Dom 15.12.2013
libros

¿ENCONTRAREMOS ALGUNA VEZ A LA MAGA?

Y como si fuera poco, Rayuela también supo crear el mito de La Maga y sus precursoras. ¿Se había inspirado Cortázar en una chica montevideana que arrastraba una historia similar a la de la novela, con una adolescencia de pensiones y penurias? ¿Era la mezcla de varias mujeres de la realidad de los años ’50, uruguaya o argentina? Aquí se cuenta la historia de Faby Carvallo, una de las candidatas a Maga. Y es su hija, incrédula, la encargada de ofrecer las pruebas a favor o en contra para que el lector resuelva el dilema.

› Por Laura Ramos

La historia jamesbondiana de mi madre enviada en calidad de espía por la escisión de la Liga Obrera Revolucionaria (LOR) Cuarta Internacional liderada por el ideólogo de nombre pop Mauricio Prelooker al grupo trotskista de mi padre, también escindido de la LOR, con el propósito de infiltrarse y seducir a su dirigente Jorge Abelardo Ramos para cooptarlo no quiere decir, de ningún modo, que mi madre haya sido La Maga. Este espécimen no contiene ni un solo elemento que haga trastabillar de su trono a La Maga oficial Edith Aron, aunque ella no tenía los zapatos rotos y mi madre sí.

No creo que La Maga haya estado en La Helvética de Corrientes y San Martín, en diagonal a La Fragata, como estuvo Faby con sus dos mejores amigos (y amantes y compinches) Onetti y Homero Alsina Thevenet, Homero, que según María Esther Gilio y Carlos M. Domínguez, se quiso suicidar en el barco de la carrera a causa de ella, la madrugada en que los tres conocieron a Nina von Andreevski o Nina Kandinsky. La joven rusa enloqueció de amor y de celos a Onetti (y ahora veremos quién punzó los celos de Onetti) hasta el punto de hacerle partir un vaso contra el borde de la mesa y rozar con los vidrios sus muñecas: “Ahora me voy a suicidar”. Esa madrugada quien se llevó a Nina Andreevski (dicen Gilio / Domínguez) fue Faby. Bien. Asimilémoslo. Viajaron juntas a Chile, unos días después. ¿Habría sido La Maga amante de la mujer de Kandinsky? ¿Hubiera dado la talla?

El hecho contundente de que el padre de Silvia Hopenhayn, traductor de Stevenson, Virginia Woolf y Samuel Johnson de la revista Sur, amigo de Onetti y del mismo grupo de amigos de mi madre de los años cuarenta me haya dicho antes de morir, hace unos meses, que creía que mi madre era La Maga, no hizo más que persuadirme de que no estaba en lo cierto. El apenas tenía quince o dieciséis años cuando mi abuela, que todavía trabajaba de sirvienta, pero ya cama afuera, permitía que mi madre invitara a sus amigos a escuchar música clásica –se tiraban en el piso, cortinas cerradas– en la pieza que alquilaba (“Se agarraban unas calenturas frenéticas”, Gilio/ Domínguez, Construcción de la noche, La vida de Juan Carlos Onetti).

El abrazo y el beso con el que mi madre despachó, por decirlo así, de un modo anacrónicamente postal, el enardecimiento de mi amigo Marcos Lucio Victoria, de quince años, mientras yo, de la misma edad, me maquillaba la cara con talco en el baño de mi departamento de Congreso desalientan aún más la teoría hopenhaynista. ¿Hubiera La Maga, a los cincuenta años, encendido los sentidos del hermano menor de Sunula Victoria, la amante de Berni, leyéndole el monólogo de Molly Bloom? Sin embargo Marcos Lucio, poeta demente y genial que declara haberle enseñado a escribir poesía a Fogwill, que le decía “el putito, ahí viene el putito”, cree que el vínculo entre Faby y La Maga, corroborado pero no documentado por las reuniones del círculo onettiano con Cortázar en París a mediados de los años cincuenta, “cierra las cuentas”.

Si tuviera que comparecer ante un tribunal imaginario que defendiera esta hipótesis (¿pero cuántas muchachas delgadas, torpes y distraídas que recorrieron los puentes de París con un paraguas viejo, como Faby, vendrán a reclamar su línea de parentesco con La Maga?), haría una concisa enumeración que la destruiría por completo. ¿Hubiera La Maga tirado desde el piso cuarto de un edificio de la Avenida de Mayo diez mil volantes contra la guerra impresos en un mimeógrafo trotskista clandestino por sobre las cabezas de los militantes aliadófilos de Acción Argentina que festejaban la declaración de guerra a Alemania y Japón el 28 de marzo de 1945?

