Suele haber escritores secretos que no lo son tanto. Y suele haber malditos que tampoco, en el fondo, son tan malditos. Marcos Herrera supo cultivar un auténtico bajo perfil literario, abonado en su timidez, confiesa, y cree que la marginalidad lo atrae por tratarse de un mundo diferente del de su vida cotidiana. Como sea, a partir de los cuentos de Cacerías, viene desplegando una obra secreta, atraída por los márgenes y cultivando un realismo que no desprecia las salidas fantásticas y alucinadas. Todos elementos que se conjugan en Polígono Buenos Aires (Edhasa). Y como lo demuestra en esta entrevista, Herrera cultiva una sinceridad infrecuente a la hora de reflexionar sobre su escritura.
› Por Martín Pérez
Con la muerte del padre. Así es como comienza la última novela de Marcos Herrera. Con los empleados de la funeraria disponiendo del cuerpo sin vida del padre del protagonista, que suelta sin embargo un último gemido al ser sacado de su casa, atado a una camilla. Como para dejar en claro que, a pesar de su muerte, un padre nunca dejará de hacerse escuchar.
“Es un sonido, pienso. Y no una voz. Porque dejó de ser una voz cuando la muerte se instaló por completo en su cuerpo”, son las primeras frases de un libro en primera persona, que parte de una escena inicial tan contundente y que parece tan real, tanto que es imposible no imaginar un origen autobiográfico. “Mi viejo murió en su casa, tenía cáncer”, cuenta Herrera, que admite que sí, que la escena es autobiográfica. Y su relato permite pensar que, al igual que su personaje, al presenciarla seguramente quedó hipnotizado, con un hormigueo en la espalda. “Cuando lo bajamos en el ascensor, con mi hermano y el tipo de la funeraria, la camilla iba vertical, con el cuerpo de mi viejo atado. Al volver a ponerlo horizontal en el hall, largó un gemido. Era su voz. Con mi hermano nos miramos, no podíamos creer qué carajo estaba pasando”, repasa nuevamente aquella historia, y aún parece seguir sorprendiéndose ante la inexpresividad del empleado de la funeraria al explicarles casi burocráticamente que lo que acababan de presenciar era algo normal, aire saliendo de los pulmones al poner el cuerpo horizontal y haciendo ruido al pasar por las cuerdas vocales.
“Es el broche triste de la enfermedad que terminó convirtiendo a mi viejo en un cadáver. Un broche de oro lúgubre e inolvidable”, se lee antes de que termine la primera página de Polígono Buenos Aires, uno de los mejores libros del año que se termina, que Herrera revela que empezó a escribir recién mucho tiempo después de haber presenciado esa escena. “Porque en ese momento no pensás en nada, en medio de todo el despelote que significa la muerte. Pero tres años después, estaba en un trabajo que no tenía nada que ver con la literatura, y empecé a escribir a mano en un cuaderno esa escena, pensando, entonces sí, que era muy literaria. Y que podía ser el arranque de algo que no sabía muy bien qué podía llegar a ser.”
Aquel comienzo en primera persona escrito en 2002, y que enseguida se derivó hacia la ficción, se estancó luego de unas treinta páginas. Dos años después, Herrera lo retomó, pasándolo a tercera persona. Volvió a revisarlo recién en 2009, regresó a la primera persona, y un año y dos meses más tarde –asegura, con una precisión que revela que repasó varias veces el camino– le puso el punto final a aquello que, cuando lo inició, no sabía muy bien dónde lo llevaría. Y lo terminó llevando hasta el que sin dudas es su mejor libro, heredero de dos novelas casi secretas, como Ropa de fuego (2001) y La mitad mejor (2009), que vieron la luz a través de pequeñas editoriales españolas –Lengua de Trapo y 451, respectivamente–, y que fueron llegando azarosa y arbitrariamente a las librerías locales. “Una, primero, estuvo a un precio prohibitivo, con la salida del 1 a 1, pero después pasó a un precio ridículo en saldo, con lo que algo circuló”, precisa Herrera. “La otra, en cambio, se consigue aún hoy a un precio accesible, pero nadie se enteró de que salió. Así que ésta es la primera que ha tenido un recorrido normal. Había que editar en una editorial local, después de todo”, bromea Herrera, autor de una novela que salió por Edhasa, pero –por suerte– tiene poco de común, en la que los personajes marginados que siempre habitaron su narrativa adquieren otra densidad y ganan en humanidad, en la que sus malvados son más malvados que nunca, y en la que hay unas extrañas aceitunas radiactivas que siguen girando y creciendo en sus tarros, primero, y baldes y bañaderas, después, de la misma manera en que sus historias insisten en escaparse del realismo sucio en el que se refugian y multiplican.
