El escritor de origen esloveno Boris Pahor acaba de cumplir cien años, acontecimiento que coincide con la publicación de Necrópolis, un viaje de la memoria a los campos de concentración del nazismo y una reflexión sobre la resistencia humana.
› Por Andrés Tejada Gómez
Dachau, Sachsenhausen, Bergen-Belsen, Treblinka, Buchenwald, Auschwitz son nombres propios de espacios donde el horror, la miseria y la violencia extrema circulaban como modo habitual de relacionarse entre seres humanos. Sitios donde el límite de la crueldad, el sadismo y la vejación habían sido traspasados de manera tajante. Un fragmento monstruoso de la historia del siglo XX que instala el infierno en la tierra y parte en dos el relato de la humanidad. La atrocidad a gran escala, de forma sistemática y mecánica, es un abismo demoledor donde se arrojó la especie con afán desmesurado. Desentendernos de la gravedad de lo ocurrido sería no haber aprendido ni un ápice en términos éticos. Y de manera lamentable, tal vez sea cierto que no hemos aprendido ni evolucionado en aspectos imprescindibles. Ya que debemos tener en cuenta que “el ritmo con que se despierta la conciencia humana es desesperadamente vago”.
La cita del párrafo anterior pertenece a Boris Pahor, narrador de origen esloveno que acaba de cumplir cien años y es un sobreviviente del campo de concentración de Natzweiler-Struthof. Nació en Trieste, Italia. Desde muy chico debió sufrir el hecho de sentirse parte de una minoría. Su lengua materna estaba prohibida luego de la anexión que hiciera Italia de ese territorio. Por lo tanto, no sólo conoció la brutalidad del nazismo: ya desde su juventud estaría habituado a la infamia del fascismo. Sobrevivió a la masacre, a la brutalidad enmascarada de ideología y tuvo el suficiente coraje como para ponerlo por escrito. Necrópolis es un osado y valiente testimonio del agrio destino que tuvo que afrontar. El texto se atiene al formato de memoria novelada, narrada a través de una primera persona distante pero ambiciosamente descriptiva; una voz literaria que relata los hechos que ha visto y vivido desde una precisión minuciosa. Su autor, a pesar de lo frágil y vulnerable que puede ser su tópico, no abandona el lirismo como recurso desde donde afirmar la narración. Ya en el principio su historia no está exenta de un tono que pone en escena una tensión dramática: Pahor vuelve al campo de concentración donde su existencia se ha modificado para siempre y se encuentra con un grupo de turistas que nada pueden entender sobre lo que allí ha ocurrido. El abismo del mal convertido en espectáculo, el bullicio de los que no han padecido su dolor ni pueden imaginarlo y la extraña sensación de que “ni la muerte ni el amor soportan testigos”, lo irritan. El narrador no esconde ni elude su disgusto frente a esos intrusos-espectadores de su existencia pasada. Considera que esos hombres y mujeres perturban, confunden las entristecidas raíces de su memoria, opacan la vulnerabilidad sagrada de las víctimas. Esa sensación extraña lo castiga y lo persigue. “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”, nos enseñó Marx. Sin embargo, esas inesperadas presencias, al principio hostiles, resultan el punto de partida para narrarse una vez más su ocaso y reflexionar sobre aquello que lo ha marcado definitivamente.
El conocimiento del alemán le permitió trabajar como traductor y luego como asistente de la enfermería del campo. Su función fue la de intérprete, pero no como un colaborador del régimen sino como un medio para mantenerse apenas vivo: “... el trabajo es para el hombre ante todo un medio de huir de sí mismo, sobre todo cuando se halla en medio de una devastación que crece como una marea que nada puede detener”. La malintencionada sentencia que se ponía en las puertas de los campos, “Arbeit macht frei” (“El trabajo te libera”) adquiere un nuevo significado desde la perspectiva de Pahor. A partir de ahí, intentará hacer todo lo posible por ayudar a mantener en pie la dignidad humana. Deberá enfrentarse a relaciones que lo pondrán frente a cuestionamientos que lo arrinconarán ante la culpa y la pesadumbre. Pero a pesar de ello intentará mantener su espíritu con vigor y lejos de la atroz deshumanización a la que el campo lo arrastra. El testimonio de Pahor es un evidente ejemplo de poder hallar en el ámbito más tenebroso una hendidura por donde seguir resistiendo. A pesar de haber pasado por la humillación, el desprecio y el dolor extremo de ver cómo iban muriendo compañeros de reclusión en cantidades demenciales, no se percibe en su prosa un ánimo vengativo. De hecho, hacia el final del libro, el tono se vuelve más intimista y siente la obligación de corregir las hipótesis del médico André Ragot, publicadas en su libro NN Nuit et Brouillard. “No tienes razón, porque sin darte cuenta aceptas el mal que te atacó. En tu ira sagrada fallas como médico”, expone el autor. Pahor debe ser leído a partir de la órbita que se establece con autores tan sugerentes y relevantes como Imre Kertész, Primo Levi o Jorge Semprún. Ya que el mandato de ellos es mucho más que un intento por narrar sus propias experiencias: es una interpelación universal a la condición humana.
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