Domingo, 18 de mayo de 2014 | Hoy
Cuando ya no se cultiva el género epistolar y las formas de comunicación son cada vez más inmediatas y fáciles, un intercambio de cartas como el de Marina Tsvietáieva, Borís Pasternak y Rainer Maria Rilke a lo largo del verano de 1926 (el último en la vida del gran poeta checo) no sólo brilla por su valor intrínseco, sino que se resalta su carácter de artefacto literario. Cartas del verano de 1926 es el cruce fugaz e intenso de tres “almas rusas” transidas por los momentos más duros de la historia europea del siglo XX.
Por Paula Pérez Alonso
La correspondencia entre escritores es una especial ocasión para fisgonear en las relaciones de amistad, amor o empatía intelectual entre quienes han dejado consignados en la naturalidad del ejercicio epistolar “a vuelta de correo” sus pensamientos, tribulaciones, obsesiones, su poética y también un inevitable registro de época. La necesidad de volcar en cartas aquello que excede el libro de notas nos permite atisbar en las fabulosas cartas de Flaubert y Louise Colet, las de Henry James y Edith Wharton, Mary McCarthy y Hannah Arendt, Walter Benjamin y Gershom Scholem, Burroughs y Ginsberg (las Cartas de Yage, mezcla de escritos de viaje, sátira y psicodelia), para mencionar tan sólo algunas formidables.
Hoy, cuando ya nadie escribe cartas –no son necesarias–, las posibilidades de comunicación inmediata las patentizan aun más como artefactos literarios: la sustancia y la modernidad del epistolario de este trío no se diluyen con los cambios en las condiciones de producción de textos y su recepción.
Cartas del verano de 1926, escritas por Marina Tsvietáieva, Borís Pasternak y Rainer Maria Rilke, pueden ser leídas no ya como un documento sino como parte de su obra, y también como una novela artefacto de Konstantin Azadovski, Eugueni Pasternak y Elena Pasternak, los editores y autores de la introducción, las notas y los textos puente que enriquecen y articulan las cartas; ellos estructuraron su libro en diez capítulos, numeraron las cartas, incluyeron poemas de los tres protagonistas y un final con la historia de la pérdida de las cartas de Tsvietáieva, el último de una serie de trágicos hechos relacionados con su muerte. Estas elecciones conforman un libro complejo y deslumbrante no sólo por el contenido de cada una de las cartas, sino por lo que proyectan por fuera de la escritura. Esta edición no es inocente: provoca otra forma de leer.
Tres son los autores de las cartas; tres, los editores y autores de esta novela epistolar; y tres, los traductores de lujo: Selma Ancira (ruso y poemas), Adan Kovacsics (alemán) y Francisco Segovia (poemas). Tres es un número que aparece en el contenido de las cartas también, como la posibilidad de salir del binarismo que encierra, reduce y opaca.
Los protagonistas son escritores excepcionales y personas extraordinarias: viven para la poesía propia y la de aquellos que admiran.
En 1926, Rilke, fiel a su necesidad de aislamiento, reside en soledad absoluta en el castillo de Muzot, en Suiza; Tsvietáieva, en Francia; y Pasternak, en Moscú. Entre 1917 y 1920 –durante la guerra civil que siguió a la Revolución–, emigraron de Rusia miles de disidentes, muchos pertenecían al movimiento blanco contrarrevolucionario pro zarista, pero se llamó “emigrantes blancos”, y de manera despectiva, a todos los que dejaron el país, incluso a los mencheviques o socialistas moderados que se oponían sólo a los bolcheviques. Los unía la creencia de que bajo el régimen soviético el país estaba preso de quienes no sabían interpretar el verdadero ser y destino de su pueblo. Muchos fueron a Berlín, como Viktor Shklovski, quien en un principio participó de la Revolución. Entre los emigrantes estaban los que se occidentalizaron y adoptaron otra cultura y otros modales, como Elsa Triolet, esposa de Louis Aragon, amor no correspondido de Shklovski y hermana de Lilia Brik, musa de Maiakovski, y los que extrañaban tanto Rusia que regresaron, como Shklovski (después de escribir la fabulosa Zoo o cartas de no amor, ahora reeditada por Atico de los Libros).
Tsvietáieva va a París, aunque se mueve constantemente y elige la Vendée y Praga, hasta que una oleada de críticas hostiles de la prensa rusa en el exilio provoca que le retiren la mínima pensión de mil coronas que el gobierno de Bohemia asignaba a los escritores. Hacia fines de los años ‘30 volvería a Rusia siguiendo a su marido y a su hija en un viaje sin salida que desembocaría en la desesperación total, la miseria y la muerte.
