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Domingo, 30 de marzo de 2003

LA ESPALDA DE JAPON

 Por Juan Forn

 

En el invierno, los vientos que soplan desde Siberia acumulan humedad sobre el mar y la dejan caer en forma de nieve cuando se topan con las montañas del Japón. La costa occidental de la isla es, teniendo en cuenta su latitud (la misma que va de Cabo Hatteras a Nueva York y de Barcelona a Marruecos), la región donde más nieva en el mundo: desde diciembre hasta mayo los caminos están cerrados, sólo funcionan los ferrocarriles y la nieve en las montañas alcanza una altura de más de cuatro metros. La expresión “país de nieve” se refiere específicamente a lo más alto de ese sector montañoso, una zona que Yasunari Kawabata bautizó como “la espalda del Japón” en el discurso con que agradeció el Premio Nobel en Estocolmo en 1968 y que, para los nativos de la isla, representa largos e inclementes inviernos, túneles cavados en la nieve, casas oscurecidas por el humo de las chimeneas y un divorcio casi completo con el resto del mundo hasta el retorno de la primavera.
Las termas de montaña como la que aparece en este libro cumplían una función específica en la época en que Kawabata escribió País de nieve, en la segunda mitad de los años 30. Los huéspedes rara vez acudían a ellas por motivos de salud y jamás iban a pasar allí “la temporada”. Puede que esquiaran, que asistieran a las diferentes festividades que se celebraban en la región o que simplemente disfrutaran el espectáculo de la coloración de las hojas de arce y el florecer de los cerezos, pero era muy raro que llevaran a sus esposas. Y no había posada termal que careciera de sus geishas.
La geisha de montaña no era una desclasada exactamente, pero no tenía el aura social de la geisha de ciudad, que solía ser una consumada artífice del arte de la danza, la música, la intriga política y hasta el mecenazgo cultural. La geisha de montaña amenizaba a los huéspedes de las posadas y la distancia que la separaba de la prostituta era más bien sutil. Si bien a veces podían unirse en matrimonio a un huésped frecuente, o lograr que éste le solventara un restaurante o una casa de té, por lo general iban de terma en terma, de posada en posada, cada vez menos requeridas, lo que las convertía en una conmovedora encarnación de belleza menguante y dilapidada.
No es un azar que Kawabata haya elegido a una geisha de montaña como heroína de esta novela, a un acomodado diletante de Tokio como antagonista y al desolado paisaje del “país de nieve” como escenario para ambientar la tortuosa relación entre ambos personajes. Al comenzar los años 30, Kawabata estaba dejando atrás su juventud y redefiniendo su estilo literario. Nacido en Osaka en 1899 y egresado de la Universidad Imperial de Tokio en 1924, había fundado con un grupo de colegas de su promoción la revista Bungei Jidai, con la cual se opusieron al realismo social que dominaba la literatura nipona de la época, difundieron las vanguardias estilísticas europeas y se reivindicaron como neosensualistas. Con la publicación de sus primeros dos libros (Diario íntimo de mi decimosexto cumpleaños en 1925 y La bailarina de Izu en 1927), Kawabata se convirtió en el portavoz indiscutido de la nueva generación. Pero su interés por las novedades literarias occidentales y por las batallas estilísticas de la época fue desplazándose, en los años siguientes, hacia la milenaria tradición estética japonesa. En 1931 se casó y dejó Tokio para instalarse en Kamakura, la vieja capital samurai, y para cuando comenzó a publicar por entregas País de nieve (a fines de 1934), la trama pareció reflejar paso a paso la compleja evolución que estaba experimentando su autor.
Shimamura, el diletante de Tokio que necesita “purgar” periódicamente su mundanidad en las termas de montaña, es un experto en ballet occidental, aunque jamás ha visto uno con sus propios ojos. Su concepción estética queda expuesta en el pasaje hoy clásico del principio de la novela, cuandoprefiere contemplar el rostro de una joven desconocida que viaja en su vagón a través del reflejo que ofrece la ventanilla del tren, en lugar de mirarla directamente, porque de esa manera logra la “distancia” que le permite valorar la belleza sin sus “accidentes” (de ahí su negativa a asistir a representaciones de ballet en vivo). El amor apasionado que despierta en la geisha Komako le planteará un dilema: incapaz de corresponderlo, pero a la vez fascinado por su intensidad, Shimamura optará por repetir y prolongar su estadía en las termas, aprovechando la distancia perfecta que le ofrece la relación huésped-geisha y desestimando las consecuencias de su equívoca actitud. En los raros momentos de franqueza interior, justifica sus actos argumentando que la pasión de Komako impregna de una belleza inédita aquel paisaje tan entumecido como la mirada de Shimamura (el protagonismo culminante del paisaje se alcanza en el formidable capítulo dedicado a la seda Chijimi, trabajada por jóvenes vírgenes en oscuros sótanos al rojo vivo para luego poner a secar en la nieve un día y una noche enteros, cuando adoptará el blanco prístino que la convertirá en la seda ideal para kimonos de verano, porque su delicadísimo hilado “conserva el espíritu de la nieve”).
