Domingo, 8 de junio de 2014 | Hoy
Alicia Waisman propone en Ser hablada una manera original de recrear los clásicos y de dar vuelta o, al menos, sospechar poéticamente del discurso.
Por Juan Pablo Bertazza
Dentro del auge ya instalado de las editoriales independientes, Ruinas Circulares merece una mención especial. Dirigida por Patricia Bence Castilla, y con la colaboración de Liliana Díaz Mindurry, Enrique Solinas y Ximena Biondo, hace ya varios años que esta casa editorial promueve, gracias a la producción incesante de concursos literarios (entre otras actividades), la búsqueda de nuevos valores poéticos. Que se entienda bien: el valor no radica en el hecho vacuo de la novedad, es decir, en esa ingenua pureza de “noserconocidos”. Por el contrario, los poetas que empezó a dar a conocer Ruinas Circulares son escritores con talento y formación que tienen algo para decir y que, acaso, nunca antes habían encontrado el canal para hacerlo. Y de paso, claro, vienen a traer aire a la siempre despabilada escritura poética de nuestro país.
Alicia Waisman es uno de esos casos: licenciada en Antropología y traductora de francés, se formó en los talleres literarios de Aníbal Ponce y Mario Jorge de Lellis. Su poema “Vacío” obtuvo en 2012 la Mención General en el V certamen literario de la editorial y, por eso mismo, resultó invitada a formar parte del jurado para el siguiente año.
Ser hablada, su libro, constituye algo así como un gran cerebro poetizado que recrea todas las actividades, movimientos y funciones que tienen que ver con la cognición, es decir que afila la palabra ahí donde se cruzan la adquisición intelectual y la emoción, el conocimiento y la subjetividad (“Tenedores sin dientes:/ Así son los recuerdos”).
Ser hablada se mueve en un registro que oscila entre la tradición y la ruptura, que retoma diversos modelos poéticos para recrearlos de manera original, casi escurridiza (“Leer a Vallejo –dicen–/ y a Montale y Ezra Pound. Escuchar un ritmo distinto cada día –dicen–/ como quien hace una lista de compras/ para el supermercado”). Algo similar a lo que encara con algunas ideas del psicoanálisis –empezando por aquello de que somos hablados por el inconsciente–: lejos de registrarlas de manera pasiva, las trasciende y traiciona, justamente como el inconsciente hace con nosotros.
Se trata –y quizás el gran objetivo de la poesía tenga que ver, justamente, con eso– de saber escuchar para aprender a hablar, porque, en definitiva, nunca estamos solos cuando hacemos uso del lenguaje o, mejor dicho, directamente somos hablados por nuestra lengua. En eso radica, precisamente, la poética de este libro que Waisman no duda en hacer explícita: “Alterar el orden/ destripar discursos/ poner cabeza abajo/ los colores/ las luces/ el deseo./ Las heridas sangran para adentro/ desquician/ la lógica imperturbable de los días”.
Ese poner cabeza abajo, que no tiene que ver simplemente con una simple inversión de los términos para alterar el producto, se entiende de manera notable en un poema de la sección “Lo arduo”: “Soles mojados por aguas/ distantes/ despiertan ocasos”.
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