Domingo, 30 de marzo de 2014 | Hoy
El arco paradigmático de la inmigración española en la Argentina encuentra un cauce en La abuela civil española, primera novela sola (hay una anterior, en colaboración con Luis Mey) de Andrea Stefanoni. Un aprendizaje que parte del dolor y llega a lo más áspero de la educación en soledad, en un libro emotivo y contenido.
Por Hugo Salas
Un llamado telefónico interrumpe la rutina de la narradora, a la que un accidente, la caída de su abuela, habrá de sustraer del mundo para sumergirla de lleno en los avatares y sinsabores de la vida de esa mujer, la abuela Consuelo, desde su infancia en un pueblito montañoso de España hasta el presente, en los suburbios de Buenos Aires. Pastoreo, trabajo en las minas, las cárceles de Franco. Así comienza, de eso trata, La abuela civil española, primera novela en soledad de Andrea Stefanoni (autora de Tiene que ver con la furia, 2012, en coautoría con Luis Mey).
En rigor de verdad, “novela en soledad” resulta una expresión poco afortunada, ya que el libro se erige como un monumento a la relación entre la narradora, Sofía (alter ego que Stefanoni ya ponía en funcionamiento en su novela anterior), y su abuela. Al mismo tiempo, la descripción resulta totalmente precisa, en tanto algo de la rotunda soledad y el desamparo de esa niña que cuida ovejas de los lobos en las montañas de León, a principios de siglo, parece transmitirse de manera imprecisa, fantasmagórica, a todos los demás personajes de la novela y sus descendientes. Sola está la narradora cuando recibe el llamado de su hermano, solo, perdido en un lugar alejado, avisándole que la abuela se ha caído y está sola, como solo estuviera el abuelo en las cárceles de Franco y sola y desamparada habrá de mostrarse a la hija de la abuela, madre de la narradora (el nexo fundamental, terriblemente esquivo), en uno de los momentos más lacerantes de lo poco que de ella se cuenta.
Igual que los islotes del delta del Tigre, lugar por adopción de los abuelos inmigrantes, donde la narradora forja los recuerdos más felices y secretos de su infancia, todos los personajes de La abuela civil española parecen al mismo tiempo aislados e interconectados por un medio tan variable e insondable, en su lecho, como las lodosas aguas del río, distancia que sólo puede salvarse con el auxilio de un vehículo peligroso e inestable, el bote (tal vez la escritura), o exponiendo el propio cuerpo a la mecánica del nado (destreza que la abuela, a pesar de vivir rodeada de agua, jamás adquiere). El afecto adquiere así un rostro distinto, singular: el respeto y el acompañamiento de esa soledad del otro, como cuando la abuela decide encargarse por su propia cuenta de los parques que cuidan en las islas para que el abuelo pueda dedicarse por completo a la apicultura.
Es que si algo caracteriza a la abuela Consuelo –con ese repicar semántico que tienen algunos nombres españoles y que tanto perturbara la sensibilidad de Lorca– es el despojamiento. No tener y verse privada, ya desde la infancia, de lo mínimo que consigue arrancarles a las minas de carbón por una madrastra malvada de irónico nombre Esperanza, ése parece ser el sino de una protagonista que así y todo, en esa sociedad íntima y distante con un marido acosado por los temores del pasado, podrá construir una vida (adquirir la casa, criar sus hijos, convertirse en novela). Su historia no es otra que el arco emblemático del inmigrante, condenado a contradecir los fundamentos de la lógica y a hacer un mundo de la nada, ex nihilo, igual que en el proceso incierto de la escritura.
De hecho, la prosa de Stefanoni parece duplicar el arco de la abuela. Al comienzo, el estilo parte de frases sencillísimas, de un despojamiento absoluto, casi migajas, que más que establecer relaciones de contigüidad entre sí parecen superponer tonos, impresiones veloces de una limitación extrema, donde a menudo lo que podría aparecer vinculado por comas u otros signos de puntuación se presenta disgregado por la palmaria desconexión que instaura el punto (dos ejemplos: “En aquel pueblo, los infartos eran sustos. Los cánceres, amarguras. Las sífilis, pecados”; “Se quedó mirándolo. No estaban a más de diez metros de distancia. Todos paleaban. Menos Felipe”). Esa interrupción, esa privación de la continuidad de la frase, establece un ritmo de lectura que reproduce, mejor que cualquier descripción, las duras condiciones de vida en el pequeño poblado de Boeza.
De manera sutil, sin estridencias, la frase va extendiéndose poco a poco, sin perder nunca cierta parquedad general, pero ganando una complejidad, una vitalidad interna que parece responder no sólo al cambio geográfico sino también al de las condiciones de vida (“Cuando lleguemos a la estación, respiraremos hasta el fondo en busca de calma por todo el tránsito, las peleas a bocinazos y las imágenes de los que están ahí, de los que trabajan al costado del camino, bajo el sol, sobre el asfalto, y que nunca tocan las islas”). En consonancia, mientras que la primera parte transmite con implacable dureza el cotidiano de la guerra civil y la España de Franco, la tercera y última resulta la más emotiva, la que abre y termina de tejer todo ese monumento en torno de un amor, un afecto, que nunca se dice pero es tan palpable e inmediato como la alegría del perro que, sin poder esperar la llegada de la lancha que trae a la narradora, se arroja al río a buscarla.
“La abuela es la vida y la guerra.” También el pasado, con su proximidad inquietante, siempre ahí, como un río que corre ante nuestros ojos y en el cual se puede reconocer, ya sin posibilidad de intervención, la propia historia. Desplazarse a nado o en bote por la vida y la guerra, llevando por toda brújula planes, los más sencillos, los inmediatos, los que se pueda hacer y sostener incluso ante el egoísmo y la arbitrariedad de la Esperanza, madre terrible de la que sólo cabe aprender lo que no hay que hacer, ése es el legado que dejan el destierro, la privación y el empeño del inmigrante a la narradora, a la que escribe, en el delta absoluto del presente. Después de todo, no parece tan equivocada esa abuela que no nada en su porfiado convencimiento de que allí, desde la orilla, le ha enseñado a nadar.
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