En Vidas opacas, la dramaturga Lucía Laragione cuenta la historia de su familia que, como pocas, estuvo signada por la política argentina: se trata de su padre, el escritor Raúl Larra, miembro activo del Partido Comunista y autor de la primera y controvertida biografía de Roberto Arlt. Pero la novela de Laragione también avanza desde los años ’50 en dirección al presente, logrando una incursión extrema en la historia íntima.
› Por Ana María Shua
Lucía Laragione es una gran dramaturga. Tuve el privilegio de leer una de sus obras, Cocinando con Elisa, mucho antes de la puesta en escena que la hiciera famosa, cuando apenas conocía a su autora. Sin dirección, sin actores, sin escenografía, apenas letras sobre el papel, palabra pura, ese texto poderoso revelaba una escritora de alta gama, compasiva, inteligente y cruel. Entre otros, los textos dramáticos de Laragione, Criaturas de aire y El reino de las imágenes nítidas, confirmaron esa primera impresión. Vidas opacas es un libro de otro género y otro tono. Se trata de una novela realista y autobiográfica, que por momentos causa la impresión de estar espiando a través del ojo de una cerradura. Y sin embargo, las mejores cualidades de la autora vuelven a surgir, incontenibles: la compasión, la inteligencia, la crueldad.
Esta es una historia de familia que es al mismo tiempo la historia del país. Los acontecimientos de la época se entretejen con el destino de los personajes y de alguna manera lo determinan. Conocemos la historia a través de la mirada de una chica de doce años en la mitad del siglo XX. Es una mirada llena de dolor y de furia que, en una sociedad profundamente hipócrita, trata de reconstruir un relato que se le desmorona por momentos: todo a su alrededor son mentiras, falsedades, ocultamientos. Nada se sabe, todo se insinúa, los secretos se asoman por debajo de la ropa como el borde de una enagua demasiado larga. La protagonista, la novela misma, se ven obligadas a una reconstrucción de la realidad, tendiendo puentes sobre los agujeros del significado.
Son los años ’50, es la izquierda argentina, el viejo PC. La Revolución Libertadora (para muchos, la “fusiladora”) ha derribado el gobierno de Perón, ha prohibido incluso que se pronuncie o se escriba su nombre. El “tirano depuesto”, odiado por buena parte del país, sigue gobernando, sin embargo, en los corazones y en la esperanza de la mayoría. El padre de nuestra protagonista es un militante y un dirigente comunista, siempre perseguido por el gobierno de turno. Ha sufrido la cárcel con Perón, volverá a la cárcel con Aramburu y, sin embargo, su hija es, para la gente del barrio modesto en el que viven, al borde de la pobreza, una enemiga, una rusita “contrera”.
La muchachita se enfrenta al misterio de la vida, de la historia, de la familia. Está sostenida por el amor de su padre, escritor, intelectual, heroico, en tantos aspectos admirable y admirado. Y sufre la indiferencia y el abandono de su madre, que vive por y para su marido, que sólo parece amar a su hijo varón. Y sin embargo, Lucía Laragione no se confunde, aunque pueda recordarla y reproducirla, no tiene la mirada angustiada y llena de odio de una chica de doce años. Por eso, en los intersticios de esa visión, nos cuenta, con piedad y comprensión, todo lo que sabe y entiende ahora, desde otro tiempo, sobre esa mujer que fue su madre, Sara Papier, soterradamente rebelde y castigada sin pausa, autora de un libro de cuentos del que nadie habla, escondido en un rincón de la biblioteca y que se llama, precisamente, Vidas opacas.
Poco a poco, en el punto de vista inexperto y confundido de la chiquita se va infiltrando la mirada adulta. Sin enmascaramiento, sin tapujos, desfilan por la novela los nombres más conspicuos de la izquierda argentina. Allí están Alvaro Yunque –el preferido entre los amigos del padre–, Héctor Agosti, Rodolfo Ghioldi, Barletta, y el famoso monje negro del partido: Victorio Codovilla. Todos pasarán tarde o temprano por la mítica editorial comunista Futuro, fundada y sostenida por Raúl Larra, el padre de la autora.
Otras historias confluyen en el cauce del relato central: la de Olga Benario y Carlos Pretes, por ejemplo, una historia real de militancia, amor y muerte. Pero desde la comprensión adulta, dura, sin ilusiones de Lucía, los ideales románticos no intentan ocultar el férreo control que limita y oscurece a los comunistas del mundo: el stalinismo, siempre presente, siempre listo para asfixiar la libertad de pensamiento en nombre de la revolución a la que defiende tan mal.
Yendo y viniendo a través del tiempo, Laragione nos lleva al ’73, con la vuelta de Perón a la Argentina, a la dictadura militar, a la guerra de Malvinas y, finalmente, a tiempos recientes. Si al principio la historia familiar puede tener algo de reminiscencia proustiana, poco a poco se va revelando como una tragedia de Shakespeare en que todos los personajes terminan muriendo con horror y con violencia.
En la segunda parte del libro, un personaje que había pasado inadvertido crece hasta ocupar todo el espacio disponible, hasta absorber todo el oxígeno del aire, que se vuelve irrespirable. El destino trágico del hermano se convierte en el agujero negro alrededor del cual se desnudan las desdichas y falencias de la familia. Es el símbolo del fracaso que pone de relieve el egoísmo de ese padre seductor y mentiroso, al que su historia de militante no logra aliviar su responsabilidad en la catástrofe familiar.
Ni siquiera los primos ricos se salvan en esa familia destrozada por sus propios errores, pero también por el mismo destino injusto y cruel que nos destrozó el país y las esperanzas a tantos argentinos. Contada desde la perspectiva de su prima, una sobreviviente, está aquí la historia pública y dolorosa de Osvaldo Sivak, dos veces secuestrado y finalmente asesinado por los mismos policías que supuestamente lo habían rescatado, y de sus hermanos Jorge y Horacio, vidas tempranamente interrumpidas.
En la contratapa de Vidas opacas, Alicia Dujovne Ortiz nos habla de un libro valiente y desgarrado, escrito con las vísceras. Podríamos agregar que aquí la escritura es excavación de la carne, que llega hasta el hueso, se adentra en la oscuridad hasta tocar el origen de la desesperación. Como esa nena que asiste fascinada al despliegue musical y fantasmagórico de un recital de Paulina Singerman en el Odeón, Lucía Laragione avanza, enmudecida, hacia el teatro de sus propios fantasmas, que son también los nuestros, derrotando al olvido. Imaginando, reinventando, convirtiendo sus sombras en presencias.
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