En 1926, Rilke, considerado el poeta más grande de la lengua alemana del siglo XX, acaba de cumplir 50 años. Se ha apartado del mundo para consagrarse a su obra (como epítome del gesto romántico, su aislamiento incluye la separación de su mujer y su hija), se recluye en el castillo de Duino, sobre el Adriático, y en Muzot, Suiza, en los últimos años. Las cartas se inician cuando el padre de Borís Pasternak, León, recibe una carta de Rilke en agradecimiento a su saludo de cumpleaños en la que elogia unos poemas de su hijo Borís que circulaban en París. Pasternak y Rilke habían mantenido correspondencia durante veinte años, se habían conocido en Rusia en 1899, durante un viaje que el poeta checo hizo con Lou Andreas-Salomé y su marido, el orientalista Friedrich Andreas, y habían visitado a Pasternak con cartas de recomendación de amigos alemanes para que los ayudaran a conocer el país y tal vez les presentaran a Tolstoi. Pasternak era un profesor y artista de la Escuela de Pintura, Escultura y Arquitectura y justamente estaba ilustrando la novela Resurrección: al día siguiente los llevó a conocer a Tolstoi. Un año después, Rilke y Lou Salomé vuelven a Rusia y preparan una visita a Tolstoi en su casa de Yasnaia Poliana; en el tren se reencuentran con Pasternak y familia.
Rilke fue un enorme admirador de la cultura rusa, desde su primer viaje se apoderó de él “algo así como un sentimiento de patria” y atisbó un florecimiento espiritual ya impensable en el mundo occidental, perdido en un exceso de racionalismo; veía a Rusia como un país joven y promisorio, y aprendió el idioma, tradujo a Chéjov y a Dostoievski y en El libro de horas y en Historias del buen Dios expresa este encantamiento. A su vez, Marina (Tsvietáieva) y Borís (Pasternak) estuvieron cerca de la cultura alemana desde la infancia. Borís había estudiado en Marburgo; Marina y su hermana, en Friburgo; conocían y amaban el idioma alemán, su poesía y su música. En 1926 tenían poco más de treinta años y hacía rato que ambos mantenían una correspondencia intensa y profusa. Se habían intercambiado y comentado El oficio y Temas y variaciones. Imposible sustraerse al tormento de la época. La poesía estaba en crisis. La guerra de 1914 había sido una masacre incomprensible: la destrucción campeaba en todas las esferas y Borís Pasternak, así como Adorno después de Auschwitz, ya proclamaba que no se podía escribir poesía en 1919, había perdido su naturalidad y su aire, fuera cual fuere su mérito; la música tampoco tenía sentido. Sin embargo, para ellos Rilke era la encarnación viva de la poesía y, en palabras de Tsvietáieva, “el antídoto de nuestro tiempo. Rilke pudo nacer solamente en él. En eso reside su contemporaneidad”. Ella no permitirá que Borís abandone la poesía, le escribe: “De verdad que no te entiendo: abandonar la poesía. ¿Y después qué? ¿De un puente al río Moscú? Con la poesía, amigo mío, es como con el amor: mientras él no te abandone... Tú eres siervo de la Lira”. A partir de entonces ella será su primera lectora y crítica. La carta de agradecimiento de Rilke a Pasternak en la que le dice que ha conocido la obra de su hijo Borís reanima al joven poeta, que pasaba por un período de insatisfacción creativa; la noticia de que Rilke sabía de su existencia le decía que a pesar de la ruina de la Europa dividida, todavía existía la universalidad cultural europea, capaz de concebir la poesía como algo vivo. Rilke es un ejemplo de perfección inalcanzable que lo iluminará siempre. Esa noticia llega el mismo día en que lee El poema del fin de Marina y queda “obnubilado por su estremecedora fuerza dramática”; la coincidencia lo sacude, interpreta la conjunción como una doble señal auspiciosa. Siente que ha nacido de nuevo.
El intercambio entre ellos es clave para seguir escribiendo, Marina dice: “No sé de influencias literarias, sé de influencias humanas”. Tsvietáieva le pide a Borís que reúna todo lo que se ha publicado sobre el suicidio de Esenin, ella quiere conocer los mínimos detalles para escribir sobre él: “La línea interna ya la sé –toda, cada gesto–, hasta el último”. Como bien observa Selma Ancira en la nota al pie, Tsvietáieva pulveriza las palabras, trastrueca las formas, el controvertido uso que hace de los guiones es una forma de dar mayor precisión emotiva a sus ideas, y la traducción respeta esa característica de su escritura, la pausa como un signo que equivale al silencio en una partitura musical, como una forma de respiración. Borís se preocupa porque las trágicas escenas de El poema del fin también se aficionan al suicidio. Le escribe a Rilke con fervor para agradecerle el comentario hecho a su padre y le cuenta sobre Marina Tsvietáieva, le transmite toda su admiración. Quiere compartir con ella lo más valioso que tiene en su vida y piensa que la relación con Rilke puede ayudarla a afirmarse como escritora en el exilio. Le propone reunirse con ella para ir a visitar a Rilke. Ella le contesta: “¿Qué haríamos tú y yo juntos en la vida? Iríamos a visitar a Rilke”. Esta promesa o sueño es el leitmotiv que repica en sus cartas. Lo que no saben es que Rilke está muy enfermo y que morirá a fin de año.
