Domingo, 27 de octubre de 2013 | Hoy
De los cuentos de fútbol gay, Facundo R. Soto pasó al infierno, moderado eso sí, de los talleres literarios. Un atractivo y honesto abordaje de los miedos de los nuevos narradores entre escritores consagrados, ambientes endogámicos y ediciones de autor.
Por Martín Kasañetz
Cuando alguien cuenta que va a un taller literario ya nadie se sorprende. Para gran parte de la clase media argentina es como ir a terapia o a pilates. Tampoco es necesario explicar qué es lo que sucede en ese lugar. Todo el mundo sabe –o cree saber– que existe un emérito escritor que actúa como coordinador y un grupo de jóvenes –a veces no tanto– candidatos a escritores y escritoras, intentando absorber todo el conocimiento y la experiencia posible para lograr llegar a ese puesto al que todos –sin excepción– quieren llegar: el escritor publicado. También es un lugar de relaciones. Si los argentinos descienden de los barcos, una parte de los escritores argentinos de los últimos veinte años parecen hacerlo de talleres literarios. Así se construyeron, también, los linajes en el ámbito de las letras. En Taller literario de Facundo R. Soto, ese semillero de la literatura o liga menor del profesionalismo de las letras parece ser, desde la mirada de Facu, su personaje principal, lo más parecido a nadar entre tiburones. Así, desde el comienzo del texto, se despliega una especie de culebrón literario que sigue de cerca las vivencias de un grupo de aprendices. Facu asiste al taller de Gregorio –¿del kafkiano Samsa?– y allí conoce a Bautista –belleza posmoderna del Body Art– que acaba de enterrar a su padre y que todavía mantiene cierta verborragia postraumática que lo obliga a relatar todo a modo de presentación: sus gustos musicales, sus excesos preferidos del pasado, su preferencia por las rubias, los daditos de cebolla gratinados, Mairal, Palahniuk y las noticias de Crónica TV. También está Pamela, que observa atenta todo lo que ocurre a su alrededor mientras fuma y piensa qué idea puede robar para su escritura. Y Evangelina –personaje recurrente de cualquier taller literario– que llega en busca de alguna explicación existencial que le indique cuál es el rumbo de su vida, pero que podría buscarla de la misma forma en un curso de cocina o de manualidades con papel maché. Más allá de los enredos propios del cruce de estos personajes, Soto describe en detalle una interna particular de estos ámbitos de una manera irónica pero a la vez intimista, que refleja con cierta piedad. Cada uno de ellos está buscando su propio estilo, pero a la vez copiando o evitando ser copiado por sus compañeros. Este proceso de formación contradictorio que busca lo propio a partir de lo ajeno funciona como estímulo, ya que el conocimiento también viene desde la experiencia de otros autores. En este aprendizaje, todos comparten la ansiedad por la rápida publicación, que les produce una especie de admiración a los escritores conocidos pero también de odio. Todos están compitiendo. Ya sea por los libros raros de escritores lúmpenes que pasan a ser traficados como objetos de deseo entre ellos o por la búsqueda desesperada de una temática que los lleva a querer escribir todo lo que sucede diariamente como si sus vivencias fuesen piezas de realidad extraordinaria.
Otro de los factores que intervienen en los inicios de un escritor es su relación con las editoriales. Este es posiblemente el primer choque con la realidad. Soto describe con conocimiento este enfrentamiento de intereses: los escritores quieren ser publicados para ser conocidos y los editores quieren que sean conocidos para luego publicarlos. De aquí las ediciones conocidas como “de autor” o los peligrosos acuerdos fifty-fifty que algunas editoriales difunden y los autores desprecian.
Casi al final de la novela hay un capítulo corto donde Facu decide hacer un viaje imprevisto a un pequeño pueblo de pescadores en el Caribe. En este punto el texto corta la línea puramente realista que sostenía y da un giro abrupto que se transmite en una prosa clara que pasa de la realidad urbana intelectualoide porteña por el océano transparente, la naturaleza y los hombres de vida simple: “De todas formas la gente parece feliz. No necesitan escribir lo que viven para contárselo a los demás. ¿Por qué no puedo ser como un isleño?”, termina preguntándose, fogwillianamente, el narrador.
Como dato lateral pero útil para entender lo que viene desarrollando en sus libros, se puede señalar que Soto integró el equipo de fútbol gay Los Dogos. Esta y otras experiencias alimentaron también su escritura, ya que publicó Olor a pasto recién cortado y Juego de chicos, relatos de fútbol y sexo que dejan una estela en esta nueva nouvelle.
Taller literario parece querer transmitir que la construcción de un escritor también proviene de esa galería de espejos en donde la observación –propia y ajena– otorga cierto feedback que no escapa a los de cualquier grupo de personas con intereses comunes. O quizá también demuestra que escribir es sólo importante para quien lo hace. Y que quizás eso sea suficiente.
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