Domingo, 15 de junio de 2014 | Hoy
Diversas investigaciones se dedicaron en los últimos años a rastrear los efectos de la censura a los libros bajo la dictadura militar. Ahora es el turno de un volumen de la Biblioteca Nacional, Libros que muerden, de Gabriela Pesclevi, que se enfoca en la literatura infantil y juvenil de la época. Con técnicas de collage, se repasa la historia de cada libro, se reflotan decretos, prohibiciones y quemas, se entrevista a autores y se recogen diversos testimonios de los chicos y adultos de entonces. Un oportuno puente entre la intimidad del acto de leer y los dilemas de la pedagogía y la educación en la esfera pública.
Por Damián Huergo
El primer aprendizaje de los más chicos es por repetición. En su afán –inconsciente– de sobrevivir y socializar en un mundo que no entienden, toman como modelo a los adultos que los rodean. Imitan sus modos, movimientos, lenguaje. También sus prácticas. Apenas aterrizados a una sociedad de oferta y demanda, uno de los primeros juegos en que participan se basa en teatralizar el rol del mercader. Una barra, una mesa, una línea imaginaria, alcanza para figurarla como mostrador. El negocio más popularizado entre los infantes es el kiosco. La competencia es la juguetería o la tienda de videojuegos. En cambio, la investigadora Gabriela Pesclevi, en su niñez, jugaba a la librería. Junto a una amiga ponía una manta en la vereda de su casa y colocaban sobre ella –con prolijidad como si fuesen las piezas del Tetris– una pequeña colección de libros que tomaban al azar de las bibliotecas familiares. Una tarde, una señora que tenía el aro de la bolsa de los mandados colgado del brazo, les dijo: “Ese libro está prohibido. No puede circular. Mejor guardalo”. Las chicas lo miraron y no entendieron. En la tapa tenía la ilustración de un hombre con barba y sombrero. “Freud está prohibido”, reforzó la señora. Las chicas no sabían quién era Freud ni la noción de prohibición, menos, el concepto de censura. Se guiaron por la cara aterrorizada de la señora y lo escondieron. “Sería en el año 1975 o 1976”, recuerda Pesclevi. El libro era Usos y abusos del psicoanálisis, de Lawrence Friedman. Y desde entonces, como una pata de conejo totemizada, la acompaña desde hace más de cuarenta años de mudanzas, estudios, agites, silencios y barricadas.
Usos y abusos del psicoanálisis nunca formó parte de la muestra Libros que muerden, que se planteaba rastrear, exhibir y difundir aquellos libros censurados durante la última dictadura militar. El recorte, el criterio de selección de la investigación –que derivó en la posterior exposición– estuvo perimetrado por libros infantiles y juveniles, textos escolares, libros cristianos, enciclopedias extranjeras y otras rarezas que no pasaban la frontera de la formación y el disfrute del adolescente. Sin embargo, para Pesclevi, el libro de Friedman fue un punto de partida, una pieza fundamental para reconstruir la memoria íntima, social y colectiva. Y, sobre todo, para darle un atisbo de voz al silencio espantado.
La investigación Libros que muerden, publicada por la Biblioteca Nacional, es una continuación de la muestra de nombre homónima realizada por el colectivo La Grieta de la ciudad de La Plata. Como una coleccionista que disfruta de la trama más que del desenlace, Pesclevi –aleatoriamente– venía reuniendo libros que habían sido marcados, ocultados o directamente censurados por la dictadura, sin saber el motivo ni buscando una finalidad específica. Por lo pronto, se centraba en libros infantiles y juveniles. El interés en este sector de la biblioteca universal, surgió –por un lado– por el trabajo docente que venían haciendo –junto a Fabiana Di Luca– en los talleres de arte para chicos. Por el otro, una suma de acontecimientos, como conversaciones con personas exiliadas, la lectura de Un golpe a los libros, de Judith Gociol y Hernán Invernizzi, y la aparición de archivos con los decretos de las censuras, habían avivado una especial curiosidad. La idea era averiguar la finalidad de la vehemencia en el castigo y la exhaustividad de los censores que vetaban libros como Un elefante ocupa mucho espacio, de Elsa Bornemann, o Los zapatos voladores, que integra la mítica colección infantil “Los cuentos del Chiribitil”.
