Domingo, 30 de marzo de 2014 | Hoy
El trabajo de rescate de su obra narrativa y poética parece cumplir con el designio del propio Francisco Urondo: en la vida se trata de ir reuniendo los escritos de uno, inclusive los más dispares. Obra periodística encerraba, en este sentido, el mayor desafío, por el nivel de dispersión y heterogeneidad de los materiales. El resultado es un singular testimonio de época, que registra los estilos e intereses del escritor y militante, y también de los años inmediatamente previos al nuevo periodismo cultural argentino.
Por Damián Huergo
En 1966 y 1967, Paco Urondo publicó sus únicos dos libros de cuentos, Todo eso y Al tacto, respectivamente. En ambos (reeditados por Adriana Hidalgo en 2011) ensaya diferentes registros y estilos narrativos para abarcar sus preocupaciones, obsesiones y deseos, como si fuesen una pequeña y contundente muestra de sus modos de narrar. A través de la ficción –que incluyó además la novela Los pasos previos–, Urondo exploró su universo social y personal, focalizado –y ampliado– en su pasión por las mujeres, la poesía, la política y las diferentes “patrias grandes y chicas” de su país. Luego, al igual que Rodolfo Walsh, menospreció el género por ser una forma literaria de la sociedad burguesa. Y, a la vez, redobló su apuesta al destacar la importancia del testimonio, porque –según sus palabras– “la realidad que vivimos me parece tan dinámica que la prefiero a la ficción”.
Sin embargo, la creación de relatos testimoniales no aparece por primera vez en su trabajo en la movida década del sesenta. Camuflados en textos periodísticos y laborales, lo acompañaron durante toda su formación como escritor y militante. Desde su inicial participación en la revista Trimestral en 1952 hasta su vinculación con Informaciones –publicada por Montoneros– en 1976, Urondo se ejercitó en la escritura de perfiles, crónicas y entrevistas. Este material, desparramado por archiveros de varias redacciones perdidas, fue reunido y puesto en circulación por la editorial Adriana Hidalgo. El trabajo de investigación, selección y notas estuvo a cargo del escritor todoterreno Osvaldo Aguirre. Y, entre los muchos aciertos, cuenta la cita del propio Urondo que –en tono profético– nos recibe al abrir el libro: “En la vida, se sea o no poeta/ se trata de ir reuniendo las cosas de uno./ Hasta las más dispares”.
La aparición de estos papeles dispares tiene al menos dos virtudes. Por un lado, la de señalar los pasos previos de Urondo antes de convertirse en la figura de poeta comprometido con la cual suele ser identificado. Y, por el otro, el valor intrínseco de cada texto, que se percibe en el estilo insólito para la época, en la vigencia de algunas de sus hipótesis, en la preocupación y conciencia de lo contemporáneo, y en la irreverencia de los argumentos recargados con pólvora y fundamentos.
Su consolidación en el periodismo se da a la par de su migración a Buenos Aires, a partir de 1960. Si bien en los años anteriores había incursionado en el género, es en esta década donde el periodismo empieza a convertirse en una alternativa laboral donde hacer confluir sus intereses estéticos e ideológicos. De sus primeros artículos en Leoplán se observa el bautismo profesional al recién llegado que hace multiplicar sumarios como si fuesen panes. En fila, aparecen notas heterogéneas, propias de las páginas de información general. Escribe, por ejemplo, sobre la importancia de la popularización de la garrafa de gas, la caracterización del futuro hombre de finanzas, la instalación del yoga en ciertos sectores sociales y, entre otras, un texto significativo sobre los cafés de Buenos Aires, tema recurrente en su ficción y en poemas como “Bar La Calesita”. Este recorrido le posibilitó a Urondo saciar su curiosidad expansiva y, a la vez, resultó ser la excusa ideal para explorar las transformaciones de Buenos Aires, de esa ciudad que “no es la mujer ideal, no es la ciudad encantada, pero es la que amamos”.
Es necesario aclarar que Urondo no llegó a Buenos Aires como un neófito. Su nombre ya circulaba entre jóvenes poetas, por títulos clave como La Perichole (1954) o Historia antigua (1956). En una anterior estadía se había vinculado con el grupo Poesía Buenos Aires y con el mundillo editorial como corrector de Losada. Por lo tanto –como cuenta Osvaldo Aguirre–, por su trayectoria y empuje, pronto empezó a tener libertad para elegir temas que lo atravesaban, haciendo rápida escala en el periodismo cultural.
Ya desde Leoplán pudo entrevistar a su admirado Girondo, destacar el Nuevo Cine Argentino –con Lautaro Murúa y Torre Nilsson a la cabeza– ocupado en cuestiones “que nos rodean”, y escribir notas de trinchera contra la mirada eurocéntrica de la SADE y otras organizaciones aledañas. Luego, trabajó free lance para Adán; Damas y damitas, donde sus críticas de teatro eran rigurosas a pesar de ser una revista especializada en moda, y en Panorama, donde entrevistó a Cortázar en su visita a Chile para conocer el camino de Allende. Además, integró diferentes redacciones como el semanario Che y el diario La Opinión, donde se consolidó como redactor de Cultura en 1971. Con una buscada intervención sobre lo contemporáneo, en sus reseñas se ocupó del antiperonismo de algunos escritores y de celebrar la nueva novela latinoamericana, como en las maravillosas reseñas sobre Bryce Echenique o Etiquetas a los hombres, de Bernardo Verbitsky.
Urondo leía la cultura con un prisma sociológico, relacionando el corpus textual con la historia nacional y la coyuntura política. Por ejemplo, en la crítica teatral sobre Lisandro, de David Viñas, discute la puesta en escena desde una lectura marxista, a la vez que asocia los parlamentos de De la Torre con la institucionalización de la represión en 1972. El estilo de sus notas no era homogéneo ni fácil de agrupar en series cronológicas. Hay textos donde inaugura un periodismo en primera persona, íntimo, partiendo desde la descripción de su cotidianidad, rasgo que luego caracterizaría al Nuevo Periodismo. Y en otro conjunto de escritos, como “¿Qué es camp?” o “Así nos parece que anda la literatura europea”, el yo del autor se diluye en el yo de los entrevistados o de los personajes de las crónicas, confiando –como diría Clarice Lispector– en que “todo eso es mejor que yo”.
Hay dos nombres que se repiten varias veces a lo largo de las casi 600 páginas de Obra periodística: Borges y Juan L. Ortiz. Ambos son admirados por Urondo. El primero le produce una gozosa incomodidad al pensar el lugar del escritor en la cultura nacional. En cambio, al hablar de Juanele se vislumbra la armonía y la pertenencia de la identificación. En una de las reseñas sobre el poeta entrerriano, dice: “Es difícil concebir que toda la naturaleza se haya filtrado en este hombre sabio y prematuro, tierno como un niño y hábil como un sobreviviente de catástrofes”. Palabras escritas en espejo. Palabras que leídas a distancia –por nuevas generaciones con catástrofes y esperanzas propias– sirven para llamar al poeta fusilado en Mendoza, al poeta de la palabra justa, al poeta que eligió la experiencia intensa de vivir y morir bajo el nombre de guerra Ortiz.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.