TESTIMONIOS
L’amour fou
Dos mujeres chilenas, la escritora Diamela Eltit y la fotógrafa Paz Errázuriz, viajaron al interior de un hospital psiquiátrico para dar cuenta de las historias de amor que en ese interior absoluto existen. El resultado es el libro El infarto del alma, editado en Santiago de Chile por Francisco Zegers editor, del cual reproducimos a continuación algunos fragmentos.
POR DIAMELA ELTIT
(Viernes 7 de agosto de 1992)
Días antes he visto las fotografías. Ahora viajábamos con Paz Errázuriz en dirección al hospital psiquiátrico del pueblo de Putaendo, un hospital construido en los años cuarenta para asistir a enfermos de tuberculosis y que, luego de la masificación de la vacuna preventiva, fue convertido en manicomio, recibiendo pacientes de los distintos centros psiquiátricos del país. Enfermos residuales, en su mayoría indigentes, algunos de ellos sin identificación civil, catalogados como NN.
Mientras viajamos, el paisaje se vuelve francamente cordillerano, la luz lo atraviesa todo cuando aparece el imponente edificio recortado contra la cadena de cerros. A dos horas de Santiago, la construcción me parece demasiado urbana, como si un pedazo de ciudad se hubiera fugado –a la manera de una fuga psicótica– para formar de manera solitaria una escena sorprendente.
La reja, la caseta de control, después los jardines, más atrás el edificio. Cuando atravesamos la reja, veo a los asilados. No me resultan inesperados sus cuerpos ni sus rostros (no me resultan inesperados pues ya dije que días antes he visto las fotografías), sólo me desconcierta la alegría que los recorre cuando gritan: “Tía Paz. Llegó la tía Paz”. Una y otra vez, como si ellos mismos no lo pudieran creer y más la besan y más la abrazan, y a mí también me besan y me abrazan hombres y mujeres ante los cuales debo disimular la profunda conmoción que me provoca la precariedad de sus destinos. No sus rostros ni sus cuerpos, me refiero a nuestro común y diferido destino.
¿Qué sería describir con palabras la visualidad muda de esas figuras deformadas por los fármacos, sus difíciles manías corporales, el brillo ávido de esos ojos que nos miran, nos traspasan y dejan entrever unas pupilas cuyo horizonte está bifurcado? ¿De qué manera vale insistir en que sus cuerpos transportan tantas señales sociales que cojean, se tuercen, se van peligrosamente para un lado, mientras deambulan regocijados al lado de Paz Errázuriz, ahora su parienta?
La tía que les toma fotografías que prueban, aun frente a ellos mismos, que están vivos, que después de todo conservan un pedacito de ser, aunque habiten como enfermos crónicos en el hospital más legendario de Chile, el manicomio del pueblo de Putaendo, ahora llamado Philippe Pinel. Leo ese nombre escrito en el frontis del edificio. Estamos rodeadas de locos en un desfile que podría resultar cómico, pero, claro, es inexcusablemente dramático, es dramático de veras más allá de las risas, de los abrazos, de los besos, pese a que una mujer me tome por la cintura, ponga su boca en mi oído y me diga por primera vez: “Mamita”. Ahora yo también formo parte de la familia; madre de locos.
De esa manera entramos al edificio, abiertas a la profundidad de nuestra propia insania, cercadas por los cuerpos materiales que me parecen cada vez más definitivos, incluyendo toda la notoria desviación de sus figuras. Cuando cruzamos la puerta, experimento un nuevo impacto: escucho algo parecido a un canto que se extiende y cruza todo el pabellón, una música ejecutada con el movimiento febril y continuo de la lengua que me hace evocar los sonidos de los berebere, los nómades del desierto, de un desierto que no conozco, de un sonido que retengo de manera vaga desde quizás qué film, desde no sé cuál olvidada grabación. Recuerdo la música del desierto, impresionada por la potencia de la garganta que me conduce hasta la primera escalera, que me enfrenta al primer corredor del hospital, a la primera ventana, que me transporta directamente a la primera señal del encierro.
Paz Errázuriz conoce bien los pabellones, digo el pabellón gris, el verde. No, no sé, no retengo los colores que nombras las secciones. Es necesario notificar a las autoridades de nuestra presencia. Vamos hacia las oficinas, entramos a la zona de administración. El psiquiatra nos recibe y habla de unos quinientos pacientes (¿dijo, en realidad, quinientos?). Paz Errázuriz ha estado allí tantas veces que no se hacenecesario recurrir a mayores formalidades, tenemos libre tránsito por las diversas dependencias.
Cuando salgo de la oficina, el mundo parece partido en dos. Como si todo el mundo estuviera dividido en dos bloques, el personal y los pacientes. Un mundo quebrado que sólo permaneciera conectado por la luz que se filtra en las ventanas. Los asilados toman sol. Iniciamos nuestra peregrinación, que no es más que un subir y bajar de escaleras, subir y bajar, cercadas por los pasillos, por las camas ya clásicas de los hospitales estatales, por los pacientes que nos siguen besando y besando, y entre los besos reiterados aparece en mí el signo del amor. Después de todo he viajado para vivir mi propia historia de amor. Estoy en el manicomio por mi amor a la palabra, por la pasión que me sigue provocando la palabra.
Y cuando ya no cabe indagar en el desprestigio de esos cuerpos, cuando sé que jamás podría dar cuenta del mínimo en el que se puede cursar una vida humana, cuando estoy cierta de que apenas poseo unas palabras insuficientes, aparece la primera pareja de enamorados. Paz Errázuriz nos presenta. Yo he caminado todo el tiempo transportando el peso de una mujer que me abraza por la cintura, una mujer que cuando me detengo pone su cabeza en mi hombro o frota su cabeza contra mi cuello y me dice en su media lengua: “Mamita, mamita”, a mí, como si yo hubiera criado a una hija consentida. Esta hija mía apenas habla. Me demanda a través de un lenguaje mímico que cumpla con sus necesidades. Quiere mis zapatos, mi reloj, mi cartera, quiere casi todo lo que tengo. Miro a mi hija, ¿qué edad tiene?, pienso que cincuenta años, no, que sesenta, no, que cuarenta. ¿Por qué me preocupo por ese detalle? Saludo a la primera pareja. Pienso seriamente en el amor. La verdad es que no quiero pensar en eso.