Un tercer personaje teje su destino al de Shimamura y Komako –o habría que decir un cuarto personaje, ya que el “país de nieve” no sólo es trasfondo y ambientación sino que cumple un rol protagónico en la novela, pero decir tercero es decir triángulo, y ése es el rol que cumple la misteriosa Yoko. Y que cumple por partida doble, ya que dos veces en su vida amará al mismo hombre que Komako, y su enigmática intensidad contribuirá a que la novela alcance su punto máximo de tensión.
Con el tiempo, lo japonés (todo aquello que es, para Occidente, sinónimo de la tradición milenaria nipona: desde la ceremonia del té hasta los haikus y tankas, desde los arreglos florales hasta la caligrafía, desde los jardines zen hasta el go) irá apareciendo sucesivamente en los libros de Kawabata: como tema, como fondo y también como estética. País de nieve fue el momento bisagra, el primer fruto de ese nuevo vínculo del ex neosensualista con la literatura y con lo japonés, su primer libro “de madurez”, según sus propias palabras. ¿Pero cuánto hay del propio Kawabata en Shimamura? La aséptica, seca vecindad con el personaje que nos impone el autor a lo largo de toda la novela habla de un conocimiento más que considerable de esa clase de temperamento. Pero, si en algún momento de la escritura de esta novela su autor se vio a sí mismo como un Shimamura, logró redefinir exitosamente el signo de esa distancia: a diferencia de la de su personaje, hay una inalterable calidez en la distancia de Kawabata con la materia narrada. Esa exigua, casi palpitante distancia se manifiesta tanto con los sentimientos, las acciones y las reflexiones de sus criaturas, como con lo que flota en el aire entre ellos y su época, entre ellos y el pasado, entre ellos y la muerte, vecina o lejana.
Quizás esa distancia la hayan empezado a dictar mucho antes las sucesivas orfandades que marcaron la vida de Kawabata (a los tres años de edad vio morir a sus padres, luego a su única hermana, luego a su abuela materna y, antes de cumplir los quince años, al abuelo que se lo había llevado a vivir con él al campo). Quizá proviniera de un lugar muy diferente: de la reformulación del tono del Genji Monogatari, la monumental novela cortesana del siglo XI que Kawabata comenzó a frecuentar desde los años 30 y que fue el único libro que se llevó en su prolongado autoexilio en Manchuria, durante la Segunda Guerra Mundial. Aquellos que hayan leído Lo bello y lo triste (novela póstuma de Kawabata, vale aclarar) notarán ciertas similitudes no sólo en esa rarísima distancia-vecindad sino también en el planteo argumental, en esta primera versión llevado a sus huesos, con laconismo tan magistral que por momentos parece casi patológico. Teniendo en cuenta el acorde inicial de Lo bello y lo triste (esa insólita alusión, en una novela ambientada en Tokio y enKyoto, al sonido de un tren al sumergirse en un túnel en lo alto de las desoladas montañas occidentales, tan parecido al que lleva a Shimamura, cuarenta años antes, al encuentro con Komako y Yoko), puede pensarse que Kawabata se concedió antes de la muerte revisitar, retorciendo aún más, ese más que tortuoso triángulo que convirtió a País de nieve en su libro más celebrado, e incluso más devorado por sus lectores japoneses.
A tal punto fascinó este libro a sus primeros lectores (aquellos que conocieron la novela en entregas, a través de un periódico de Tokio) que obligó a Kawabata a trastabillar en dos de sus inalterables preceptos de silencio: por una vez, aceptó hablar de dónde venían sus personajes (“Conocí en mi juventud a Komako; no a Yoko, a quien inventé”, confesó) y, también por única vez, decidió reformular el final de uno de sus libros. En 1937, Kawabata había dado un cierre abierto a País de nieve, y así dio por terminada la serialización, dos años después de iniciada. Vaya a saberse cómo se las arreglaron los lectores con el característico protocolo oriental, pero de una u otra manera lograron convencer al autor de que la historia debía continuar. Después de desechar diversos finales sin confesárselo a nadie a lo largo de los años, y cuando ya nadie esperaba enterarse de algo más del destino de Komako, Yoko y Shimamura, Kawabata sorprendió a propios y extraños en 1947, escribiendo un capítulo adicional a la novela y permitiendo que el texto completo se publicara en forma de libro (sólo corresponde decir de ese final que incluye uno de los incendios más inolvidables de la historia de la literatura).
Difícil no relacionar ese anhelo de los lectores de País de nieve –finalmente correspondido por su autor– con las necrológicas aparecidas luego de que Kawabata abriera todas las llaves de gas de su departamento frente al mar en Zushi, el 16 de abril de 1972, y se dejara morir: todas esas necrológicas, como toda noticia biográfica sobre Kawabata en sus libros desde entonces, puntualizaron y siguen puntualizando que “no se halló ninguna nota, ni se ofreció ninguna explicación satisfactoria al suicidio”, delatando como un eco, molesto pero también comprensible, aquella decepción y aquel anhelo por saber algo más, apenas algo más, que produjo la última entrega de País de nieve en 1937. Lamentablemente, esta vez su destinatario no estaba ahí para desechar diversas alternativas tomándose su tiempo y, por fin, cuando ya nadie lo esperara, sorprender a todos con la más perfectamente idónea.

