Domingo, 8 de junio de 2014 | Hoy
Escritor bisagra entre los padres fundadores y la generación de entreguerras de la narrativa norteamericana, Sherwood Anderson logró crear un universo propio, con personajes representativos del “hombre medio”, pero siempre aspirando a una fuga aventurera, ambientado en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Una nueva versión de su clásico Winesburg, Ohio y los cuentos de La chica de Nueva Inglaterra coinciden felizmente por estos días en las librerías locales.
Por Mariana Enriquez
El Medio Oeste de los Estados Unidos es una región enorme, poderosa económicamente y en general poco estimada, como si el corazón del país fuera monótono, tosco, menos interesante que las dos vistosas costas o el mitificado sur. El Medio Oeste ocupa doce estados: Illinois, Iowa, Indiana, Kansas, Michigan, Minnesota, Missouri, Nebraska, Dakota del Norte, Dakota del Sur, Wisconsin y Ohio. Ahí están las ciudades de Chicago y Detroit; ahí vivieron los sioux, ahí nacieron Chuck Berry, Bob Dylan, Michael Jackson, Madonna, Henry Ford; es el rust-belt, el cordón industrial, y todavía es la región que da vuelta cualquier elección en Estados Unidos. Aun así, en el imaginario, el Medio Oeste aparece como una región polvorienta de fábricas, maíz y lagos helados, un lugar de donde escapar, un punto de partida.
La cuestión de clase tiene que ver con esta poca estima; también, la falsa idea de que el Medio Oeste no ha dado una literatura tan poderosa como la de otras regiones del país. Se trata de la región que ha dado el libro que encabezó la literatura moderna de los Estados Unidos: Winesburg, Ohio (1919) de Sherwood Anderson, texto bisagra entre los grandes padres –Melville, Hawthorne, Thoreau, Whitman– y los nombres fundacionales de Hemingway, Faulkner, Thomas Wolfe y F. S. Fitzgerald. Durante mucho tiempo, Winesburg, Ohio fue considerado un libro de cuentos; ahora los críticos prefieren reconocerlo por lo que es, una novela atomizada o, como define Luis Chitarroni en el prólogo de la nueva edición que acaba de publicar Eterna Cadencia, “una de las primeras narraciones fragmentarias”. A esta edición de Eterna Cadencia hay que agregarle la notable traducción de Natalia Moret. Winesburg, Ohio está libre de derechos y en 2010 había aparecido la edición de Acantilado con una también muy buena traducción de Miguel Temprano García, pero ésta tiene las muchas ventajas de lo local, desde la ausencia de ciertos giros castizos enojosos hasta, cuestión no menor, el precio.
Con su preámbulo activo (o “hall distribuidor”, dice Chitarroni), recurso técnico que luego sería usado por, entre otros, Ray Bradbury en Crónicas marcianas, en Winesburg, Ohio, Anderson recorre las vidas entrecruzadas de los habitantes del pueblo con el joven periodista George Willard como hilo conductor, un chico que empezará el libro como testigo de historias y ocasional escucha de las vidas ajenas y terminará, una vez muerta su madre, partiendo de Winesburg hacia el futuro (un movimiento muy propio de la narrativa del Medio Oeste, que a lo mejor debe su reputación a esa condición de ser el lugar de origen que debe dejarse atrás).
Winesburg, Ohio posiblemente tenga su origen e influencia directa en la Antología de Spoon River de Edgar Lee Masters, publicada apenas algunos años antes, en 1915. Lee Masters era también de la región: nació en Kansas y trabajó casi toda su vida en Chicago. Anderson nació en Candem, Ohio, y pasó muchos años de su vida como hombre de negocios en el pueblo de Elyria y en Chicago, hasta que no soportó más esa vida y decidió dedicarse a la literatura y al periodismo. Su registro de “el hombre común”, su preferencia por el paisaje y la psicología por sobre la trama y el efecto de una prosa llana, despojada, de cronista, con momentos de intensidad lírica, cambiaron la literatura: en el futuro, la galería de personajes, el pueblo como microcosmos y el testigo que lo cuenta serían reinventados por Yonknapatawpha, Comala, Macondo, Santa María.