Tres libros de poemas ya olvidados, un libro de cuentos hoy inhallable y dos novelas casi secretas. Esa es la obra publicada por Marcos Herrera –y en ese orden– antes de Polígono Buenos Aires. Pero la culpa de que Herrera no sea un autor tan secreto como sus novelas la tiene Cacerías (1997), ese libro de cuentos aún más fuera del radar literario que sus novelas, que apareció en una colección dirigida por Sylvia Saitta en Simurg, de la que también formaron parte libros como Guiando la hiedra, de Hebe Uhart, o Las islas, de Carlos Gamerro. A pesar de haber compartido revista literaria junto a otros escritores de su generación, como Martín Kohan o Damián Tabarovsky (“que hicieron una carrera mucho mejor que la mía”, apunta), Herrera siempre cultivó un proverbial perfil bajo.
“Creo que tiene que ver con que nunca fui muy exhibicionista”, intenta explicar. “Me acuerdo de que una vez Daniel Freidemberg me preguntó por la revista 18 Whiskys, con los que éramos generacionalmente parejos, y yo le respondí que los conocía, pero no tenía mucho que ver con ellos. Porque si me tengo que fumar un porro lo hago en mi casa, no lo promociono a los cuatro vientos. Es una cuestión de timidez, a fin de cuentas.”
Pero en tus novelas no sólo nunca falta un porro, sino que es la menos importante de las drogas que tus personajes siempre tienen cerca.
–Sí, pero no se trata de exhibicionismo, sino que a mí me interesa que su aparición siempre esté integrada a la literatura. No es una estrategia de escritor maldito o reventado, porque sencillamente no lo soy.
Si aquel libro de cuentos editado tres lustros atrás fue el que permitió a Marcos Herrera aparecer por primera vez como un emergente de la literatura local, toda la responsabilidad fue en realidad de Ricardo Piglia, que sorpresivamente incluyó el relato que bautiza aquel volumen en Las fieras (1999), su antología del cuento policial argentino. “Cuando conocí a Piglia yo estaba escribiendo mis primeros cuentos, y aún no lo había leído”, recuerda Herrera. “Pero iba a estar en la presentación de la última novela de Onetti, y mi mujer de entonces tuvo la idea de que le acercase mis cuentos. Aunque casi me niego, porque pensaba que nunca los iba a leer, llevé dos cuentos. Al otro día me llamó por teléfono, y yo no lo podía creer. Tenía la sensación de que me estaba llamando Axl Rose”, exagera Herrera, recordando aquel momento con una carcajada.
“Me interesan mucho los escritores que van construyendo una voz propia”, explica Piglia hoy, hablando del autor de Cacerías. “Porque por momentos la literatura argentina es toda muy parecida, hay una especie de registro retórico más o menos establecido de lo que se considera literatura, mientras que Marcos es alguien que ya tiene un campo y una voz. Y hay que confiar en los que persisten en su propio tono, soy optimista, porque a la larga esos textos terminan por encontrar su lugar”, asegura el primer defensor de su obra, un apoyo que se continuó hasta la actualidad, ya que fue uno de los invitados a la serie de programas sobre Borges que realizó en la Televisión Pública. “Fui porque me parecía que tenía sentido, ya que acababa de editarse Polígono Buenos Aires”, explica Herrera. “Porque me estoy dando cuenta cada vez más de que me aterra ir a esos lugares. Y también de que siempre me dio mucha libertad no estar bajo los focos. Porque es algo que me saca, me pone muy nervioso. Me acuerdo de que cuando terminó todo le dije a Piglia que me había equivocado de programa, porque me pareció que me la había pasado hablando de Roberto Arlt.”
Una de las contradicciones de la figura de un escritor como Marcos Herrera es que, a pesar de ese perfil bajo, de ese exhibicionismo cero, cuando asegura que lo que lo motiva a escribir es hacerlo en-contra-de, a partir de cierta rabia, eso no puede menos que llamar la atención. “Pero eso es algo que decía en la época de la revista que hacíamos con Kohan y Tabarovsky. Porque me llamaba la atención que los veía a todos muy cómodos. Y yo nunca sentí esa comodidad”, asegura este hijo de un padre contador público nacional y una madre fonoaudióloga, que de pibe quiso ser veterinario, pero creció descubriendo a Salgari, Faulkner y Cortázar en la biblioteca familiar. “Cuando descubrí a los surrealistas, especialmente a Artaud, se me voló la cabeza”, confiesa Herrera, que también soñó con ser músico, y llegó a tocar el saxo. “Pero a partir de que me di cuenta de que escribir me gustaba, que era la manera con la que me resultaba fácil expresarme, no tuve más dudas. Eso sí, cuando me metí en Letras duré muy poco. Me di cuenta de que ahí se preparan otra clase de especialistas. Me acuerdo de que cuando conocí a Piglia y le dije que había dejado Letras, automáticamente me respondió que había ganado tiempo. Yo no entendí a qué se refería, así que le pregunté. Y me dijo que la gente que quiere escribir, al pasar por Letras se queda enganchada con una serie de cuestiones y retóricas, y les cuesta mucho más encontrar su propia voz.”
