler escribe esa clase de libros que se pueden regalar a una madre o a una abuela sin miedo a quedar mal.
Entonces, ¿por qué leerla? ¿Qué puede decirnos esta autora de nuevo? La primera razón es porque, a esta altura, muchas de sus novelas ya son clásicos. El matrimonio amateur o El turista accidental (que fue interpretada en cine por William Hurt y Kathleen Turner) son buenos ejemplos. En segundo lugar, hay que leer a Anne Tyler porque hay pocos autores que, como ella, sepan dar cuenta del vasto entramado socioeconómico de la clase media sin caer en la crítica distante y feroz de quien vive al margen de los convencionalismos, de los barrios suburbanos y los pagos a cuotas.
El repertorio de temas y motivos tylerianos reaparecen en todas sus novelas casi sin alteraciones. No es la excepción su última novela, que recientemente acaba de editar Lumen, El hombre que dijo adiós. Tyler se mantiene fiel en su intención de explorar las formas de funcionamiento y las contradicciones de las familias de clase media, de las familias normales podríamos decir, aunque si se las mira de cerca, resultan estar formadas por un puñado de inadaptados. Para Tyler, los inadaptados son, justamente, los en apariencia sobreadaptados al medio. La gente común. Los que tienen trabajo, casa, coche.
En El hombre que dijo adiós, un tipo llamado Aaron, que es tullido, pero un tullido digno y burgués, director de una editorial familiar (Tyler prescinde de aferrarse a este tema para soltarle al lector una perorata psicoanalítica sobre el asco del propio cuerpo, o la vida en los márgenes o cosas por el estilo) pierde a su esposa llamada Dorothy (médica, gordita, huraña, común y corriente); queda viudo. Luego su esposa se le aparece, pero con suma naturalidad, sin histrionismos fantasmagóricos, en plan “justo pasaba por aquí y se me ocurrió verte”. Poco a poco, a medida que se van dando estos encuentros, descubrimos una red íntima de pequeños malentendidos de pareja, de dolores que no fueron compartidos a su debido tiempo, de infelicidades mínimas, es decir, la clase de infelicidades de las que está hecha la infelicidad.
La historia transcurre en una escenografía habitual y correcta, incluso vulgar en términos imaginativos: la ciudad de Baltimore (Tyler ambienta sus novelas siempre en la misma ciudad), el despacho de la editorial, la casa de la hermana del protagonista, la propia casa donde vivió con su mujer... Nada fuera de lugar, ni tan siquiera el fantasma de Dorothy. La pena de Aaron por la pérdida de su esposa tampoco es desgarradora, del mismo modo que no lo es la muerte de Dorothy, aunque sea accidental; una muerte, por cierto, que sucede después de una ordinaria disputa conyugal sobre unas galletas que no están donde deberían estar.
Hace falta coraje para hablar sobre la muerte de un ser querido, sobre las grises estepas del matrimonio, sobre el duelo, sobre la asfixia doméstica como lo hace Anne Tyler. La escritora tiene una maravillosa y especial sensibilidad para captar la tragedia de la vida. Pero no ese tipo de tragedias que aparecen en los diarios, sino las que nos aquejan todos los días de formas tan absurdas y mediocres que no atinamos a ponerlas en palabras por miedo al ridículo, por considerarlas faltas de épica.
Leer una novela de Tyler es como entrar en casa. Uno se siente profundamente a salvo. Lo mismo que con la propia familia. A salvo, pero no conforme ni feliz, claro. Porque una cosa es estar en casa, y otra, muy distinta, es que se pueda decir sin mentir que no es agobiante la curva de ese sillón vencido por el paso del tiempo, la práctica distribución de los cubiertos dentro del cajón de la cocina, el sonido de la cadena del baño del vecino, los preparativos nocturnos para los programas diurnos del día siguiente, la mansa sensación de cuerpo recostado en el colchón hasta que suene, como todos los días, el despertador.
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