¿Se habría escapado conmigo en brazos, recién nacida, del Hospital Británico sin pagar la factura para unos meses después irrumpir con brío, otra vez llevándome en brazos, en un departamento de nuestro edificio donde vivía un niño enfermo de polio, con la misión política de provocar a los vecinos (“pequeñoburgueses pusilánimes”) que proponían decretar en cuarentena el piso para aislar a sus habitantes?

Faby me cosía los dobladillos de las polleras con ganchos de abrochadora; ignoraba que las zapatillas de lona se lavaban y pintaba las mías con tiza para blanquearlas (o ensuciarlas). Durante tres noches de tormenta sobre la playa Malvín, en Montevideo, nos despertó a mi hermano y a mí para hacernos cruzar la rambla en pijama con el propósito de que experimentemos “la lucha entre los elementos” (sería no tanto burgués y reaccionario como mezquino de mi parte mencionar que desde entonces detesto el mar, aunque sea dulce, la arena mojada en mi boca y todo plan aventurero en general). Solía darnos a elegir entre ir al cine de la playa o a la pizzería; si tocaba cine no había pizzería, pero tampoco ningún otro expediente en términos gastronómicos. En casa a nadie se le ocurría que fuera algo fuera de lo común, todo lo contrario, esta costumbre desarrolló en mi hermano y en mí una mentalidad eminentemente práctica: nos hablábamos de cama a cama (en el medio había un ropero que dividía la habitación en dos) e imaginábamos festines deliciosos. Nuestro deleite era nombrar los platos, un procedimiento sinestésico que funcionaba como esos sprays de fantasía que venden en Berlín: el nuestro era el spray de una cena opulenta y bastaba con inhalarlo para obtener una sensación de saciedad y dicha.

La canción que sonaba en el combinado no era el jazz cortazariano, sino “La vie en rose”, su grito de batalla, y sólo en los mediodías cantaba, para despertarnos “E morto lo zar di Russia, massacratore /Evviva Lenin e Trotsky, liberatori!” (12 p. m.). Porque su leitmotiv y su estrategia de lucha era ver rosa (no, me equivoco; decretar el rosa) donde el mundo se mostraba tozudamente marrón o gris. Al extremo de convertir a mi hermano en un cross dresser fuera de época, cuando lo mandaba a nuestros primeros bailes con unas camisas suyas con pinzas, color fucsia. No era algo raro para nosotros, que conformábamos un trío/comunidad político-económica democrática, el compartir cigarrillos, ropa, colchones y amigos. Pese a la feminización que no tanto la ropa de mujer cuanto las tareas domésticas que realizaba podría implicar –lustrado en “patines” de los pisos de madera de nuestro departamento, que ejecutaba con frenesí de esquiador, fritanga de boñatos semicrudos que constituían nuestro alimento básico y sobre todo la producción de unos fabulosos purés instantáneos marca Chef– mi hermano no llegó a adherir a las filas de la Legión Tebana, uno de los tantos eufemismos con que mi padre aludía a la homosexualidad.

Ella no tenía novios; ese apelativo, despreciado por burgués, estaba excluido de su acervo enciclopédico; se hablaba de “amantes”. Uno de ellos había sido secretario de Trotsky en Prinkipo y fundador de la Cuarta Internacional, títulos que a nosotros nos impresionaban menos que los chocolates importados que nos compraba en el vapor de la carrera (el barco homérico) que lo traía de Buenos Aires a Montevideo. Raymond Molinier, su nombre de guerra, o Droeven, como lo llamábamos nosotros, una vez naufragó en el Río de la Plata, pero su constitución hercúlea, me contó Vera Fogwill, que vendría a ser una especie de prima segunda ilegítima mía, porque Raymond Molinier era su abuelo materno, lo salvó.

En los sesenta mi padre empezó a acostarse con la recepcionista de un instituto de periodismo fantasma que tenía el partido. Apenas se enteró, mi madre citó a la joven en un café y le propuso una relación triangular. Parece que ella se ofendió muchísimo. Ernesto Laclau no sabe si Faby inspiró al personaje de La Maga, pero me contó que Manuel Carpio, el único obrero que el partido logró reclutar (y esto es mucho más que lo que habían conseguido los grupos trotskistas rivales) decía que Faby era una norvietnamita del Norte, y ése, agregó Laclau riéndose, orgulloso, de la tautología, porque ella refrendaba el carácter proletario de Carpio, era el mejor elogio que alguien podía recibir en esa época.

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