OIGO COSAS, VEO VOCES
Oliver Sacks, el gran neurólogo-escritor, autor de clásicos como Despertares y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, acaba de publicar Alucinaciones, un texto que, con la prosa amable y el goce por la anécdota de siempre, incursiona en los terrenos de la literatura y la mística, entre la fantasmagoría y el discurso médico.
Por Fernando Bogado
Vemos con nuestra mente, eso no hay nadie que lo niegue. Recuerdos, impresiones, e incluso gustos, sabores y olores, son más potentes cuando cerramos los ojos y tratamos de evocarlos, y no tanto cuando tenemos frente nuestro el plato de sopa que odiamos o a la persona ya crecida que amábamos en nuestra primera adolescencia. La mente nos ha jugado más de una mala pasada cuando nos convence de que algo que parece real, no lo es: ¿acaso el cine no vive de persuadirnos de que hay monstruos horripilantes que nos esperan al costado de cada esquina? Pero claro, el problema no es tanto creer que son reales en el cine, o sea, tener esas visiones siniestras después de haber pagado una entrada, si no cuando la pantalla la conforman nuestros párpados cerrados o totalmente abiertos y el monstruo, el tipo siniestro, la joven belleza o el movedizo rectángulo multicolor están ahí, sí, saludándonos o flotando, corriendo o mirándonos a los ojos, y nadie más se percata de ellos. Alucinaciones, de Oliver Sacks (Londres, 1933), se propone revisar diversos casos en donde, sin caer en el delirio, algunas personas ven algo que nadie más puede notar.
Aclaremos los tantos: hablamos aquí de “alucinaciones” y no de “ilusiones”, ya que lo que tenemos en los muy diversos casos que pasará a mencionar el autor tiene que ver con la percepción de algo que no existe en el mundo exterior y no el resultado de un ejercicio imaginativo, voluntario o involuntario. La distinción le permite a Sacks abordar una serie de casos que no tienen que ver con el delirio y que dejan intacto el territorio psicoanalítico y psiquiátrico. Si bien esas alucinaciones tienen un fuerte asidero en la parte visual, pueden también afectar otros sentidos, como el del olfato o el del oído y hasta el gusto, dependiendo de la parte del cerebro o del cuerpo implicada en el suceso.
El primer conjunto de casos ya establece “el grado cero” de todos los futuros fenómenos a describir: el “síndrome de Charles Bonnet” lleva el nombre de su descubridor, como muchos males neurológicos (pobre Sr. Parkinson y Sr. Alzheimer). Bonnet, un filósofo suizo del siglo XVIII, estudió las extrañas alucinaciones que afectaron a su abuelo, Charles Lullin, víctima de una ceguera progresiva. Las visiones que sufría Lullin iban creciendo en complejidad, pasando de ver un pañuelo azul que seguía los movimientos de su cada vez más deteriorada vista hasta saludar, en una perdida tarde, a los dos apuestos acompañantes de sus nietas, hombres que sólo existían en su cabeza. Pero Lullin, establece Bonnet, en ningún momento era presa de un delirio, aceptaba que lo que veía eran visiones que confundían su entendimiento y podía hacer descripciones completas y desafectadas sentimentalmente. Ahí reside el punto nodal que distingue a una alucinación de un delirio: mientras que lo primero mantiene indemne a las capacidades intelectuales del afectado, lo segundo implica un grado más de compromiso con la imagen, la cual, en muchas oportunidades, busca interactuar con el paciente. Como suelen decir, el problema no es hablar con las plantas sino que las plantas te contesten.
Sacks se detiene también en las visiones de los parkinsonianos, en los extraños casos de percepción de olores cuya fuente objetiva es inexistente o los estados cuasi místicos de los momentos previos a la reacción espasmódica del epiléptico. Cada uno de esos casos recuperados propone una historia particular del descubrimiento de tal o cual afección, y de cómo ciertos sucesos sobrenaturales relatados por más de un antiguo texto pueden muy bien ser explicados recurriendo a la neurología moderna. El caso de la epilepsia es el más elocuente: el propio Hipócrates la llamaba la enfermedad “sagrada”, ya que las alucinaciones previas al ataque, ocurridas durante ese momento seudomístico llamado “aura”, pueden, en la mayoría de los casos, causar un éxtasis que más de una civilización ha considerado sobrehumano, como los sufridos por Juana de Arco, cuyas apariciones divinas pueden explicarse como un caso más de epilepsia del lóbulo temporal. Dostoievski, para movernos a un terreno más ficcional, relató en diversos trabajos (como El doble o El idiota) sus propios síntomas de afecciones neurológicas, hasta el punto que Sacks retoma la idea de que el giro moral de la prosa del escritor ruso descansa en el padecimiento de un tipo de epilepsia similar al sufrido por Santa Juana.
Más de una de las enfermedades alucinatorias relatadas por Sacks forman parte medular de la historia de la literatura, provocando el cruce que el neurólogo y escritor inglés encarna. Por ejemplo, la aparición de doppelgängers, duplicados de uno mismo, pero que presentan ligeras y siniestras diferencias, pueden encontrarse en la obra de Poe o en la de Maupassant, quien, por ejemplo, padeció neurosífilis y, según algunos comentarios, podemos suponer que sufrió de heautoscopia, una variante particular de autoscopia, en donde no sólo se crea un doble de sí mismo que invita a la despersonalización (¿cuál de los dos soy, en definitiva?) sino, también, al enfrentamiento: en el caso de la heautoscopia, el doble produce horror y plantea una complicada situación en donde trata de robarse la identidad del que duplica. Ahí están William Wilson y el Horla para salir de testigos.
El capítulo final, dedicado a los casos de “miembros fantasmas”, revela la preocupación principal que atraviesa el trabajo del autor de libros como Despertares (1973) o El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985): ¿cuán importante es para la vida del hombre la imagen mental que de él mismo tiene? Desde el citado “síndrome de Charles Bonnet” hasta los casos de personas con miembros amputados que todavía sienten “calambres” en la mano o pierna que no está, es la propiocepción (la percepción del sí mismo) la que muchas veces se ve afectada y produce imágenes de cosas que no están, duplicaciones de nosotros mismos o sensaciones en extremos que nos faltan. Por ejemplo, la comezón que afecta al amputado puede solucionarse engañando al cerebro con la colocación de una prótesis que complete el vacío percibido. O, en otro de los casos citados por Sacks, con el uso de la famosa “caja de espejos” de V.S. Ramachandran. Y aquí no hablamos de un entretenimiento de feria circense sino de un experimento científico sólido y bastante intrigante: una persona con un brazo amputado que siente un dolor o calambre en la parte ausente puede colocarse en la caja, la cual, mediante un espejo, duplica al miembro presente y le permite al afectado “mover” el reflejo y alivianar la molesta sensación.
En Alucinaciones, Oliver Sacks logra, mediante una prosa literaria que abreva en la sencillez y crudeza del discurso médico, hacer un repaso de diferentes males neurológicos, enganchándose a la vieja tradición de la descripción de casos médicos excepcionales propia del siglo XIX (y del XX: ¿se acuerdan de House M.D.?), poniendo un poco en duda esa confianza tan propia del humano que reposa en las bondades de su desarrollado cerebro, órgano cruel que, como ciertos hermanos mayores, a veces nos tiende bromas demasiado pesadas.