Domingo, 1 de septiembre de 2013 | Hoy
Con Crímenes y jardines, la continuación de la saga abierta por El enigma de París, Pablo De Santis confirma que ha encontrado un territorio, una iconografía y una época ideales para construir sus tramas de misterio y acción. De índole borgeana pero sin abusar de lo erudito, en esta entrega se marca la entrada a la adultez de un joven detective, que va descubriendo, en jardines intrigantes e interiores enclaustrados, las amarguras e ironías de la vida que se abre al peligroso mundo exterior.
Por Martín Pérez
Que muera o se recupere. Esos son los dos grandes miedos del joven investigador Sigmundo Salvatrio ante la enfermedad de su mentor, el detective Craig. “En los últimos tres años yo había resuelto enigmas bajo la sombra de su nombre, pero sin rendirle cuentas”, confiesa Salvatrio. “Su salvación o su caída me harían perder mi lugar”, concluye.
Así es como comienza Crímenes y jardines, segunda de las novelas de Pablo De Santis ambientadas en el mundo de Los Doce Detectives, superhéroes de la investigación del fin del siglo XIX, imaginarias celebridades internacionales de la época de los folletines. Pero, lejos de anticipar la trama del libro, su primer capítulo es una suerte de breve prólogo, que permite poner a Salvatrio en su lugar. Si el más joven de los Detectives supo hacer de Watson ante el Sherlock Craig en la iniciática El enigma de París –la anterior novela de la saga–, aquí lo seguirá siendo in-absentia, viviendo en su hogar, cuidado por su viuda y por Angela, su cocinera y ama de llaves. Porque recién luego de la muerte de Craig comenzará la novela de la adultez de Salvatrio, con una desaparición –su primer caso sin Craig– resuelta con el descubrimiento de un crimen, que sucedió en un jardín que será el primero de muchos jardines.
“Ni los pobres ni los ricos me consideran como uno de los suyos”, recuerda Salvatrio que le decía Craig desde su lecho de enfermo. “Pertenecemos a la raza de las rarezas, que forman los seres condenados a la soledad y al asombro: los unicornios, los centauros, las esfinges”. Algo parecido –dejando de lado los extremos mitológicos– se puede decir del propio De Santis como autor de novelas que nunca han terminado de ser ni realistas ni fantásticas. Borgeano pero jamás pasado de erudito, y solemne sólo en virtud del tono buscado para sus historias, el cómodo autor de libros infantiles y eficaz guionista de historietas que es De Santis, pareció encontrar un lugar perfecto desde donde construir sus tramas con la premiada El enigma de París. Un sitio anacrónico, anclado en la historia pero con mucho lugar para la imaginación. El París de la Exposición Mundial entonces, la Buenos Aires del cambio de siglo en esta segunda novela, el mundo de Salvatrio y los Detectives es una escenografía ideal donde los personajes de De Santis viven sus vidas acotadas pero plenas, al servicio de enigmas que son su razón de ser, pero al mismo tiempo no funcionarían sin ellos.
De Santis asegura que todo libro es un jardín, el modelo de un mundo. Tanto El enigma de París como Crímenes y jardines son jardines que saben que su vida ha terminado. Hay un nuevo mundo esperando abrirse paso, y difícilmente sobrevivan ante esa nueva luz. De ahí proviene la melancolía que inunda sus tramas y personajes, y que oscurece sus enigmas acercándolos al clima noir de la novela negra. Pero los policiales de De Santis devuelven los crímenes a los salones, los sacan de las calles de ese nuevo mundo al que supieron enfrentarse detectives como Marlowe o Sam Spade. El jardín de Salvatrio es el mundo del siglo XIX, con la ñata contra el vidrio del futuro. Pero de este lado, del lado de los enigmas. Un jardín minucioso y laberíntico, que la cuidada prosa de De Santis hace que siempre sea un disfrute recorrer, mientras el mecanismo de la novela avanza, implacable y eficaz.
Crímenes y jardines habla de una serie de asesinatos cometidos alrededor de una pequeña secta, apenas casi un grupo de amigos, dedicados a los jardines, pero no a cultivarlos sino a pensar sobre ellos. Como dice la esposa de la primera víctima de la serie de asesinatos, un anticuario ahogado en la fuente del ruinoso jardín de su casa: “A mi marido le interesan los jardines mentales, no los de verdad. Es incapaz de regar un malvón”. Las discusiones del grupo giran alrededor de dos extremos, según resume otro de sus integrantes. Por un lado, “el jardín como representación de lo salvaje, del mundo anterior a la civilización, a la cultura”. Y por el otro, “como un orden ideal donde se destaca el ingenio humano, el diseño”. Ante semejante dicotomía, las novelas de De Santis formarían parte inequívoca del diseño, la civilización y la cultura. Y, sin embargo, para poder existir deben refugiarse en sus anacronismos, porque una sobredosis de “civilización” y “cultura” las haría desaparecer en el aire, como vampiros ante la luz del sol.
La paradoja vital de la saga protagonizada por Salvatrio es que, a pesar de que sus enigmas –y su resolución matemática– son los que justifican su existencia, una novela como Crímenes y jardines cobra vida sólo a partir de lo que subsiste más allá de su mecanismo implacable. Como la subtrama del Hotel de los Suicidas, cada pequeño detalle de la relación que lo une a la viuda Craig, o la sorpresiva reaparición de Greta, un indispensable interés romántico de Salvatrio, rescatada de El enigma de París. También el inesperado descubrimiento de Juan Troy, alumno olvidado de la academia de Craig, o los avatares de la vida poética y periodística de Jerónimo Seguí, el cliente inicial de Salvatrio. Ninguno de ellos –hay más: el editor Saturno Valadés, el taquígrafo Solanet, y siguen las firmas– necesita de un capítulo propio sino que se entrecruzan hábilmente. Tanto que el cameo estelar de la novela, el encuentro de su protagonista con Carlos Thays --el diseñador de los espacios verdes de la ciudad-- en su hogar en el Botánico, resulta menor al lado de un admirable desfile de personajes protagónicos y secundarios que se disfrutan antes y después de la trama de una novela dinámica y melancólica, jardín al fin y no sólo paseo, un lugar donde perderse. Pero sólo para, inevitablemente, terminar encontrando la salida.
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