Esta semana murió Lucius Shepard, un escritor que los cultores de la narrativa de ciencia ficción reconocerán de inmediato como una de esas señas secretas que ni siquiera Internet llegó a divulgar del todo. En Argentina, sus cuentos empezaron a circular a fines de los años ochenta en la revista Cuasar. Después de un período de ostracismo, había vuelto a tener proyectos que divulgaba a través de Facebook. De su obra se destaca el volumen El cazador de jaguares, y han quedado numerosos relatos y nouvelles de su última época aun sin traducción al castellano.
› Por Martín Pérez
Hay escritores que terminan siendo para sus lectores algo así como sus autores privados. Porque su nombre parece significar algo sólo para ellos. Con Lucius Shepard eso solía ser aún más frustrante, porque cuando se lo nombraba ante un interlocutor ocasional, la respuesta inevitablemente terminaba derivando de una u otra manera hacia Sam, el Shepard famoso. Por lo que su mención se terminaba convirtiendo casi inevitablemente en una contraseña sólo para entendidos.
Los pocos que se hicieron entendidos de Lucius desde este lugar del mundo seguramente lo hicieron gracias a la revista Cuasar, que hacia fines de los ‘80 intentó llenar el vacío dejado por El Péndulo. En la corta época en que intentó ser una revista-libro, con apariciones cada vez más esforzadas y azarosas, alcanzaron a dedicarle un completo especial a este otro Shepard. Incluía un cuento apasionante, llamado “Los confines de la Tierra”, un par de notas y hasta una entrevista. Durante mucho tiempo, esa fue toda la información que pude conseguir sobre él. Pero me alcanzó. Porque el cuento era fascinante. Y su vida lo era aún más.
Lucius sabía construir personajes y mundos, lograba que sus historias parecieran reales, ubicadas en el aquí y ahora, narradas por una voz personal, que demostraba tener una imaginación original, oscura, fantástica y, como si fuera poco, contestataria. Conocía el mundo más allá de las fronteras de los Estados Unidos, y había viajado mucho por Centroamérica. Era un ex rocker nunca hippy, reconvertido a escritor de ciencia ficción a los treinta años, cuando las otras rutas de su vida habían perdido sentido. Un tipo que había vivido lo suyo, a la manera de los beatniks, pero con rock en lugar de jazz, y que después se había puesto a escribir esa ciencia ficción que se preocupa más por la ficción que por la ciencia. Y sus cuentos eran hipnóticos.
Aquel especial de Cuasar tiene fecha de septiembre de 1989, y desde entonces nunca he dejado de estar detrás de la pista de Lucius. Me acuerdo de que el periodista y escritor Charlie Feiling contó alguna vez que coincidió con él en Iowa, donde Shepard escribió parte de Dorada, una novela que –según aseguran los especialistas en vampiros– es uno de los mejores secretos del género. Una de las maravillas de la aparición de Internet es que permitió obtener nueva información de todas esas obsesiones que uno tenía perdidas y compartimentadas, y Lucius siempre fue una de ellas. Después de todo, pocos sabían de su existencia, así que era imposible conseguir novedades suyas por otra vía.
Así fue como los iniciados pudimos enterarnos de las idas y vueltas de su carrera, que después de esa primera época –la única que fue generosamente traducida, incluyendo las novelas Ojos verdes y Vida en tiempo de guerra, por la editorial madrileña Jucar– cayó en un cierto ostracismo durante los ’90, y a partir del cambio de siglo se multiplicó con nuevos bríos, aunque siempre en editoriales pequeñas y ediciones extrañas. El formato que siempre le calzó mejor a la escritura de Lucius fue el de la nouvelle, donde podía extender sus largos parlamentos y desarrollar generosamente ambientes y personajes, pero son trabajos que suelen ser difíciles de publicar. Muchas de esas nouvelles encontraron su lugar en esos libros fruto de la necesidad.
En el último tiempo, Lucius se había convertido en un habitué de Internet. Empezó publicando en algunos blogs, e incluso llegó a reconvertirse como crítico de cine para la revista online Electric Story. Siempre iconoclasta, despreciaba a Hollywood y a sus estrellas, pero era generoso e inteligente, y nunca dejaba de celebrar una buena historia. A través de Facebook, en los últimos años fue posible enterarse de que había regresado con ganas a la escritura. Tenía nuevos libros por venir y se lo notaba entusiasmado. Confesaba que “Los días pasan como caballos salvajes sobre las colinas” era uno de sus poemas preferidos de Bukowski, había comprado entradas para ver a Peter Murphy y hasta se tomó su tiempo para viajar a Francia a presentar nuevas traducciones de sus libros. De pronto dejó de postear. Cuando volvió la actividad en su muro, fue por el mensaje de un amigo que –a fines del año pasado– informaba que Lucius había sufrido un infarto. Pero estaba mejorando. Hasta que esta semana se difundió la noticia de su muerte.
Cuando publicó sus primeros cuentos en las revistas del género, treinta años atrás, Shepard sorprendió incluso a los lectores más entendidos dentro del mundo de la ciencia ficción. Porque lo común es que los jóvenes recién llegados al medio crezcan en público, luchando por mejorar su arte y crecer como personas, mientras alternan entre cuentos que llaman la atención y otros que son apenas publicables, pero al menos les permiten seguir en escena. Pero como bien explicó Michael Bishop en el prólogo de su formidable El cazador de jaguares, la sorpresa con Shepard fue que desde sus primeros relatos parecía dominar totalmente su arte.
Por eso es que no sorprende que sean justamente esos cuentos, compilados en aquel libro iniciático –para traducirlos, la editorial catalana Alción los dividió en dos volúmenes, titulando al segundo El hombre que pintó al dragón Griaule– los que aparecen aún hoy, ante la inesperada noticia de su muerte, como la mejor muestra de la obra de un escritor inteligente, imaginativo y apasionado, dueño de una voz convincente y confesional que, como escribió Cory Doctorow al despedirlo, supo cambiar a los lectores que tuvieron la suerte de cruzárselo en su camino.
Hay un cuento en el segundo de esos volúmenes iniciáticos que se llama “El fin de la vida tal y como la conocemos”. Narra la historia de una pareja de mochileros que vive reprochándose cosas y, a punto de separarse, se embarca en una experiencia fuera de lo normal, algo que en vez de precipitar la pelea –como sería de esperar– termina haciéndolos aceptar su realidad, abrazando sabiamente su nuevo destino. Para el joven lector que lo descubrió entonces, aun sin haber vivido demasiado, aquel cuento fue toda una revelación. Para el que quiera descubrirlo ahora, aquel relato tal vez sirva para prologar la noticia, y enmarcar la pérdida. No hay Internet que valga ahora, ya no habrá nuevas noticias de Lucius Shepard. Pero quedan aquellos cuentos, y todas esas nouvelles aún sin traducir para recorrer y descubrir, buscando aunque más no sea alguna versión de esa voz única y personal, aquella de la que Bishop escribió que “al igual que Atenea surgiendo magníficamente completa de la frente de Zeus, apareció en el escenario de la fantasía y la ciencia ficción como un talento totalmente formado”. Una voz que se fue esta semana, como todos, habiendo perdido partes por el camino. Pero que se queda aquí, también como todos, gracias a todos esos libros.
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