Domingo, 16 de febrero de 2014 | Hoy
Cuando Tobías Wolff vino a la Argentina a fines del año pasado, no sólo la nombró entre sus escritoras favoritas e imprescindibles, sino que dio un texto suyo como lectura obligatoria en el taller que ofreció. Se trataba de “Chica”, que había aparecido en The New Yorker en 1978, revelándola como una nueva voz poderosa, y se trata de Jamaica Kincaid, cuyos libros han vuelto a circular en los últimos tiempos. Nacida en la isla de Antigua, emigrada a Nueva York, Kincaid logró llevar adelante una obra que, aun marcada por los aspectos más duramente autobiográficos, no le impidieron convertir esa materia personal en una valiosa obra de ficción.
Por Laura Galarza
El avión se eleva. Es la primera vez que deja la isla. Desde el aire, Antigua parece tan pequeña y verde, mientras que desde la superficie se veía marrón. Eso piensa Elaine Cynthia Po-tter Richardson –que años después cambiaría su nombre por el de Jamaica Kincaid a pedido de su familia– mientras deja su isla rumbo a Nueva York para trabajar como au pair. Tiene 17 años. Aún no lo sabe, pero no volverá hasta cumplir los 36, ya convertida en escritora, y cuando su hermano esté muriendo de sida.
En aquella habitación que le asignó la familia de Westchester para la que trabajó al comienzo de su nueva vida en Estados Unidos –pequeña, al fondo de la casa– Kincaid guardaba debajo de la cama sus libros y una caja con las cartas que le enviaba su madre. Todas sin abrir. “Dar la espalda a algo es una de las cosas más difíciles que se pueda hacer, pero una vez consumado cuesta creer que te haya resultado duro en absoluto”, escribirá más tarde en La autobiografía de mi madre, su quinto libro publicado en 1995. “Girl”, su primer texto de ficción que apareció en The New Yorker el 26 de junio de 1978, tuvo una repercusión impensada. “Siempre comé la comida de forma tal que no les revuelva el estómago a los demás; los domingos tratá de caminar como una señorita y no como la puta que tanto te empeñás en ser.” “Girl” reproduce la voz de una madre que apenas tomando aire –una larga oración dividida por algunas comas– le habla a su hija, advirtiéndole cómo comportarse. Sin embargo, lo eficaz del relato es lo subliminal que opera como un golpe en la boca del estómago: el odio y la destrucción de los que es capaz –también– una madre. Cinco años más tarde, en 1983, Kincaid publicará su primer libro, En el fondo del río, una serie de relatos que incluirá el emblemático “Girl”.
Cuando Tobías Wolff vino a Buenos Aires en el marco del Filba a fin del año pasado, “Girl” fue lectura obligatoria para asistir a su taller, además de dos cuentos de Chejov. Wolff, quien respalda con fervor la candidatura de Kincaid al Nobel, venía de seleccionarlo para la edición de su antología The Vintage
Book of Contemporary American Short Stories. Eso provocó que, además de la reaparición en nuestras librerías de lo imprescindible de Wolff, Vieja Escuela y Vida de este chico, también el nombre de Kincaid volviera al boca a boca como el secreto mejor guardado.
Quien descubrió el talento y esa voz tan personal fue el legendario editor de The New Yorker William Shawn, el mismo de Capote, Salinger, Updike y Cheever, entre otros. La historia habría sido así: decidida a dejar su trabajo como niñera, a Kincaid la vida se le abre como un abanico. Y sus alas crecen. Se anima a empezar a escribir –recuerdos, sueños, pequeñas historias– en un cuaderno en blanco que lleva con ella. Obtiene una beca para estudiar fotografía en la Universidad de New Hampshire. Al tiempo abandona y regresa a Nueva York, donde se emplea como recepcionista en una agencia de publicidad. Sin pensarlo mucho y como una apuesta, comienza a escribir artículos para revistas, como The Village Voice e Ingenue, y hace amistad con George Trow, colaborador habitual de The New Yorker. El es quien la presenta a Shawn. Cuenta Kincaid: “Escribí algo, pensando que eran sólo notas y pequeños pensamientos. George se las dio al Sr. Shawn, y él los publicó tal como yo las había escrito. Así fue como empecé”.