por J. F.

Como Borges, como Hemingway, como Nabokov, Kawabata nació en 1899, pero a él le tocó irrumpir en el mundo en Osaka, Japón. Sucesivas orfandades marcaron su infancia: primero las muertes de su padre y de su madre, cuando tenía dos años; poco después las de su única hermana y su abuela materna. Al comienzo de la adolescencia quedó definitivamente solo, con la muerte de su abuelo materno, y partió a estudiar a la Universidad Imperial de Tokio. Luego de llamar la atención con sus primeros cuentos, Kawabata se convirtió casi sin proponérselo en el emblema de los jóvenes “neosensuales”, que se oponían a la literatura proletaria nipona de los años 20. A la luz de sus libros, resulta por lo menos curioso que se lo acusara de occidentalizado y víctima del dadaísmo y el expresionismo, pero lo cierto es que Kawabata conservó durante toda su vida un gusto por las formas artísticas occidentales (en cierto modo similar en su pudor al de Kurosawa, e igualmente malinterpretado por la crítica de su país) mientras construía una obra japonesa hasta la médula.
Durante la Segunda Guerra prefirió mantenerse íntimamente neutral: se autoexilió en Manchuria, donde se dedicó a estudiar el Genji Monogatari, la legendaria novela del siglo XI. En Occidente se conocen especialmente sus libros del período de posguerra, de los cuales se han traducido al castellano El lago (novela, 1954), La casa de las bellas durmientes (tres cuentos de 1961, prologados luego por Mishima, a quien Kawabata descubrió y apadrinó), Mil grullas (1952, que gira enteramente en torno de la ceremonia del té) y Lo bello y lo triste (novela, 1972). Todos ellos están hoy, lamentablemente, fuera de catálogo, si bien pueden conseguirse en mesas de saldo o en las versiones en inglés que publica Kodansha, el sello que difunde en Occidente la literatura japonesa.
Así como el haiku ocurre esencialmente en el cruce entre el movimiento y la quietud, la obra de Kawabata se interna como una lámina finísima por la grieta sin nombre entre el amor y la soledad. Venerado en forma unánime por todos los grandes escritores japoneses (desde Tanizaki hasta Murakami), Kawabata resumió con estremecedora sencillez su estética en su discurso de recepción del Premio Nobel en 1968: “Sólo quise embellecer la muerte, y buscar una armonía entre el hombre, la naturaleza y la nada”. Cuatro años después, abrió todas las llaves de gas de su casa de verano en Zushi y se dejó morir.

 

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