Domingo, 22 de septiembre de 2013 | Hoy
Después de una serie de libros de cuentos y una nouvelle, la primera novela de Margarita García Robayo gira alrededor de una oblicua historia familiar, focalizada en la inolvidable figura de un padre misterioso, que atiende clientes o pacientes, y que para unos es un brujo y para otros un sanador especialista en ciencias ocultas.
Por Juan Pablo Bertazza
Cartagena de Indias es quizá la ciudad del mundo con mayor amplitud histórica. Es decir, uno de esos lugares del planeta donde conviven —y se superponen— diversos períodos de tiempo muy alejados entre sí. Una animada agenda perpetua, un reloj universal de infinitas agujas.
Muy pocas cuadras separan la parte colonial —el centro histórico conformado por alrededor de cincuenta manzanas de esa ciudad amurallada que trató de contener el ingreso de innumerables piratas europeos— de Bocagrande, la parte moderna. Rebosante de bares de dos pisos, shoppings, hoteles de cadenas internacionales y cajeros automáticos activísimos, esta zona de Cartagena parece recrear —o, mejor dicho, mirar a— Miami.
Margarita García Robayo nació en 1980 en esa ciudad a la que llamaron la heroica, luego de resistir tres meses los infructuosos ataques de la Corona española intentando recuperarla, y desde hace casi diez años vive en Buenos Aires. Lo que no aprendí es su primera novela, esperada porque antes cosechó muy buenas críticas y traducciones a varios idiomas con sus tres libros de relatos —Hay ciertas cosas que una no puede hacer descalza (2009), Las personas normales son muy raras (2011) y Orquídeas (2012)— y su nouvelle Hasta que pase un huracán (2012). Pero, en cierta forma, esta novela es parte de ese éxito y de esa búsqueda que van dando un nombre reconocido a su autora, en el sentido de que hace varios años venía madurando en su cabeza y en su computadora, incluso en simultáneo con otros proyectos y otras escrituras de quien es, además, la directora ejecutiva de la Fundación Tomás Eloy Martínez.
Lo que no aprendí es una novela de iniciación escéptica o que, por lo menos, no esconde sus dudas. Uno de esos libros que, tal como indica la propia autora hacia el final, dan cuenta del proceso de escritura, un libro que muestra los intentos, los logros y las frustraciones. Una novela sobre la memoria, sobre la construcción retrospectiva del pasado que implica, al mismo tiempo, la delineación identitaria.
Margarita García Robayo propone una novela autorreferencial, acerca de su infancia y su familia en una ciudad de Cartagena que conversa con la política del país, entre mediados de la década del ‘80 y principios de los ‘90. Una familia numerosa, fuente interminable de historias, anécdotas, chismes y conflictos, comandada por un padre prestigioso, respetado, tierno, pero algo hermético en cuanto a su profesión.
Hay psicólogos que aseguran que un signo inequívoco a la hora de indagar en la comunicación entre un padre y su hijo es atender el grado de conocimiento que tiene el niño acerca del trabajo de su progenitor. Y es interesante porque el padre de la familia de Catalina (así se llama la protagonista) reluce, deslumbra, pero nada revela acerca de su vocación. Catalina ve acumular filas de personas aguardando por su llegada, personas que no entiende si son pacientes o clientes, ansiosos por recibir la desinteresada y, en muchos casos, gratuita cura de ese hombre al que algunos llaman brujo, otros llaman sabio y algunos aseguran, simplemente, que es un avanzado en ciencias ocultas.
El preciso y precioso título de la novela refiere a esa incertidumbre acerca de la profesión del padre, una duda que carcome la conciencia y la curiosidad de Catalina y que, en los años de su adultez, se trasladará a lo que significa la volatilidad de la memoria, sobre todo la de su padre, que, según pasan los años, se va convirtiendo cada vez más en un ser mítico. Casi sin sustento real.
Al igual que la ciudad de Cartagena —y al igual que la vida de Margarita García Robayo—, Lo que no aprendí también está partida en dos. La primera parte, anclada en el puerto de Cartagena, pone de manifiesto cómo las vicisitudes de la familia van alimentándose con los principales hechos políticos del país: candidaturas políticas vacías que incluyen el ofrecimiento de un muy alto cargo al padre de Catalina, la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico y, sobre todo, ese acuerdo lleno de suspenso entre Pablo Escobar y el gobierno colombiano que terminó con su entrega, con el objeto de evitar así su extradición a los EE.UU., en lo que hubiera sido una entrega simbólica de la relación de tan larga data entre Colombia y el país del Norte. Fue así que el líder del Cartel de Medellín terminó recluido en junio de 1991 en una celda de lujo custodiada, al menos, por tres centenares de efectivos del ejército colombiano, dos años antes de ser asesinado. La temprana anulación de la vida política de Escobar y su lenta persecución van incidiendo en los propios enigmas de la familia de Catalina, y hasta parecen coincidir en su desenlace.
Como si fuera la zona de Bocagrande del libro, la segunda parte de la novela está anclada ya no en Catalina sino en la propia Margarita, durante sus primeros años de estadía en Buenos Aires. Las primeras relaciones, los primeros intentos de recomponer los recuerdos de infancia. Y, sobre todo, las estrategias desesperadas por hacerse fuerte ante las noticias que recibe de su Cartagena natal. A pesar de su brevedad, esta segunda parte contiene la escena más fuerte del libro, justo cuando ella recibe una noticia inesperada, la peor noticia, al mismo tiempo que le van cayendo gotas de semen, sin haber sentido nada de placer al recibirlas.
Lo que no aprendí es una de esas novelas que tiene muchísimo trabajo y conciencia de sí misma. En ese sentido, quizá no es una lectura que fluye, pero sí que va fluctuando de manera interesante y constante entre dos polos: el pasado y el presente. Y en el medio eso que nunca se aprende: la convivencia con el desamparo, la vida como esa baldosa floja que está en el medio de dos momentos de la historia.
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