Domingo, 27 de octubre de 2013 | Hoy
París puede ser mucho más, y mucho menos, que el halo de romanticismo y bohemia con que lo supo adornar la literatura. En Anclao en París, un original díptico de dos nouvelles de Gabriel Vommaro, se trata de una moderna ciudad hostil al extranjero, pero que abriga aún destellos de erótica sensualidad, patafísica y existencialismo.
Por Juan Pablo Bertazza
Cuando en marzo del año que viene treinta escritores representativos de nuestra literatura (cuyos nombres aún no fueron divulgados) viajen a París –Argentina es el invitado de honor del Salón del Libro de 2014–, tendrá lugar un primer gesto de amor correspondido en una larga relación afectiva que supo ser unilateral. París como referencia y horizonte ilustrado de todo intelectual, París como el gran legitimador del tango, París como el escenario ineludible de Rayuela y de tantos cuentos de un escritor que, tal vez, empezó a consolidar su fama, precisamente, desde 1951 (año en que llegó a la Ciudad Luz) y de quien, dicho sea de paso, en 2014 se estará celebrando el centenario de su nacimiento.
Al igual que los personajes de su novela, mientras circulaba por Saint-Michel, Saint-Germain-des-Près y los característicos Pont des Arts, Pont au Change y Pont Neuf, Cortázar no se sentía un extranjero; estaba más a gusto en el desarraigo que en su propia casa, y en ese sentido no es casual que de las dos grandes partes en que se divide Rayuela sea, inexorablemente, la primera, “la del lado de allá”, la que transcurre en París, la más recordada, la más vigente en el imaginario y el recuerdo de lectores argentinos.
Además de elegir un género, patentar un estilo y una voz literaria, hay obras que también conquistan –y acaso busquen clausurar– un punto geográfico –Villa Crespo en Leopoldo Marechal o Palermo en Borges, una ciudad como la París de Cortázar–. En su sorprendente –por muchísimos aspectos– primer libro, el sociólogo y profesor universitario Gabriel Vommaro se anima a meterse con la París de Cortázar y lo más loable es, sobre todo, que termina encontrando otra ciudad. La París de Vommaro no es la París de Cortázar, aunque hay mucho de Cortázar en Anclao en París: diversas referencias como la de un pedante inmigrante argentino que pretende ser su sucesor, sitios donde circuló, frases más panorámicas que una fotografía, el nombre ¿irónico? de Julie, la histérica francesa que, en la primera parte del libro, seducirá y abandonará con sus encantos y su promesa del tan ansiado pasaporte francés al personaje de Víctor, en la interesantísima división de la novela en dos grandes relatos que, en este caso, terminan cuando el protagonista (que es el mismo en ambas historias) emprende su vuelo de regreso a la Argentina.
Hacia el final de Anclao en París, él dirá, envalentonado por su fracaso: “Me prometí no volver a pisar París, pero en Buenos Aires nadie quería un fracaso, nadie aceptaba escuchar que en la ciudad de las grandes tiendas a uno le puede ir mal, a nadie puede irle mal en París, si das un paso y está la Tour Eiffel, otro y llegás a Notre Dame, mientras bebés champagne y comés foie gras en un barco que navega por el Seine”.
Precisamente, las dos historias de este libro nos muestran la París que no queremos ver o, mejor dicho, la ciudad que no se imaginan los que nunca viajaron a París.
Si bien las dos historias transcurren en su totalidad en la Ciudad Luz, también hay en este libro un lado de acá y un lado de allá. Pero ese muro no tiene que ver con lo geográfico sino más bien con dos planos de la realidad, con dos modos distintos de contar con los que Gabriel Vommaro irrumpe en la literatura argentina como un notable escritor bipolar.
“El rey de los meseros de la rue Sufflot”, el primer relato, es realista, sobrio, preciso y muy elegante. “La hermandad de los Trepos”, el segundo, roza el género fantástico, es audaz, expresionista, denso, oscuro y casi arltiano. En el primero, a los personajes les cuesta hablar por no manejar a la perfección el francés, en el segundo aparece una verborragia, una fluidez demoníaca, dicen más de lo que quieren, dicen lo que piensan, quizá como metáfora de ese lugar común que indica que aprender un idioma es empezar a pensar en él.
El primer relato tiene algo de escalera caracol: anclado en un bar que reproduce el sinuoso camino que deben trepar los inmigrantes (que acá sí se sienten extranjeros) para poder sobrevivir. “Si el negocio prosperaba yo también podría progresar en el difícil mundo del primer mundo, obtener una visa de trabajo y más tarde, por qué no, la residencia definitiva, pensaba yo mientras mi jefe definía los alcances de su mentalidad empresaria.” Y ese jefe, al que hace referencia el protagonista, lo hace sentir aun más incómodo con sus miserables actitudes, por eso deberá aferrarse a circunstanciales amistades, a la expectativa siempre frustrante de las propinas de los clientes matinales, y la sabiduría desorbitada de Antoine, ese enigmático rey de los meseros que repite como un mantra las tres claves de la gastronomía: “Recepción, servicio y despedida”.
El segundo relato pone en escena una comunidad secreta, una sociedad sectaria con simbología religiosa y costumbres patafísicas a la que accede el protagonista a partir de la promesa de un empleo como “animador cultural”. Entre alucinaciones, resonancias oníricas, densos juegos eróticos y una atmósfera que, por momentos, genera terror, el protagonista dará en algún sitio perdido de la banlieue de la tan cosmopolita París una verdadera vuelta al mundo en un solo día, con las exposiciones de sus compañeros –entre ellos, un croata mordaz y una tailandesa ultraerótica– para luego exponer él mismo acerca de la forma de cocción del asado argentino.
Por último, una advertencia para aquellos que no quieran modificar el imaginario romántico que durante tanto tiempo tuvimos sobre París, aquellos que no quieran dejar de tener París: no lean este libro. Con una lucidez notable, Vommaro no hace otra cosa que navegar en las sombras de la Ciudad Luz.
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