libros

Domingo, 10 de marzo de 2002

RESEÑAS

Carnestolendas

Costumbres de la carne
Alejandro Caravario
Paradiso
Buenos Aires, 2001
96 págs. $ 12

Por Daniel Link

En aquel viejo chiste, el padre, para castigar el optimismo impenitente del hijo, le regalaba una montaña de bosta de caballo. El hijo, entusiasmado, agradecía al padre y sale a la puerta a buscar el caballo. El optimista empedernido encuentra en la bosta una promesa de felicidad futura. ¿Podremos nosotros, hoy, entregarnos a un ejercicio semejante?
Durante las últimas semanas los grandes grupos editoriales, además de bajar salarios, comenzaron a implementar despidos masivos de empleados. Así ocurrió en Pearson, en el grupo Planeta-Emecé, en la fusión de Grijalbo-Mondadori con Sudamericana bajo los dictados de Bertlesmann-Random House, en Ediciones B. La producción de libros para el corriente año ha sido drásticamente disminuida a la cuarta parte (datos de editorial Sudamericana), mientras que la importación de libros se encuentra virtualmente paralizada.
En ese contexto –que es, apenas, un pálido reflejo del proceso de destrucción cultural al que se encuentran abocados desde hace años (vil y deliberadamente) los políticos argentinos–, ¿qué promesa de felicidad futura encontrar para la cultura y para la literatura argentina?
Por un lado, podríamos decir, el estado de alerta y movilización es, per se, un dato que puede evaluarse con optimismo. Cada decisión gubernamental, cada movimiento oscuro de dineros, cada intento por convertir a Argentina en la republiqueta que nunca fue y que nunca estuvo destinada a ser es inmediatamente analizado –con mayor o menor lucidez– por el pueblo (entendiendo que “pueblo”, en este caso, designa sobre todo a la clase media alfabetizada y con acceso a las nuevas tecnologías). Cataratas de correos electrónicos denunciándolo todo y pidiendo adhesiones a las causas más peregrinas. Por algún lado hay que empezar.
En relación con el derrumbe de la industria editorial, circula una carta pública que señala que “las empresas pusieron el grito en el cielo cuando se quiso aplicar el IVA al libro, diciendo que eso era un ataque a la cultura. Pero ahora las editoriales muestran que la cultura es lo que menos les importa y actúan exactamente igual que los talleres `informales’ que confeccionan remeras con marcas `truchas’ con trabajadores semiesclavos”. Ése es el tono que oír se deja a propósito de la transformación de los grandes grupos editoriales en las sombras espectrales de sí mismos.
La festiva y estable década del noventa deberá ser recordada como el período que instaura la videopolítica y la videocultura (Landi, Sarlo): un universo en el que las posiciones políticas y culturales son todas equivalentes y se definen en relación con el look y los avatares de la moda. Pero los noventa fueron también –gracias a la amable gestión de los grandes grupos editoriales– la década de la destrucción de las tradiciones culturales argentinas, esas que sobreviven hoy en contados libros (y no precisamente los que los grandes sellos distribuyen).
Como ignorando de dónde veníamos y cuál suele ser el destino de las rutas argentinas, durante la década del noventa dijimos basta de violencia y, también, basta de sangre. Los efectos de ese basta dieron una literatura (con contadas excepciones) pobre en representaciones culturales, desgajada de su propio pasado, “internacional”, fofa.
Pero la cultura argentina está fundada en la sangre y por lo tanto es su propia dinámica (y no la mera intervención del mercado) la que puede determinar las grandes transformaciones culturales. Con el derrumbe del aparato editorial, las (mejores) tradiciones argentinas vuelven (modificadas, resignificadas, desplazadas) en la producción de los pequeños sellos independientes que, por obra y gracia de la crisis, adquieren una relevancia que hasta ayer no tenían (y ésa tal vez sea la mayor promesa de futuro de la desesperante situación actual).
Hay, en el principio, una ficción de Esteban Echeverría que se llama “El matadero” y que inaugura la “patología” argentina: hacer de la violencia una escritura. Pero hay, también, un non-fiction de Rodolfo Walsh que se llama “El matadero” (nota publicada por Walsh en la revista Panorama). En “El matadero” de Walsh (que sabe que el otro existió, y lo dice), lo que persiste es lo propiamente visceral del cuento y también la idea de una prosa y una cadencia específicamente argentina. De Echeverría a Walsh la violencia del matadero se especializa. Walsh sabe que las luchas políticas se leen, luego del peronismo, en otros espacios propiamente políticos. Los suburbios, digamos: José León Suárez, Operación masacre, los basurales donde, también, los desperdicios cuentan.
En los noventa, la sangre que la literatura había expulsado persistió en lugares marginales. En 1992 se distribuyó un disco de Los Visitantes, que fue elegido “grupo revelación” de ese año. Uno de sus temas, minimalista, se llama “Sangre” y dice: “Sangre/ poca/ pobre/ tonta/ Sangre/ cara/ sucia/ tonta...”. Aquí la sangre no tiene escenario ni sintaxis: es una marea sanguinaria cuyo sentido mínimo se basa en la pura repetición y marca una persistencia cultural que Palo Pandolfo salmodia como si se tratara de una plegaria.
