Domingo, 18 de mayo de 2014 | Hoy
Fue un mito detrás del libro. Cuando Chau, papá ganó el premio de novela negra de la Semana de Gijón en 1996, se supo que su autor era el hermano de Copi, Juan Damonte. Novela dura, con gente muy dura en tiempos aun más duros, pero no por ello sin un aura de literario reviente.
Por Hugo Salas
En 1996, un fotógrafo y traductor argentino, residente de larga data en México, se alzó con el premio Dashiell Hammett a la mejor novela negra en castellano, que otorga la prestigiosa Semana de Gijón. Para sumar intriga al cuadro, el autor de Chau, papá –traducida al italiano y al francés, pero hasta ahora prácticamente desconocida aquí– no era otro que Juan Damonte, nieto de Natalio Botana, hijo de Raúl Damonte Taborda y hermano de Copi. Su reciente edición en Código Negro, colección dedicada a la literatura de género, permite saldar la deuda (y satisfacer la curiosidad).
Carlos Tomassini, protagonista y narrador, hombre del bajo mundo, misógino, amante de las armas, chofer y mecánico diestro, celebra su cumpleaños número treinta con colegas, cocaína y alcohol, elementos que habrán de reiterarse con mecánica insistencia a lo largo del libro. Al día siguiente, a punto de participar de una operación de lavado que le permitirá montar un negocio “legítimo”, una noticia lo trastorna: la liberación de El Francés, un viejo rival. Este entramado gangsteril, con familia italiana incluida, pronto entra en colisión con el ámbito en que tiene lugar, la Buenos Aires de la última dictadura militar. A su vez, la desaparición de un sobrino precipita el vértigo de una trama donde las violencias de ese presente y del pasado se confabulan y complotan en un claro derrotero de desintegración, fusionando la cuesta abajo del cine negro con los ecos del horror político.
El tono, sin embargo, no es de denuncia ni de representación social, sino antes bien el de la pesadilla y el descenso a los infiernos. De hecho, el mayor atractivo de la novela de Damonte tal vez resida en un audaz juego de contrastes por el que familias que parecen la traducción rioplatense de las de Scorsese (en particular, la de Buenos muchachos) se topan de bruces con el modelo de familia ítaloargentina característica del grotesco de Discépolo (cocoliche incluido), y el furor del hampa se traba en oposición y solidaridad con la militarización rígida y el estricto código moral de las organizaciones guerrilleras. El propio narrador explicita el procedimiento al advertir, de una patota de adolescentes, que “estaban vestidos como una imitación de sus compañeros de las películas yanquis, pero con ropa barata de fabricación nacional”.
Nerviosa, la escritura avanza eléctrica, más a tropezones que en un deslizamiento, dejando huecos de información que potencian la confusión y el despliegue del caos, la indistinción en la violencia que parece constituir su meollo mismo. Ante un ambiente varonil en el que llevar la agresión al límite constituye el código y la complicidad afectiva por excelencia, el deseo homosexual se erige a un mismo tiempo como reverso y figuración más próxima, en contraposición a la radical y hostil distancia que lo separa del mundo de las mujeres. Damonte elige entonces cerrar la faena de contaminación y mistura invocando en el centro mismo del horror y el despliegue de las armas, un resorte de melodrama tan intempestivo como tanguero, trastrocando el sistema y el sentido de la bravucona solidaridad masculina.
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