El crecimiento de los hijos como un suceso fabuloso e incontrolado es la materia de unos cálidos poemas de Yaki Setton.
› Por Mariano Dorr
El crecimiento de un hijo es un acontecimiento dos veces imposible: no hay modo de observarlo con claridad y al mismo tiempo es aquello mismo que un padre no deja de registrar ni por un instante. Es incluso una frase hecha: los chicos crecen. Y si no dejamos de repetirla es justamente porque resulta increíble. El tiempo parece haberse detenido (en una fotografía, una caricia, un viaje en taxi) en el momento exacto de acelerarse: “Los veo crecer y me aferro a ellos / con un enérgico abrazo para que no escapen / y se entregan a él como si fuera la despedida”, escribe Setton (autor de La revuelta surrealista y de los poemarios Quirurgia, Niñas, La apariencia de lo espléndido y Nombres propios, entre otros textos). La obsesión por la búsqueda y la recuperación de la memoria impregna sus versos y hace del encuentro, de la captura del pasado (o del presente que huye) una colección de epifanías.
La música popular opera como un puente de traducción, una vía de comunicación probable entre lo que ocurre de un lado y otro, entre el poeta y sus hijos: “Dylan es nuestro cordón umbilical”. Si la voz del padre y su palabra grave se vuelven un ridículo simulacro de autoridad (al menos para quien porta esa voz), la cultura del rock aparece como un modo de comunidad de la escucha. Despertarse a las siete de la mañana un domingo y no encontrar nada mejor que la discografía completa de “los Smiths” en mp3. La educación musical es un amoroso aprendizaje y un redescubrimiento; el mundo es otro visto a través de los ojos de un hijo amado: “Treinta años más tarde escucho por primera vez London / Calling de los Clash. El me enseña mientras oímos juntos / y hay algo que ya perdí y gané. A sus dieciséis años conozco / lo que a mis dieciocho no supe conocer”. Hay una dolorosa decodificación de sentimientos; si ellos ríen, el poeta experimenta alegría; si sufren... “no tengo nada que hacer”. El dolor de los hijos es para el padre desesperación a secas. Miedo, preocupación, insomnio o asombro son apenas algunas de las formas de reaccionar ante las periódicas ausencias y salidas nocturnas, evidencia de la libertad lograda y ya incontenible.
Los versos aparecen escondidos en una caja que podría confundirse con prosa. El corte de las frases no está dado por comas ni por la búsqueda forzada de silencios. El silencio es, antes bien, uno de los misterios que envuelven La educación musical de Yaki Setton; el poeta reconoce que uno de sus hijos estudia armónica desde hace dos años y aun así nunca llegó a oírlo. En cambio, la vida del padre se nutre de las carcajadas de sus hijos; del amor que sienten por una novia o por su madre: “Me gustaría ser él cuando su madre lo abraza”. La contemplación de lo que ocurre en el interior del hogar adquiere la forma de una fenomenología de los afectos familiares. Las llamadas telefónicas entre uno de los chicos y su novia. Ella se va de vacaciones y el padre sabe si hablaron o no –sin preguntar– por la tristeza o la alegría del hijo: “Imagino cómo será el reencuentro. Contar los días, / los minutos, las horas hasta verse cara a cara y besarse. / Deseo ese momento y me alegro por él”. Es el minucioso despliegue poético de la fascinada pasión de un amor cuyo destino natural es, de algún modo, la separación (aunque “nada ni nadie nos va a separar”), y donde la distancia es tanto un duelo como un objetivo.
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