Algo parecido sucede en Gatica (1992), la película de Leonardo Favio, que funciona como la enciclopedia argentina (y ese carácter enciclopédico irritó a muchos críticos: Vezzetti, Sarlo). En Gatica hay, naturalmente, sangre: ¿Favio, también, reescribe a Echeverría? “El matadero” de Favio es, en todo caso, otro escenario: el ring. Gatica combina la trivialidad simbólica con una sofisticada construcción formal alrededor de la sangre. La marea sanguinaria, en Gatica, se imprime directamente sobre los colores de la bandera argentina. Esa mancha roja que se ve sobre celeste y blanco no puede leerse más con referencia a la política nacional (lectura que hubiera sido tópica en la década del setenta), sino más bien como una violencia que viene de otra parte (y que es “violencia”, precisamente, porque viene de otra parte) y que cubre lo específico argentino (el gore como un resto del mercado).
Diez años después, lo sabemos, la sangre está de nuevo en Plaza de Mayo. Hay muertos que seguimos velando luego de la espantosa jornada del pasado 20 de diciembre. Pero también en los libros. Por ejemplo, en los de Alejandro Caravario, que nació en Buenos Aires en 1963, estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y publicó Sangra (1999) y Costumbres de la carne (2001).
Sangra reunía nueve relatos desparejos –desde el trivial “Tango” hasta el deslumbrante “Carnaval”, uno de los mejores cuentos argentinos de los últimos años– organizados alrededor de una obsesión (erótica, como toda obsesión) por la carne, la sangre, el cuerpo y su potencia erógena. “Mapplethorpe” erotiza el propio cuerpo –”Me gustaría tener la pija de Mapplethorpe”; “Prefiero mi cola. Palmearla para que reaccione y se infle, verla de perfil, su máximo volumen, y verla completa, ligeramente ahuecada en los costados”–. “Carne” erotiza el cuerpo de una mujer –”sus dedos calientapijas”–, que practica masajes a “los hombres del frigorífico”. Todo está allí: la carne (en su doble sentido), las clases, la mirada antropológica del narrador –que coquetea peligrosamente con el heterosexismo–: en fin, la cultura y la erótica argentina.
Si en ese primer libro Caravario demostraba ser dueño de una prosa densa y rica en matices y ejercitaba diferentes puntos de vista –”Carnaval”, más allá de la distancia irónica, es una reminiscencia proustiana que impacta tan fuerte en la conciencia del lector como sólo los grandes textos pueden hacerlo–, en Costumbres de la carne se muestra ya como uno de los escritores más sólidos del actual panorama literario.
Si bien es cierto que el libro se deja leer mejor como una trilogía de relatos que como una novela (y no hay aclaraciones sobre cuál opción conviene mejor a la lectura), el equilibrio de su arquitectura, el despliegue de recursos y el obsesivo tratamiento, una vez más, de la carne y de la sangre –de la potencia amatoria y del deseo, del abandono amoroso y del advenimiento del sexo, de los rituales del asado a los rituales de la transacción sexual– hacen del libro uno de los grandes títulos del año pasado (y seguramente de éste, que se avecina como un año paupérrimo en novedades editoriales). Porque Caravario interroga con obsesión esa tradición carnicera y sanguinaria de la cultura argentina. Y porque lo hace además con solvencia, es decir: como si accediéramos por primera vez a un universo que habíamos olvidado o como si accediéramos a un universo desde un punto de vista nuevo: “Recordaba haber faenado a Irina, mi ex mujer, en grandiosos eventos sexuales, ritos festivos que fracasan, a la larga, como en el asado, cuando la carne se pasa”.
Sí, Caravario estudió Letras (y eso se nota en su prosa, como se nota ya en toda una generación de escritores argentinos: Gamerro, Kohan, etc.). Aprendió las mejores lecciones de la literatura argentina. De Saer, la mirada atenta al detalle; de Fogwill, el desprejuicio sexista (Costumbres de la carne es al imaginario masculino lo que La asesina de Lady Di representa respecto del imaginario femenino); de Gusmán, la fascinación por la descripción de “ambientes” de clase; de Puig, el complejo entramado de nombres propios (Fausta, Maura, Mero). Sobre todo: aprendió que hay que arrebatarles la tradición a los tradicionalistas para poder pronunciar nuevamente los viejos temas de nuestra literatura.
Si bien es cierto que la carne y la sangre de Alejandro Caravario tienen un punto ciego –su relación con la política–, también es cierto que ése es el lugar en el que la cultura argentina palpita (“le dejó el culo palpitando al compás del corazón, rojo como el corazón”). En esa comparación (que, mutatis mutandis, estaba ya en El baile de las locas de Copi) se cifra el destino de la literatura de Caravario y, ya que estamos, de la ficción argentina actual.
No es casual que un libro como Costumbres de la carne (exquisito, necesario) nos llegue bajo los auspicios de Paradiso ediciones, que junto con Adriana Hidalgo y otras pequeñas editoriales independientes de Buenos Aires, Córdoba y Rosario son las que, en este momento, sostienen la posibilidad misma de la literatura argentina. No es casual, tampoco, que en el actual contexto de carnaval desaforado, de desprecio y agravio intelectual que sufrimos los argentinos, algo así como una promesa de futuro pueda verse en la obra de escritores como Alejandro Caravario o en el silencioso juego de los editores independientes.

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