Y así es como Kincaid escribirá en la sección “The Talk of the Town” de manera ininterrumpida entre 1974 y 1983. Una antología con 77 de estas columnas fue editada en 2001 como Talk Histories. El trabajo de Kincaid en The New Yorker se prolongó por veinte años, y fue –según ella– una gran prueba. “La generación de escritores del New Yorker del que yo formé parte eran hombres blancos que habían ido a Harvard o a Yale. Y yo no era ninguna de esas cosas.” En las últimas páginas de Mi hermano (1997), donde relata en clave de ficción la agonía de su hermano muerto de sida y su vuelta a Antigua, Kincaid se despide de Shawn, que también muere durante el proceso de escritura de la novela. “Siempre que pienso en escribir algo, inmediatamente lo imagino a él leyéndolo, y la idea de ese hombre, William Shawn, leyendo algo que yo he escrito, sólo me provoca deseos de escribir más.” Para ese entonces Shawn era su suegro, ya que Kincaid estaba casada con su hijo, el escritor y compositor Allen Shawn, aunque asegura que cuando lo vio por primera vez, y se sintió atraída por él, no sabía que era su hijo. Hoy están separados, y Allen volvió a formar pareja con una violinista con la que tiene una hija pequeña. Kincaid acaba de publicar este año su último libro, See Now Then, inédito en español, después de casi diez años, que cuenta el derrumbe de una pareja, el señor y la señora Sweet, ambientada en un pueblo de Nueva Inglaterra. Ella es negra y aficionada a la jardinería y él es blanco y compositor musical.
Kincaid está habituada a lidiar con un sector de la crítica norteamericana –incluidos algunos colegas– que apuntan: “Demasiado autobiográfico”. “Es una forma de desmerecer mi trabajo”, retruca ella. “Philip Roth escribió Mi vida como hombre. Es de sus mejores libros, un gran libro, pero nunca he oído hablar de él en forma despectiva porque usó su propia vida para crear esa novela.” También la acusan de escribir “enojada”, y resulta increíble que esa apreciación figure en Wikipedia. Autores como Ann Tyler o Salman Rushdie han criticado su “ferocidad”. “En mi escritura exploro las violaciones que la gente comete sobre el otro. Y lo importante no es si estoy enojada. Creo que estoy diciendo algo verdadero. ¿Acaso la verdad tiene un tono?”. Como contracara, Susan Sontag –gran admiradora– ha destacado su “sinceridad y veracidad emocional”.
Kincaid no se incomoda. Está más acostumbrada a la soledad que a la parafernalia de los círculos literarios. “He aprendido a no tener miedo de la gente más poderosa que yo”, dice con voz serena pero firme en una de las pocas entrevistas televisivas que concedió. También busca zafarse –con esa gimnasia que adquirió– del encuadre de luchadora racial y feminista. Sabe que es otra manera encubierta de descalificar su obra, y que de lo que escribe –el poder y la impotencia– trasciende los encasillamientos: “Me molesta que la vida de los negros en América se centre en el espectáculo; los negros hemos permitido ser considerados como un espectáculo, un entretenimiento. No hay nada de raro en ser negro. Hemos internalizado la otredad que nos han impuesto”.