Al leer los cuentos de Cacerías, sorprende el hecho de que no sean poéticos, a pesar de ser obra de un autor con tres libros de poesía publicados.
–Es que yo siempre había leído mucha narrativa. Admiraba a grandes narradores como Onetti, Arlt, Faulkner o Céline. Y hubo un momento en que me fasciné con Hemingway y empecé a escribir poesías narrativas. Así que ese pase fue algo natural, no fue una decisión estratégica ni mucho menos. Me acuerdo de algo que decía Onetti, que no hay que ser poético a propósito. Que si aparece poesía dentro de la narración, todo bien. Pero no hay que forzarla a que aparezca. Aquellos cuentos los empecé a escribir por puro placer.
Ahí empieza a aparecer un estilo seco, con personajes marginales. ¿De dónde sale todo eso?
–Es que ésa era la literatura que más me fascinaba. Cuando leí Yonqui, de William Burroughs, no entendía por qué me fascinaba tanto. Si soy un padre de familia, voy a trabajar todos los días, ¿por qué me interesa tanto esto?
¿Descubriste por qué?
–Creo que tiene que ver con algo muy simple, con el interés de explorar los territorios prohibidos, esa tierra vedada de la ilegalidad. Algo que a mí siempre me funcionó. Me acuerdo de que una vez un periodista me vio medio pichón y me quiso torear. ¿Qué es el hampa?, me preguntó. Para mí son las fuentes de inspiración, le respondí. Y punto.
En algunas reseñas de Polígono Buenos Aires hay menciones a cierto tono poético en la narración. Pero en realidad lo que aparece es un registro que más que poético es redondito, porque recuerda a las letras del Indio Solari. ¿Era la idea?
–Por supuesto. Inclusive hay una parte en que aparece mal citado el tema “Sheriff”, del disco Momo Sampler. La letra dice “son tres tiros a un peso y la guita es miel”, y yo pongo: “y la guita es mía”. Así que por supuesto que esa referencia es buscada. Tengo admiración total por el Indio, en un recital en Cemento le di mi primer libro de poemas. Y para mí El tesoro de los inocentes, su primer disco solista, es El almuerzo desnudo del rock argentino. Además, porque las entrevistas que yo leía del Indio eran como las que leía, más de joven, a Norman Mailer, tipos que dicen cosas que te marcan un discurso. Y aprendés. Cuando el Indio hablaba de Mailer decía que era un avivagiles. “Yo leo a los avivagiles”, decía el Indio. Y él pasó a ser eso para mí.
Una novela familiar desplazada. A Marcos Herrera le gusta esa definición de Polígono Buenos Aires, que Pablo Chacón esbozó en una reseña. Si en su primera novela Herrera alejaba a los personajes de todo, y en la segunda se multiplicaban en su aventura marginal, acá cada uno tiene familia, vínculos y obligaciones. De la misma manera, sin embargo, se podría decir que Ropa de fuego, novela sobre dos prófugos que caen en una suerte de pequeño infierno mesopotámico a orillas del río, es una novela de Osvaldo Soriano, pero desplazada. “No aguantaba a Soriano –se ríe Herrera, aceptando la comparación–. Pero me reconcilié con él con los cuentos que escribía recordando a su padre, en las contratapas de Página/12.” Confiesa que, justamente, escribió La mitad mejor en contra de su novela anterior. Ambientada en los bajos fondos de una ciudad que es mitad Rosario y mitad Buenos Aires, La mitad mejor justamente toma los peores rostros de esas dos ciudades para contar una trama violenta que incluye a un periodista algo ingenuo que no sabe bien dónde se mete a hacer investigaciones, aceleradas drogas de diseño y un ejército de niños armados. Y también recupera a Cirilius, un malvado de novela negra, que había asomado en un cuento de Cacerías, y que en Polígono Buenos Aires es el encargado de acelerar la trama. “Para mí es un personaje fundamental –asegura Herrera–. Orson Welles decía que para que una ficción funcione, tiene que tener un buen malvado. Y Cirilius es mi malvado, y el nombre es importante, porque no pretende ser realista, es otra cosa.”
