Domingo, 1 de septiembre de 2013 | Hoy
Hugo Gola, Francisco Madariaga, Edgar Bayley, Joaquín Giannuzzi: Rodolfo Rabanal convoca estas cuatro voces poéticas para reflexionar sobre un posible, injusto, olvido de algunos de nuestros escritores más entrañables. Pero también para pensar la intimidad como una forma superadora de la dimensión personal.
Por Rodolfo Rabanal
Ninguna fecha conmemorativa motiva esta nota. Ningún acontecimiento notable me obliga a su memoria, pero ocurre –en ocasiones– que sin buscarlo nos “ataca” un recuerdo como si una voz perdida nos hablara al oído.
Todo empezó con un verso de Hugo Gola que dice: “Cuando cierro los ojos/ y no veo la calle/ es cuando mejor la veo”. Me lo repito como un ritmo, porque sí, dado que la poesía es ese gusto inadvertido, esa cadencia que acompaña a la cadencia del andar sin que la razón precise asistirla con la intrusiva presencia de una explicación que al final es un quebranto.
Pasó después que a esos versos siguieron otros enredados con la imagen de Hugo Gola tomando cerveza en la rambla soleada del litoral santafesino una larga tarde del verano de 1987. De inmediato –pero la velocidad de la mente es inexpresable– recuperé la sonrisa de Francisco Madariaga recitando en monotonía antienfática el siguiente canto: “Graciosa mía, tiernísima apostada contra/ el verano sordo,/ofréceme en tu pecho un bello hilo de fuego/para grabar mi historia sagrada”.
Tanto Hugo como Francisco me honraron con su amistad intermitente, aislada y atenta. Tanto ellos dos como Edgar Bayley –otra amistad leal y tardía– me instruyeron en el rumor poético del idioma argentino en diversos tonos. En algún momento, con la famosa voz de aguardiente y cerca de la mano izquierda un vaso a la manera de sagrada compañía, Edgar recitaba: “No esperes nada/sino las rutas del sol y de la pena/Nunca terminará, es infinita esta riqueza abandonada”.
Solíamos coincidir en congresos llamados “literarios”, aquí y allá, en hoteles céntricos, en algún boliche de la calle Viamonte, en la generosa Universidad del Litoral o en rincones culturales de las provincias más alejadas, abiertas, en los ’80, al jolgorio nuevo de la democracia.
Fue mi admiración por la poesía la que me llevó a ellos, fue mi apego al andar hechicero de las palabras la que me ayudó a escucharlos. Registro, por ejemplo, la controlada parsimonia de Hugo quebrando los versos en una especie de leve síncopa al decir, despacio: “Qué descuido/Qué desdén/Qué muerte/Se incuba/Cuando olvidas...”. Ya ni sé dónde estábamos, quizás en el Paraninfo del Litoral, quizás no, pero lo que importa es, precisamente, la permanencia que se desliza o repliega y expande en el tiempo como si el tiempo fuera el espacio. Y esa extraña, calma emoción que perdura.
Eliot dice en alguna parte que la poesía no consiste “en dar rienda suelta a las emociones sino en huir de las emociones; no es una expresión de personalidad sino una huida de la personalidad. Pero naturalmente sólo quienes poseen personalidad y emociones saben lo que significa huir de ellas”. El preciso diagnóstico de esa puja, de esa tirantez entre contrarios, contribuye a perfilar el dibujo de las personas y las obras respectivas de por lo menos dos de los tres poetas aquí evocados: Gola y Madariaga, y más Gola que Madariaga, cultivaron –en alguna medida– esa fuga, esa huida a la que alude Eliot en beneficio de una contención que, sin ser renuncia, buscó la exactitud, tal vez para pulir los bordes peligrosos del sentimiento.
Así, Francisco Madariaga detalla el instante de un mendigo en la encrucijada: “Suave como las moscas o las ratas de/la colina/Así cantaba el leproso Hilarión contra/su sangre./Una avispa alazana le bordeaba/el vino,/Y el hurón de un gitano le rondaba la carne”. Y en Gola, esta breve y austera percepción de intriga última: “Y ahora/que cae el sol/sobre tu carne/¿qué esperas?”.
Edgar Bayley, en cambio, a veces parecía no caber en sí mismo. Y con todo, podía sofrenarse y achicar su talla (alta y robusta) para referir una circunstancia vasta:
“Avanzan las sombras y las luces/poco a poco/en la bahía/¿Estoy despierto?/¿Juego mal?/¿elijo bien la flor de mi destino?”. Aquí no se descarta la emoción, pero el poeta evita que ella lo envuelva. Todos ellos fueron dueños de esa destreza.
Hay, en esta selección improgramada, en esta opción hecha de inclinaciones inmodificables, un cuarto nombre que comparte, aunque desde un ángulo poético distinto, la misma generación de los tres anteriores; me refiero a Joaquín O. Giannuzzi, quien, quizá como nadie, supo implicar la intimidad en el abismo como quien alcanza a figurarse la tormenta en la superficie redonda de un vaso de agua, no por especulación con lo trágico sino porque le era inevitable la sospecha de lo infinitamente posible. Cuando en su poema “La disolución” Giannuzzi constata para sí y nos advierte (a todos) que “Nada eterno me rodea”, se huele como la inversión de un milagro. No obstante, hay que leer una vez más “Mi hija se viste y sale” para sentir que el absoluto habita el presente, que lo cotidiano, incluso lo familiar, redefine el cosmos: “El perfume nocturno instala su cuerpo/ en una segunda perfección de lo natural/(...) Un dulce desorden se inmoviliza en torno/ hasta que un chasquido de pulseras al cerrarse/ anuncia que todas mis opciones están resueltas./ Ella sale del cuarto, ingresa/a una víspera de música incesante/y todo lo que yo no soy la acompaña”.
A los cuatro los sobrevive Gola en algún lugar de Buenos Aires que ignoro. Y me pregunto –acaso injustamente– ¿por qué esta suerte de olvido que los cubre? ¿No hay lecturas públicas que recojan y difundan tanta bondad? ¿Hay nuevas ediciones en preparación? ¿Se los lee en los colegios? ¿Se los discute en grupos “especializados”?
Tampoco cultivamos el ejercicio prodigioso de la memoria: Nadiezhda Mandelstam llevaba en su cabeza la obra entera de su marido, Osip. Ana Ajmátova recordaba al dedillo su propia obra y buena parte de la poesía de Marina Tsvietáieva. Josep Brodsky aseguraba –con acierto– que recordar es preservar la intimidad. Pero, en fin, no somos rusos. Con todo, estas cuatro voces no deben perderse, de algún modo son una forma valiosa de nuestra intimidad.
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