Esos libros sueltos –que había juntado en ferias o fueron acercados por manos que los mantuvieron escondidos bajo tierra– tenían el sabor de las anécdotas inarticuladas que no dan cuenta de la totalidad de los sucesos. Por lo tanto, desde La Grieta se propusieron encauzar la investigación y las inquietudes en una muestra. El objetivo era no reducir la exposición al impacto efectista, poniendo sobre un estante el conjunto de libros recuperados. Sino que buscaba plantear –en palabras de Pesclevi– “una relación con el pasado y las memorias desde otros puntos de partida a los habituales en el campo de los derechos humanos y de las exposiciones librescas”.
La muestra se preparó e inauguró al cumplirse el trigésimo aniversario del golpe de Estado, el 24 de marzo de 2006. La propuesta, cuenta Pesclevi, “era interpelar a los lectores con otras variantes. Habilitar conversaciones. Apelar a imaginarios y recuerdos de infancia. Nos planteamos generar contrapuntos entre los métodos de clausura y las formas de escritura llenas de apertura y desparpajo, a través de gestos, de acciones que desarrollábamos en vivo con los asistentes. Si bien el foco siempre lo pusimos en los libros, también abrimos paso a la noción de instalación. Por ejemplo, uno de los primeros objetos que nos acompañaron fue una vieja picadora de carne, de la que sacábamos papel picado por un lateral”.
El formato libro de Libros que muerden no está pensado para cristalizar la muestra, como si fuese un bicho raro conservado en ámbar. Por el contrario, la recolección de datos, fuentes y análisis es una prolongación de la misma experiencia. Pesclevi señala que “la hechura del libro estuvo pensada para poder dialogar y generar encuentros, no sólo para apropiarnos de algunos versos, de algunas historias, sino para pensarlas como documentos”.
Una de las virtudes del libro es valorar por igual la diversidad de documentos y enunciados. Libros que muerden es la síntesis de un exhaustivo trabajo arqueológico, lúdico y participativo. Las capas que lo componen son –a priori– dispositivos contradictorios que en el conjunto no desentonan. Incluye recuentos y versos de libros, biografías de autores infantiles, ilustraciones, recortes periodísticos, copias de los decretos oficiales, tapas de libros, análisis de obras, fotos de quemas masivas, glosarios, fragmentos de entrevistas hechas de primera mano y comentarios tanto de primeros lectores que hoy son adultos, como de chicos que permanecen en la primaria actual.
Con una estética estridente, similar a la de los libros infantiles y a la de ciertos textos escolares último modelo, el volumen constituye un artefacto que se potencia en el collage, en la variedad visual y en la convivencia de lenguajes intergeneracionales. Por momentos, el libro asume el riesgo de resultar demasiado explicativo (por ejemplo, detallar qué es un decreto). Un riesgo que se corresponde con la ambición de pluralidad y la búsqueda de un alcance “no exclusivo a los docentes o estudiantes, sino de cualquier lector”.
La investigación no estuvo sostenida por subsidios, becas u otras holguras económicas que ayudaran a desarrollarla en el tiempo. Tampoco tiene un perfil académico ni una ligazón a un marco teórico explícito. Por lo contrario, los análisis singulares de algunos autores y la –nombrada– proliferación de enunciados dialoga con cierta pedagogía de la crítica y la sensibilidad. Una pedagogía no sistematizada, que aflora desde diferentes plataformas educativas (por ejemplo, la revista Tráfico, el espacio Ver qué onda, etc.), que plantea que no existe conocimiento sin afecto y que considera el pensar con el otro como una práctica imprescindible para llevar al hacer cotidiano.
En Libros que muerden, este pensamiento colectivo se pone en evidencia en la voz narrativa. Pesclevi escribe utilizando un nosotros plural y al mismo tiempo singular. En palabras suyas, es una voz que “aglutina a otros, a jóvenes que se acercaron a la experiencia, que nos acompañan en las muestras, sumándose con sus lecturas y apreciaciones. Un nosotros integrado por un grupo heterogéneo que habita La Grieta, en función del universo libresco que estimula procesos de lectura con otros”.