Durante 1926 se escribirán cartas “esenciales”, necesarias, de una precisión, de un lirismo y una pasión difíciles de alcanzar. Se escriben en este tono (De B. Pasternak a M. I. Tsvietáieva, 20 de abril): “Ahí está la horma, somos el uno para el otro, he ahí la exigua ración a la que tendremos que atenernos un año entero, si vives y me prometes que yo también sobreviviré. Mi querida amiga, no estoy bromeando, nunca he hablado tan seriamente. Convénceme de que confías en mí, de que crees en mi intuición”.
Por pedido de Borís, Rilke le envía a Marina sus dos libros, las Elegías de Duino y Sonetos de Orfeo, alienta las futuras cartas y un encuentro. Ella le contesta: “Rainer Maria Rilke: ¿puedo llamarlo así? Usted, poesía encarnada, por supuesto debe saber que su nombre, por sí solo, es un poema (...) Espero sus libros como una tormenta que –quiéralo yo o no– se desencadenará. Casi como una operación de corazón (¡no es metáfora! Cada poema (tuyo) se clava en el corazón y lo talla a tu manera –quiéralo yo o no)”.
Él le contesta: “Y Ariadna (¿qué edad tiene, hasta dónde te llega?) mira contigo en esa dirección y... ‘los niños’ –¿por qué dices ‘los niños’, en plural? En 1903, cuando yo frecuentaba a Rodin, tú eras todavía una niña pequeñita a la que pronto iré a buscar a Lausana”.
Y Marina a Borís el 22 de mayo: “Más sobre la vida. Odio los objetos y la congestión que ocasionan. Como un hombre que le ha prometido a la esposa que todo estará en orden (y ella después murió, o algo así). Por eso –no es orden de vida, basado en la razón, sino manía. De pronto, durante una conversación con un amigo a quien no había visto en años, se me escapa: ‘No recuerdo si tendí la toalla. Hace sol. Debo aprovecharlo’. Y ojos absolutamente vidriosos”.
Se han encontrado tres almas rusas que viven para sus poemas y en las palabras (aunque Borís mantiene un apego firme a su familia y se percibe que no quiere perder nada; batalla contra el ahogo de la cotidianidad, tiene que conseguir los fondos para enviar a su mujer y a su hijito al extranjero para quedarse solo y ponerse a trabajar).
Esta novela à trois mantiene la tensión poética y emocional en máximo de principio a fin. Los personajes se ponen en juego casi sin especulación. Nunca llegan a encontrarse físicamente pero nada los expone más que la palabra, ése es su cuerpo a cuerpo. Se acercan, se conocen, intiman de inmediato, no resignan, exigentes también en las relaciones que van modulando en distintas formas. Se trata siempre de materia delicada. Marina quiere a Rilke todo para ella, ella misma se lo confiesa a Borís cuando él se queja: “¿Por qué me excluyes? Lo amo igual que tú”. Ella también se lo confiesa a Rilke en la carta del 14 de junio: “Escucha Rainer, para que lo sepas de entrada. Soy mala. Borís es bueno. Y como soy mala, no le decía nada –solo unos cuantos tópicos sobre tu rusismo, mi germanismo, etcétera (...) Borís te regaló a mí. Y en cuanto te recibí, quise tenerte para mí sola. Bastante feo. Y bastante doloroso para él. Por eso le envié las cartas”.
Marina necesita exclusividad y reclusión, quiere ser “toda Rusia” para él, y cuando Rilke se lo reprocha ella se adelanta y lo acusa de literal: ¿cómo ella iba a querer decir eso, tan pegado a la letra?
Mientras tanto, Marina le manda a Borís El cazador de ratas y él, El teniente Schmidt. Los dos tienen reparos con el texto del otro, tardan en responder.
Rilke se ha trasladado al balneario de Ragaz para recibir cuidados especiales, aunque no lo dice: “Ahora soy yo mismo la pesadez y el mundo a mi alrededor es como un sueño”. Marina lo requiere: “Quiero dormir contigo –conciliar el sueño y dormir–” y le advierte: “Conmigo los cuerpos se aburren”. En su siguiente carta ella le pide un encuentro para el próximo invierno, ellos dos –a solas. Rilke le contesta: “Sí, sí y sí, Marina, todos los síes a lo que quieras”. Ella le escribe que no tiene dinero, se le acabó el subsidio (el gobierno controla y restringe) y le pregunta si estaría dispuesto a correr con los gastos de ambos. La gracia y el brillo de Tsvietáieva redoblan la apuesta en cada movimiento. No se da cuenta de que queda poco tiempo.
Selma Ancira volvió a su traducción de este texto treinta años después para iluminar lo visible y lo invisible de una lengua. Su traducción vibrante ha sido multipremiada.
Minúscula ha puesto en circulación los textos de Tsvietáieva que permiten conocerla como narradora (Viva voz de vida); también Acantilado ha reeditado Mi madre y la música y Pushkin y yo.
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