Domingo, 13 de julio de 2014 | Hoy
Un oblicuo libro de memorias, una nueva traducción de Solaris, un juego borgeano de falsas reseñas, una colección de inéditos: Stanislaw Lem llena las librerías con una obra que nunca se conformó con ser ciencia ficción. Sesgados por la filosofía, la literatura y una cierta crueldad, cuatro libros que construyen un laberinto profético, moral y más que placentero para perderse.
Por Fernando Krapp
Para un chico que ni ha entrado en la preadolescencia, la puerta cerrada del estudio del padre es una invitación obligada a la trasgresión. Más si el padre, un reconocido otorrinolaringólogo de la acomodada burguesía polaca previa a la guerra, guarda bajo doble llave en la cajonera de su escritorio el talismán más extraño de todos, la recompensa por el trabajo realizado: un hueso humano. El único hijo del matrimonio Lem tenía fascinación por ese hueso y, claro, por ese cuarto donde podía meterse por horas cuando su padre no estaba en casa, entre láminas vetustas del cuerpo humano, volúmenes sobre enfermedades venéreas (alimento crucial para un hipocondríaco temprano y declarado) y demás objetos que despertaron la imaginación del pequeño Stanislaw a niveles estelares.
Esa imaginación, casi ochenta años después, es la que le juega una mala pasada al devenido exitoso escritor de ciencia ficción cuando se sienta a evocar, a buscar situaciones y decorados para sus recuerdos. Esa imaginación que le permitió crear congresos de futurología, inventar planetas con mares mentales que dan vida a recuerdos, represiones y culpas, fabricar sueños invencibles de cibernética hard, generar hipótesis sobre las más diversas formas de vida cósmica, desarrollar una descomunal enciclopedia universal con las biografías más ilustres de la cultura intergaláctica que formarían la Biblioteca del Siglo XXI (desde mediados del XX), encontrar memorias perdidas en una bañera, buscar muertos vivos. En fin, esa poderosa imaginación contenida en un simple cerebro humano es la que no puede darle una dimensión de verdad a los recuerdos de niñez, la que lo obligará a torcer los hechos para darle una espesura que quizá no tuvieron. Stanislaw Lem se lamenta en el prólogo de su autobiografía El castillo alto (Funambulista), publicada en 2006, poco antes de morir de un paro cardíaco: “Me veo en la embarazosa posición de alguien que no puede alcanzar una bolsa llena de hechos, por muy caótica que resulte la mezcla de esos hechos, y lo que hago es arrastrarlos, como a la fuerza, desde las estructuras en las que habían adoptado una apariencia de realidad”. En parte, el prólogo es una justificación que no deja de ser la contrapartida de un humilde capricho.
Esta autobiografía de Lem es realmente extraña. Muy extraña. No por su forma o estructura, ni por su concepción. Tampoco por las reflexiones metaliterarias que hace sobre el propio ejercicio de recordar y de narrar el recuerdo (poner en duda la memoria voluntaria es ya una convención de género), sino por sus vericuetos y sus omisiones, por sus dilaciones y erráticas preferencias. El castillo alto es –digámoslo mal y pronto– un mcguffin narrativo donde Lem se ocupa mayormente de su infancia, una bastante feliz, bastante normal, bastante convencional. Lem nació en 1921 en Lwow, una pequeña ciudad de Polonia que hoy pertenece a Ucrania. De ascendencia judía, recibió una educación católica para convertirse finalmente al ateísmo. Su niñez ocupa una gran parte de sus memorias, y está narrada sin golpes de efecto épicos ni añoranzas: “El niño que era me interesa y me alarma”. Un chico con tendencia al sobrepeso –hay muchas referencias gastronómicas en el libro–, fanático de las enciclopedias de su tío, terror de cuanto juguete cayera en sus manos.
Lem parecía obsesionado no con el funcionamiento de los juguetes sino con las posibilidades de su destrucción, vocación creativa que terminó volcada en la construcción de aparatos eléctricos incongruentes. Más tarde, poco antes de cumplir los trece, la creatividad volvió en otra confección más diplomática: con parsimonia y destreza, el joven Lem inventaba y cosía pasaportes, credenciales, poderes, sellos, tratados, salvoconductos, que organizaba en distintos protocolos de seis habitaciones vacías de la casa paterna. Habilidad que de algún modo le permitió –cree, imagina el lector– sortear en un futuro la invasión alemana y posteriormente el stalinismo.
Decimos “imagina el lector” porque el espacio que Lem le da a su experiencia durante la ocupación es más bien poca. Se sabe que la familia Lem se salvó por un pelo de ser enviada a las cámaras de gas, que el joven Stanislaw llegó a poner en práctica su manía por confeccionar pasaportes falsos para poner a salvo su vida y logró hacer volar por el aire camiones nazis con bombas molotov caseras, que trabajó como mecánico y soldador sin tener la habilidad que tuvo en sus tareas de sabotaje de la resistencia.