En 1988 Kincaid escribe Un pequeño lugar, su único ensayo, sobre Antigua, el racismo, la corrupción y cómo a pesar de ser una nación independiente desde 1981, sus pobladores siguen comportándose como colonia británica. Que su familia y sus amigos aceptaran tácitamente su condición de inferioridad enfurecía ya desde pequeña a Kincaid. “Para mi generación, ser civilizado era ser inglés, amar las cosas inglesas y comer como los ingleses.” En Lucy, la novela que escribe en 1990 y que se basa en su experiencia como au pair, la protagonista recuerda cómo de pequeña era obligada a memorizar un poema del inglés William Wordsworth sobre la belleza de los narcisos. Esas flores que no existían en la isla. “Nunca voy a aceptar la paz. Eso parece la muerte. Mis antepasados llegaron desde Africa hasta las Antillas como esclavos. Yo nunca pude olvidar ni perdonarlo. Es como una gran ola que todavía está latiendo.”
Su familia la obligó a cambiar su nombre cuando empezó a escribir sobre ellos, aunque, asegura Kincaid, nunca leyeron nada de lo que escribió. A esta altura se hace necesario volver a las cartas de la madre sin abrir debajo de la cama. Para entenderlo, alcanzaría con saber que cuando Kincaid tenía quince años su madre dejó a su cuidado a su hermano de dos. Al volver, descubrió que su hija mayor, en cambio de ocuparse, había estado todo el día leyendo. La madre juntó todos los libros que la niña tenía hasta el momento (la mayoría robados de la biblioteca, no los podía comprar), los apiló y, después de rociarlos con petróleo, los prendió fuego. “No sería raro que pasara el resto de mi vida intentando que aquellos libros volvieran a mí escribiéndolos una y otra vez hasta que fueran perfectos, ilesos, como si nunca les hubiera rozado el fuego.” Kincaid ha dicho en varias oportunidades que su madre “le retiró su afecto” a los nueve años, al nacer el primero de sus hermanos. Luego vendrían dos más, todos de un hombre que no era su padre. El suyo había muerto siendo ella bebé. Así que cuando su madre dejó de mirarla, se convirtió en huérfana. Resulta curioso descubrir que Kincaid es una experta en cuidado de jardines. Su libro Mi jardín (1999), recopilación de ensayos publicados a lo largo de los años en The New Yorker donde –claro, otra vez, lo que no cesa de escribirse– se utiliza el jardín como metáfora de la conquista y la familia. En un fragmento de Annie John (1986), Kincaid cuenta que mientras cocinaba su madre la mandaba a buscar al fondo de su casa las hierbas, tomillo o albahaca que cultivaban en pequeñas ollas en un rincón de su pequeño jardín. Al regreso su madre se agachaba y le daba un beso. Y ella atesoraba la marca vaporosa de los labios cálidos y gruesos de su madre estampada en su cara, que tardaba un rato en irse.
Como si dentro suyo hubiera crecido un árbol que, expandiendo sus ramas, no dejó que el dolor entrara. “Nadie me observaba y me contemplaba a mí, sólo yo me observaba y me contemplaba a mí misma; la corriente invisible salía de mí para volver a mí. Acabé amándome a mí misma tercamente, como fruto de la desesperación porque no había nada más.” Eso escribe en La autobiografía de mi madre, una de sus novelas más populares. En ella, cuenta una historia basada en la de su propia madre, nacida también en una isla, Dominica, cuya madre muere al nacer y su padre se va y la deja con la mujer que le planchaba la ropa. Sin embargo, se puede intuir cómo las vivencias de esa niña abandonada pueden haber pertenecido por entero a Kincaid. Hay un pasaje notable de la novela, donde quizás aquello que aparecía como voz en off en “Girl”, es dicho –ahora indudablemente marca Kincaid– con salvajismo y extrema lucidez: “Tendría hijos, pero nunca sería una madre para ellos. Los tendría en abundancia; saldrían de mi cabeza, de mis axilas, de entre mis piernas; tendría hijos, colgarían de mí como los frutos de una parra, pero yo los destruiría con la indiferencia de un dios. Tendría hijos por la mañana, los bañaría al mediodía en un agua que saldría de mí misma y me los comería por la noche engulléndolos enteros de un solo bocado. Vendrían a la vida para dejar de vivir durante su día de vida les llevará hasta el borde de un precipicio no les empujaría no tendría que hacerlo las voces de extraordinarios placeres les llamaría desde el fondo del abismo. Ellos no descansarían hasta unirse a esos sonidos, cubriría sus cuerpos de enfermedades, adornaría su piel con llagas de delgadas costras, de las llagas rezumaría a veces un espeso pus de que estarían sedientos y nunca podrían apagar su sed. Los condenaría a vivir en un espacio vacío congelados en la misma postura en la que hubieran nacido. Los arrojaría desde una gran altura. Todos los huesos de sus cuerpos se fracturarían, y esos huesos nunca se soldarían debidamente sanando, de la misma forma que se habían roto sin curarse nunca en absoluto”.
