Domingo, 1 de diciembre de 2013 | Hoy
El mundo de la psiquiatría como un diálogo áspero y dificultoso entre los psiquiatras y los pacientes. Pero también una visión literaria de la salud mental, de sus límites y de sus instituciones. Varias perspectivas confluyen en forma original en los artículos de Te tengo bajo mi piel, de Federico Pavlovsky, lúcido ejercicio de una práctica que se somete a una cruda autoobservación.
Por Guillermo Saccomanno
Que un conjunto de artículos y ensayos breves sobre psiquiatría y salud mental pueda leerse como confesión y a la vez como cuestionamiento y denuncia no es poco mérito. Y si se le suma que además su lectura puede alcanzar un sesgo literario en la escritura, su interés se acrecienta para el público especializado y no sólo. Estas apreciaciones merece Te tengo bajo mi piel, de Federico Pavlovsky. Atención, el título no ironiza ni parodia una canción. Alude directamente a un caso de delirio de parasitosis protagonizado por una mujer de sesenta años que bien puede encuadrarse en ese “grupo de pacientes que creen tener seres vivos sobre o en el interior de su cuerpo. Por lo general estos sujetos describen estar infectados por toda clase de ‘pequeños animalitos’”. Toda asociación con la literatura fantástica no es, en este caso, como en otros enfocados en el libro, gratuita. Y menos si se piensa en términos de literatura rusa. Porque todos aquellos aficionados a esta literatura reconocerán en más de uno de los textos del joven Pavlovsky (estudioso no sólo de esa novelística sino también de su lengua) caracteres y comportamientos que intuitivamente supo describir Dostoievski. Es que los textos de Pavlovsky se prestan a una lectura que excede la meramente profesional y se da el lujo de ser, en más de un momento, literaria. Lo que no descarta, en lo teórico, los aportes de Ronald Laig y David Cooper, los padres de la antipsiquiatría. Volviendo: eso que por momentos puede sonar “ficcional” tiene una explicación, y la misma consiste en cómo están narradas las historias y las reflexiones que despiertan, como si se tratara de relatos que disponen estilísticamente de la atención al detalle, el análisis agudo de cada sujeto con el encare de la creación de un personaje. Entonces, por qué no, insisto, leer también literariamente este libro si en sus páginas no hay solamente citas a Alberto Laiseca (sus hipótesis acerca de la monstruosidad) sino también intensos pasajes de escritura que escapan de la hermética jerga cientificista. Uno de sus tramos altos puede considerarse “Radiografía de un endemoniado”, subtitulado “Secuencia de un trance”. A partir de un film, El exorcismo de Emile Rose, Pavlovsky se introduce en un templo porteño donde se practica un culto que goza de amplia propaganda televisiva. Allí se hacen exorcismos. Y allí está el psiquiatra, ya no como tal sino como testigo cronista de una ceremonia que desarrolla la conversión masiva, la actuación del supremo orador y sus asistentes, “los obreros del señor”. El orador puede resolver “cualquier tipo de problema: desde una adopción hasta evitar la quiebra del negocio o la pérdida de un ser querido. Existen los demonios, los malos espíritus que causan padecimientos físicos, espirituales y económicos”, anota Pavlovsky. Y tampoco se le escapa la “coreografía de cuerpos y voces, cerca de veinte o treinta ‘obreros’ llevando a personas en trance hacia el escenario. Los obreros los acercan de a uno, siempre con los ojos cerrados y hablándoles al oído. Una de las cosas más llamativas es el completo dominio que tienen los ‘obreros’ sobre estos hombres y mujeres en un estado de sugestión hipnótica”. Pero también, más allá de la veta literaria que puede inspirar esta experiencia, cabe subrayar la actitud del psiquiatra que no teme en adentrarse donde otros colegas suyos pueden incomodarse.
“Quizás esta realidad ponga en tensión los dichos de algunos psiquiatras y psicoanalistas respecto de si observan o no ciertos síntomas y cuadros. ¿Que no llegue al ámbito de la salud mental es sinónimo de que algo no existe?” se pregunta, incisivo, Pavlovsky.
Y no sólo entrando en un templo Pavlovsky interpela a sus colegas. Si recurre a la confesión es porque desde la primera persona y no desde otro lugar merecen ser enfrentados también el recuerdo de su primer paciente, la soledad del recién recibido que llega a tener un consultorio que se convierte en celda, las roscas de los laboratorios con la seducción coimera que ejercen en los profesionales mediante dádivas y congresos, el escalofriante porcentaje de víctimas de adicción y suicidio entre los jóvenes que empiezan a curtirse en las instituciones de salud mental, su deterioro ambiental pavoroso. Y acá la denuncia es otro punto a favor donde conviene detenerse: si Pavlovsky no titubea y acierta al citar a Laiseca, tampoco yerra al invitar a Rodolfo Livingston, un subversivo de la arquitectura, como enmascaramiento para que analice el espacio físico, concreto y lamentable de una institución deplorable. Debe asumirse: son escasos los profesionales, en la práctica psiquiátrica, que se atreven a realizar, por ejemplo, un viaje al horror del cementerio clandestino cordobés en San Vicente, tal vez la fosa más enorme de la represión, y allí, como disparador, evocar el terror en su infancia, los efectos del exilio (Federico es hijo del dramaturgo y terapeuta Eduardo “Tato” Pavlovsky y Susana Torres Molina, que padecieron la persecución y el destierro) y sus consecuencias en la salud mental, consecuencias que no implicaron sólo la desaparición de trabajadores del área, sino también conflictos invisibilizados en una sociedad que vira hacia la derechización.
Pertinente, por tanto, al concluir la lectura, el recuerdo del legendario Staretz Zosima, el monje de Los hermanos Karamazov: “Quien se miente y escucha sus propias mentiras llega a no distinguir ninguna verdad, ni en él ni alrededor de él”. De esta forma, persiguiendo ese puente misterioso entre la salud y la enfermedad, entre el terapeuta y el otro, la relación entre individuo y contexto, es coherente que Pavlovsky se atreva a la confesión y al autorretrato. Porque al hablar de sí, el autor, arrojado a la construcción de un destino y su sentido, tiene el arrojo de escribir: “Me cuesta entender a los pacientes”. Por si no queda claro cuál es la intención de estos escritos, Pavlovsky declara: “Hablo del paciente, hablo del psiquiatra”. A lo que se puede agregar: Pavlovsky habla también de nosotros y nos compromete tal como lo hacían los escritores rusos del siglo XIX, adentrándose en el infierno personal y el del prójimo.
Este texto fue leído en la presentación del libro de Federico Pavlovsky en el centro La Plaza, el 23 de noviembre pasado. La mesa contó con la participación de Alejandro Brain y Alejandro Vainer, integrantes de la revista Topía.
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