Polígono Buenos Aires es una novela que sucede, como señaló Osvaldo Aguirre, en otros lugares de Buenos Aires, los menos transitados por las ficciones. Es la aventura de un dealer de poca monta, cambiando de vida y de piel, cruzándose en el camino de malvados menores, sumando aliados ocasionales y trenzándose en una batalla desigual sólo por el hecho de querer hacer volar todo por los aires. “A mí me interesa hacer saltar los decorados del género policial, que ahora parece estar tan de moda. Traicionar las convenciones. Las novelas más interesantes dentro del género son las que hacen eso, como las de Ellroy. O como las de David Peace, el autor de Tokio año cero, que toma la síncopa de Ellroy y la lleva a Tokio, inmediatamente después de la Segunda Guerra. Aparece entonces el hambre, todos los personajes tienen piojos, te das cuenta enseguida de que estás leyendo algo más que un policial. No me interesa el boom de Mankell o Markaris. Son tipos simpáticos, pero literariamente no sirven para nada.”
Igual, declaraste que te divertías escribiéndola...
–Era un momento complicado de mi vida. Tenía dos trabajos, llegaba a casa muy cansado, y cuando mis tres hijas y mi mujer se iban a dormir, me quedaba escribiendo. Cuando uno labura todo el día, y está así de cansado, la única forma de escribir es con algún combustible. En este caso era whisky. Pero si me divertía mucho era porque me daba cuenta de que estaba experimentando cosas nuevas. Los escritores en general encontramos fórmulas que son muy seguras, pero el hecho de probar nuevos dispositivos es fundamental y algo muy estimulante.
¿Por qué necesitabas probar algo nuevo?
–Porque a partir de 2001, en la literatura argentina hay una irrupción de un realismo testimonial, con el que ingresa la marginalidad del conurbano, algo que yo venía trabajando desde los cuentos de Cacerías, a fines de los ‘80. Y si bien me interesaba seguir trabajando con esa realidad, me empecé a plantear cómo desmarcarme de eso. Pero sin abandonar el realismo, sobre el cual me interesa trabajar, pero agregándole otros elementos. El que es un genio haciendo eso es Roberto Arlt, que toma cosas del realismo, pero lo deforma. Eso es lo que hace que su literatura sea tan potente. Tanto Arlt como Dick escribieron siempre en el futuro, y por eso siempre son contemporáneos. Pero el que me ayudó a desmarcarme como yo quería no fueron ellos, sino Thomas Pynchon, que incluye en sus novelas cosas muy delirantes, sin temer salirse del verosímil. Claro que lo seguí a mi manera, no soy tan barroco como él. Y al mismo tiempo es un autor poderosamente político, lo que lo ubica en el costado opuesto de Aira, por ejemplo. Porque Aira es absolutamente paródico, a pesar de no estar parodiando algo en concreto. Aira inaugura una manera de hacer literatura que utiliza el dispositivo de la parodia, pero sin el objeto parodiado. Con lo cual se produce una literatura que lo que hace es desactivar conflictos, mientras que Pynchon mete siempre el dedo en la llaga.
Parece que no te gusta Aira...
–Es que descubro que produce un efecto nocivo dentro de las nuevas generaciones de escritores. Porque para mí la literatura no es un blooper. Creo que Aira empieza a producir una especie de spam de escritores que piensan que con ese dispositivo tienen permiso para hacer determinado tipo de literatura, dándole la espalda a una tradición con la que me parece importante dialogar, que es nada menos que la de Borges, Arlt o Walsh. Aira tiene una nota muy sagaz en la que dice que Saer es tan bueno que no lo puede leer, con lo cual por un lado elogia y por el otro lo aniquila. Eso es lo que me hace confrontar con Aira. Después, claro, pienso que es un genio.
Esa rabia con la que empezaste, ¿sigue estando ahí?
–Sigue estando ahí, claro. Mi intención no es que se vaya aplacando, sino ser cada vez más certero y más peligroso para las conciencias tranquilas. Me interesa hacer una literatura que amenace a la estética Telefe, por decirlo de alguna manera. Esa rabia sigue intacta.
¿A esta altura realmente pensás que la literatura puede ser una amenaza?
–Hay una respuesta que daba Mailer, decía que quería ser cada vez más amenazante y cada vez más peligroso. Yo creo que obviamente la literatura no es una amenaza para nadie y menos a esta altura del partido. Sin embargo, tal vez por una base de ingenuidad que aún conservo, pienso que todavía podes incidir en la subjetividad de los lectores. Pienso en los tipos que me conmovieron e influyeron, y me hicieron mirar el mundo de determinada manera, y me gustaría hacer lo mismo con el que me lea.
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