De los muchos personajes clásicos de este libro hay varios inolvidables: Wing Biddlebaum, el ex maestro acusado de abusar de chicos; el reverendo Curtis Hartmann, que espía a su vecina, la maestra que fuma desnuda y cree ver en la mujer un signo de Dios; el muy serio Seth Richmond, el misógino Wash Williams, el fanático religioso Jesse Bentley, que en su relato “Piedad. Una historia en cuatro partes” cuenta, también, los grandes cambios que la industrialización trajo a la región. Pero el más inolvidable es Alice Hindman, la protagonista de “Aventura”, la chica que espera al novio que no vuelve y una noche sale a correr por las calles, desnuda. Cuando vuelve a su casa y se mete en la cama, Alice “trató de afrontar con dignidad la idea de que mucha gente debe vivir y morir sola”.
“Aventura” es una palabra que se repite en Winesburg, Ohio; es una palabra que vuelve a aparecer en los relatos inéditos en castellano de La chica de Nueva Inglaterra (Nórdica), una colección de relatos tomada casi en su totalidad de The Triumph of the Egg (1921); de hecho, las únicas modificaciones respecto de este libro son dos relatos eliminados, “The Dumb Man” y “The Man with the Trumpet”. Anderson no volvió a tener un éxito como el de Winesburg, Ohio (su novela The Dark Laughter, de 1925, vendió mucho, pero hoy nadie la lee) y ninguno de sus otros libros fue rescatado por los lectores o los críticos. Quizá sea tiempo de revisitar a Sherwood Anderson: en La chica de Nueva Inglaterra hay relatos impresionantes. Uno de ellos es “Quiero saber por qué”, famoso porque Richard Ford dijo que le había disparado su vocación literaria a los 19 años y agregó: “Es el mejor relato que he leído en mi vida a propósito del universo de los caballos, mejor incluso que los del propio Faulkner”. “Quiero saber por qué” está contado en primera persona por un adolescente que ama a los caballos y va a la mítica carrera de Saratoga, en Kentucky, al sur de Ohio. Ahí conoce al entrenador de su caballo favorito y cree tener una conexión con él: la pureza de la relación entre el coach y el animal lo lleva a una epifanía. Una epifanía que será destrozada cuando siga al entrenador hasta un burdel y lo vea degradado y fanfarrón. Y entonces: “En las pistas, el aire ya no es el mismo, ya no huele tan bien, ese lugar ha perdido su encanto”. La aventura termina en desencanto y aparece el otro gran tema de Anderson, junto con la soledad y la inquietud: la pureza. O, mejor dicho, la dualidad de pureza y bajeza. “La chica de Nueva Inglaterra”, el cuento del título, recuerda a Alice y su “aventura”: la chica, Elsie, también termina desnuda, bajo una tormenta, en medio de un maizal en Iowa, preguntándose si la vida sólo tiene para ofrecerle una casa campesina, sus primos medio brutos, la soltería en el campo. “El huevo” es el relato que más recuerda a los hombres rotos de Winesburg, con un chico que cuenta los fracasos de su padre, un mal comerciante que cae en esfuerzos patéticos por levantar su triste restorán de ruta.
Hay un centro de silencio en estos personajes, en este paisaje, en estos relatos. En “Hermanos”, un relato episódico sobre el contraste del pueblo y la ciudad, Anderson dice que de la boca de un hombre sale “la historia de la soledad humana, el esfuerzo por atrapar la belleza inalcanzable”. Todos los personajes de Anderson, incluso los derrotados, están vencidos después de un enorme esfuerzo: la búsqueda de eso que llama vagamente “aventura”, que toma muchas formas (el deseo del amor, la felicidad, el progreso, la notoriedad y que rara vez, si alguna, se consigue). La chica de Nueva Inglaterra no tiene la forma admirable de Winesburg, Ohio, aunque hay aquí cuentos impresionantes, llenos de una tristeza sin nombre, pero de enorme e inabarcable presencia, como la región donde estos hombres y mujeres viven, y que los habita.
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