Libros que muerden es –sobre todo– un estudio de la censura, entendida como una parte fundamental de la historia de la cultura argentina. La función de la censura es contribuir –con tijera, fuego y sangre– a la creación de un orden nuevo. La última dictadura cívico-militar se propuso instalar valores cristianos, occidentales, con una marcada mirada biologicista sobre la sexualidad, la adolescencia, la juventud y el amor. Entre los –varios– frentes de ataque planteados, sus hacedores consideraron fundamental actuar sobre el ámbito cultural, articulando la de-saparición de cuerpos con la supresión sistemática de símbolos, imaginarios, fantasías y tradiciones, como dice Paula Guitelman en La infancia en dictadura.
El filo de la censura cayó tanto sobre prácticas individuales y colectivas (editoriales, bibliotecas, librerías, etc.), como en los lenguajes infantiles y juveniles, que debían ser uniformes, sin regionalismos ni connotaciones sociales. Según Pesclevi “se buscó silenciar distintos proyectos societarios, manifestaciones de la disidencia, expresiones libertarias, formas de emancipación alternativas a prácticas ortodoxas; en definitiva, la penetración ideológica. Había que silenciar a los infiltrados, militantes de organizaciones de base y trabajo barrial, unidades básicas. Había que clausurar la inmoralidad en el lenguaje, la inmoralidad sexual, los cabecitas negras, los jóvenes, los agitadores; los melenudos, los cuerpos deseantes”.
Para sistematizar la censura se crearon espacios para una política de control sobre los libros, dirigidos desde el Ministerio de Educación y desde otros órganos educativos como la Dirección Nacional de Escuela Media y la Superintendencia Nacional de Enseñanza Privada. Entre los decretos y comunicados de la época, raspa por su sinceridad el documento “La subversión en el ámbito educativo: conozcamos a nuestro enemigo”. El mismo alentaba la participación de la familia y de los docentes –como agentes del Estado– a buscar “subversivos” entre los estudiantes de educación superior y en aquellos que aún seguían amasando la plastilina en los niveles más chicos.
Como un octaedro, la coerción tuvo diferentes caras. Podía ser directa, marcando a autores y publicaciones en leyes y decretos difundidos en boletines oficiales. También crearon listas sin membretes gubernamentales que circulaban por bibliotecas, librerías o clubes barriales. O en ciertas “recomendaciones” sobre “el uso de la lengua castellana” y “valores nacionales” que señalaban las coordenadas creativas a autores que aplicaron la autocensura como una estrategia de defensa antes el terror. Como dice la escritora Laura Devetach: “No se trataba de prestigio académico que el libro estuviera o no en las librerías. Uno tenía un Falcon verde en la puerta”.
José Luis Mangieri fue el fundador y codirector de la revista y editorial La Rosa Blindada. Las obras que publicó no eran parte del universo infantil y juvenil que rastrea la investigación. Sin embargo, un testimonio de su hija –aparecido en el libro Es rigurosamente cierto, de Barrozo y Casabella– brama en el centro de Libros que muerden. Dice Andrea Mangieri: “Tengo diez años. La policía arrasó con los libros que cubrían cada pared de la casa. Miro a mi padre, miro descompuesta el silencio de los anaqueles. Me mira, saca de su valija negra un solo libro. Lo acomoda en un estante. El libro resuena y se expande a través del vacío”.
Una sensación similar sintió Pesclevi al poner el primer ejemplar en un estante de la Biblioteca La Chicharra de la asociación civil La Grieta. En la actualidad, ese espacio lo ocupa la “Colección Libros que Muerden”. En fila aparecen títulos de Alvaro Yunque, Enrique Medina, Javier Villafañe, Jacques Prévert, José Murillo, Beatriz Dourmerc, Elsa Bornemann, entre otros, muchos otros. Varias centenas de libros que no pudieron estar arriba de aquella manta cándida en la vereda. Libros que fueron olvidados, quemados, despojados de su potencialidad de sacudir la infancia de una generación de adultos. Libros que hoy vuelven a circular como preguntas, que están a disposición como juguetes. Libros que irrumpen con el peso de la memoria, que muerden con rabia, que recobran su fuerza al encontrarse con la parte que los completa, es decir los –nuevos y viejos nuevos– lectores.
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