Domingo, 27 de octubre de 2013 | Hoy
Una ciudad concreta, Chivilcoy, que al mismo tiempo remite a una estirpe de territorios míticos de la literatura. Un regreso al pueblo y una curiosa herencia: una vaca. A partir de estos elementos, Hernán Ronsino ensaya en Lumbre un posible derrotero de la memoria, en el que lo subjetivo, lo familiar y lo histórico buscan su punto de reunión.
Por Damián Huergo
Cada capítulo de Lumbre, la última novela de Hernán Ronsino, está acompañado por la foto de un follaje. Un conjunto de ramas y hojas que –pese a perder nitidez por el papel y la impresión– permiten ver en los intersticios rastros de claridad, de una luz opaca. Lo que oculta, lo que encubre ese follaje condensado, es un recuerdo. O varios. Así percibe Federico Souza su regreso a Chivilcoy, la ciudad (“¿o es un pueblo”?) donde aún vive su padre, donde los secretos y la violencia silenciosa moldean los cuerpos, donde las paredes, “como una piel”, llevan la huella de su historia.
Federico retorna tras la misteriosa muerte de Pajarito Lernú, amigo de su padre y especie de referente en su infancia y adolescencia. La ausencia de Pajarito se materializa en dos pertenencias que condicionarán su estadía. Por un lado, un cuaderno aparecido en la orilla del cadáver, que recuperará de un modo cuasi policial. Y, por el otro, la enigmática herencia que Pajarito le dejó: una vaca. Animal sagrado de la pampa húmeda, base del modelo agroexportador, símbolo patrio de nuestra mesa familiar. Federico, el narrador, irá tirando de ambos hilos como si fuese un detective nostálgico, introspectivo, que se propone resolver un caso en su interior biográfico recorriendo su lugar de origen.
“No has de volver al lugar donde has sido feliz”, escribió Pavese en la novela La luna y las fogatas. La máxima resuena en la voz de Federico al narrar y reflexionar –continuamente– sobre su ciudad natal. La mirada del narrador –mirada del nativo extranjero– se detiene en clubes abandonados, micros quemados, vías muertas, cuerpos deformados por la dejadez. La memoria debe formatearse. El presente padece la sombra del pasado. El espacio, el territorio, es modificado por el tiempo, por el movimiento de la historia. Allí donde hubo un Estado benefactor, ahora se acumulan ruinas. Donde hubo una carnicería familiar hay una vaca solitaria atada a un poste. Donde hubo un hogar, neblina.
Ronsino hace convivir en Lumbre las diferentes dimensiones temporales de un pueblo. En su prosa –premeditada, morosa, estilística– pueden converger distintas capas de la memoria: las vueltas del ciclista Luna en la Plaza España (un mito local), la genealogía de los Souza vinculada con la fundación de Chivilcoy (un mito familiar) y la incomodidad del narrador en una peña folklórica, rodeado de extraños conocidos. Sin embargo, la convivencia no es pacífica. Del texto surge una idea de combate; un enfrentamiento entre el pasado y el presente, entre los modos en que el relato se impone a los hechos, el recuerdo a la historia.
Como el General Belgrano de Miguel Briante o el Chacabuco de Haroldo Conti, Ronsino mapea a través de la ficción un pueblo real, Chivilcoy. Bucea en el lenguaje hablado de sus habitantes, en la identidad sellada por la procedencia (“La hija de Clerici”, “El hijo del Bicho”), en la elaboración de una mitología. La ambición de tal proyecto, que reproduce un nódulo central del universo de Juan José Saer, genera cruces narrativos y de personajes de sus anteriores libros, en especial de La descomposición y Glaxo. El movimiento de Ronsino parece no ser ingenuo. Hay una voluntad de adscribirse a una tradición; de buscar cierta continuidad de lo establecido, de consagrar la cumbre existente mediante la repetición. En su obra se percibe una subjetividad programática –de autor– que busca arrimarse –explícitamente– a las figuras canonizadas de nuestra literatura. Así como en Glaxo el aura de Rodolfo Walsh fue determinante para su lectura, en Lumbre se subraya la aparición de Julio Denis (Cortázar), Sarmiento y la sombra de Lugones como espejo modernista del poeta asesinado Carlos Ortiz.
La estructura narrativa en Lumbre –al igual que en Glaxo– no es lineal. Por el contrario, está sometida al cálculo y a la destreza del autor, habitada por quiebres y puentes entre las escenas y el calendario. Ubicada cronológicamente en los primeros días de marzo de 2002, la pólvora, sangre y atmósfera del 19 y 20 de diciembre del 2001 perduran en el aire. Sin embargo, llaman la atención los efectos que tiene el hecho histórico en las diferentes geografías. En Chivilcoy, los coletazos de la crisis y del estallido sólo pueden rastrearse en el exilio económico o en unos afiches antipolítica. En cambio, el conflicto, el combate, es exclusivo de la Capital unitaria, donde están los centros de poder económico y político. De este modo se consolida la sensación de aislamiento (por ejemplo, en plena era de revolución tecnológica, Federico no puede contactarse con su novia, ni siquiera por teléfono), de segregación cultural, de marginalidad anacrónica que transmite la cosmovisión del narrador al retratar lo que fue su pueblo. Como si el principal zanjón que separa lo urbano de lo rural no fuese sólo el espacio, sino también –y sobre todo– una temporalidad histórica.
Uno de los puntos más altos de la novela son los textos sueltos del cuaderno de Pajarito. En tales fragmentos se rompe el cálculo, hay espacio para una expresividad de lo experimental, para la curiosidad. Sea en las reflexiones íntimas o en los relatos breves, Ronsino juega a ser otro: amplía el registro de su escritura, varía en los temas, en los estilos, se permite la ambigüedad no intervenida. Esta característica enriquece la búsqueda de Federico. En la imprevisibilidad de los textos detecta pistas; mensajes que lo ayudan a resolver –a medias– el enigma de Pajarito, de su última ofrenda, de su padre, de su infancia. Como buen lector, Federico lee el cuaderno rastreando lo invisible, mirando los agujeros de la memoria.
El discurso de la memoria, en los últimos años, alcanzó una hegemonía impensada a la vuelta de la democracia. Su versión literaria estuvo ligada a la autorreferencialidad, a saldar cuentas con los orígenes particulares de cada autor, a ligar trayectorias individuales con la historia política y social. La literatura como una forma de volver a casa. En Lumbre (anunciada por el propio Ronsino como un final posible de la trilogía que empezó con La descomposición) el origen está ligado a un paraíso familiar, festivo, cargado de autenticidad y abrazos. Federico lo encuentra en una vaca de yeso engordada por significados, en una fotografía, en una imagen de las tantas posibles que la memoria eligió congelar. Al fin y al cabo, la sensación que le queda al lector al finalizar Lumbre es que el origen no está en el principio sino en el lugar que recordamos con mayor esplendor.
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