Domingo, 15 de junio de 2014 | Hoy
Por Josefina Oliva
Los controles en la literatura para chicos y en las instituciones educativas se realizaron a través de la Comisión Orientadora de Medios Educativos, creada en 1979, y la Superintendencia Nacional de Enseñanza Privada (SNEP), así como por medio del manual titulado Subversión en el ámbito educativo (conozcamos a nuestro enemigo). El mismo se distribuyó durante los años 1977 y 1978 por el Ministerio de Cultura y Educación a los directivos y docentes como lectura obligatoria.
Muchos de los libros fueron censurados a través de decretos, otros por medio de notas, circulares o de listas negras, publicadas en diferentes medios o recibidas en instituciones educativas y bibliotecas. La mayoría de los decretos de prohibición fueron firmados por el ministro del Interior de la dictadura, Albano Harguindeguy, y su director general de publicaciones, Jorge Méndez; el subsecretario de Seguridad del Interior, coronel José Ruiz Palacios, y el presidente de facto Jorge Rafael Videla. Allí se indicaba lo que no se podía leer y también había listas de lo que sí se podía. Diversos testimonios dan cuenta de que este mecanismo propiciaba la autocensura. Si un libro no aparecía en ese listado permitido, pero tampoco en el de los prohibidos, “por las dudas” dejaba de leerse.
La sociedad civil muchas veces dio aviso de la existencia de textos considerados “subversivos”, propiciando el marco para que se asistiera al procedimiento de secuestro, destrucción y prohibición de obras. Hubo libros en los que resaltaron las palabras con cierta carga política, como huelga, patria y pueblo. Otros, en los que se dejaba ver cierta burla, o los que mostraban una niñez “diferente”, con interrogantes y deseos de otras posibilidades, con ansias de no tener que quedarse con la última palabra de los mayores y con el desafío hacia ellos, con historias de solidaridad, de hombres de trabajo, con peleas entre rojos y verdes, con citas de autores considerados “subversivos” o, lo que era más alarmante, las críticas a la Iglesia Católica.
Si, como en numerosos casos, la censura se extendió a nivel nacional, existen otros en que fue localizada en algunas provincias o simplemente en ciudades. En particular, en la provincia de Buenos Aires existió un plan a través del cual no sólo se trataba de verificar la presencia de material “infiltrado” dentro de los colegios, sino que además se intentaba rastrear a toda “organización subversiva” que enviaba textos, libros, “desde el exterior”.
Este texto pertenece a Libros que muerden, de la Biblioteca Nacional.
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