Rodear la isla de Antigua en auto puede llevar apenas unas horas. Sin embargo mientras Kincaid vivió allí nunca la recorrió entera, a pesar de que la mayor parte del tiempo vivía fuera de la casa. No tenían electricidad, ni baño, ni agua corriente. “Del lugar de donde vengo no hay mucho espacio, y más allá sólo está el mar. Y si uno quiere caminar en el mar, se hunde.” Una vida de opresión entre tanta naturaleza, impensable para los turistas y el jet set europeo que hoy compra viajes a la apodada “Perla del Caribe”.
En Lucy hay una mirada punzante sobre la vida burguesa americana. La pareja que contrata como niñera a Lucy está en crisis. Aunque tengan todo lo que hay que tener, éxito profesional, una casa en el lago y dos hijitas preciosas, se los nota tensos. El marido de Mariah (así se llama la mujer) la engaña con la mejor amiga de ella. “Para mí fue divertido y un alivio observar la infelicidad que el exceso puede acarrear”, ha dicho Kincaid acerca de su propia experiencia volcada en la novela. Esa mirada impiadosa, despojada de prejuicios aunque nada ingenua de Lucy, convierte a esa familia tipo en marionetas del destino.
Será por eso que cada vez que puede Kincaid hace referencia a que la cocina del lugar donde vive hoy en Vermont es más grande que toda su casa en Antigua. Y atiende a los periodistas que la visitan, allí, mientras dice: “La vida es un juego en el que gana el mejor, un juego en el que pierde el peor: un juego en el que ganar significa poseerlo todo y perder es no tener nada, o un juego como el de las sillas y la música, en el que cuando termina la música ganar es sentarse en una silla y no dejar jamás espacio al perdedor, que está condenado a permanecer eternamente de pie”.
Da la sensación de que algo de aquella jovencita que llegaba a Nueva York sin saber lo que era un baño, un ascensor, ni el frío, aún queda en Kincaid, que sigue librando una batalla con su interioridad. “Soy alguien que escribe para salvar su vida, no puedo imaginar lo que haría si no escribiera. Estaría muerta o estaría en la cárcel porque, ¿qué otra cosa podía hacer? Si me voy a dar un paseo, igual estoy pensando en escribir. Doy un vistazo a las flores del jardín, voy a un museo, pero todo vuelve a la escritura. No sé lo que soy si no estoy pensando en escribir.”
En un pasaje de La autobiografía..., la niña protagonista quiere darles una lección a esas tortugas que no la obedecen. Tapa con un poco de barro los pequeños orificios por donde las tortugas sacan el cuello y deja que se sequen. Cubre con piedras el lugar y se olvida de ellas. Cuando regresa, están todas muertas. Jamaica Kincaid podría ser esa tortuga, asfixiada, y también la niña, una sobreviviente. “Aquí estoy, déjenme contarles acerca de mí. Supongo que estoy tratando de entender cómo llegué a ser la persona que soy.” Casi un ruego lo de Kincaid, al que su lector no puede negarse una vez que cruzó la primera página, capturado por esa voz, cruel y bella, que parece venir desde dentro del caparazón.
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