Ya durante el stalinismo dio mal su examen de medicina para no convertirse en médico militar y la censura cayó sobre su primera novela, El hospital de la transfiguración, por lo que pudo publicarla sólo tres años después. Todos estos detalles jugosos para un aspirante a biógrafo apenas aparecen hacia el final de sus memorias y son, en cambio, narrados elípticamente desde la simple descripción de objetos perdidos y abandonados (como el Mano de El Eternauta hablando antes de morir de una cafetera como un objeto artístico): “Los cochecitos de los niños y las palanganas abandonadas de las barricadas, los anteojos que no tenían a quién mirar, los montones de cartas pisoteadas. Las calles un buen día quedaron desiertas, con las ventanas abiertas y las cortinas ondeando al viento”. El chico que para crearse mundos paralelos inventaba burocracias y objetos en lugar de personajes y acciones sólo podía observar cómo esos objetos abandonados quedaban ahora a merced de su propia lógica. Y durante los años posteriores, ya devenido escritor, intentó desentrañar en forma de narraciones esa lógica imaginaria.
Como en una lluvia de meteoritos, nos caen de golpe distintas traducciones de Stanislaw Lem. La editorial española Funambulista editó la autobiografía y también Provocación, mientras que Impedimenta, desde hace algunos años, viene retraduciendo directamente desde el polaco una gran parte de su obra editada hace ya más de treinta años por Bruguera y Alianza. Edhasa (Argentina), por su parte, sacó una tercera traducción de Solaris, del polaco al rioplatense, algo que la querida Minotauro en su momento había hecho del francés.
Entre todas estas novedades, está Máscara, trece cuentos y relatos largos (algunos se acercan, por extensión y estructura, a la nouvelle) que nunca habían sido editados en conjunto. Lem tenía una manía por agrupar sus relatos por temáticas. Los viajes interestelares y las hipótesis sobre vidas extraterrestres de Ciberiada no se condicen con las biografías imaginarias a la Borges/Schwob de Vacío Perfecto, ni con la novela El invencible donde la inminente computación brindaba conexiones insospechadas para nuevas formas biotecnológicas. A lo largo de sus años, Lem no dejó de publicar ocasionalmente relatos que quedaron por fuera de estas manías temáticas. Esos textos componen el nuevo volumen de Impedimenta y se conectan con su obra como un organismo multicelular voraz, de 1957 hasta mediados de los noventa.
Este libro casi póstumo, podríamos decir, se convierte en una puerta de ingreso a las obsesiones más recurrentes de Lem. Sus profecías morales sobre la biotecnología, las invasiones extraterrestres (con cierto tono humorístico y paródico, algo que cultivó muy bien), la pregunta por la existencia de vida más allá de nuestro planetita que se transforma en la pregunta espejo por la propia existencia humana, la manipulación de la misma Naturaleza sobre sus propias formas de vida para deformarlas y crear nuevos seres, su obsesión mecánica por la fisonomía de las computadoras (sorprende leer un cuento como “El amigo”, donde parece adelantarse a la película ultra indie Her de Spike Jonze), trece relatos cuyas formas se despliegan con la maestría de la prosa de Lem. Da gusto perderse ahí. Creer que de golpe unas pelotas pueden caer del cielo, extraños huevos con sustancias protoplasmática, y copiar las formas de vida, y eso derivar en una reflexión sobre las posibilidades de la vida en otros planetas, posibilidades que nos resulta imposible no concebirlas desde nuestro antropocentrismo en el cuento “Invasión”, que tiene mucha relación con Solaris. Creer que dos astronautas terminan perdidos en un laberinto que vive, es decir, perderse en un laberinto orgánico como en una enorme ballena extraterrestres. Creer que una enamorada no correspondida se convierte en una mantis religiosa mecánica, con un aguijón a ser clavado en el amado. Creer que el moho se puede convertir en un arma más letal que la bomba atómica, que viajar más rápido que la luz puede tener consecuencias psicológicas trascendentales, que un tipo encerrado en un neuropisquiátrico guarda la verdad sobre una película hecha con plasma (¿alguien pensó que se podían sacar imágenes de los plasmas?). Creer que las computadoras tienen siempre alguna respuesta a los solipsismos que ellas mismas generan.
Es un placer perderse en el laberinto de una imaginación que atravesó tangencialmente la última mitad del siglo XX, cuando la carrera por el espacio era tema de primera plana y la evolución de las computadoras ponía en peligro la razón humana. Una inteligencia que no parece conocer límites o por ser consciente de sus propios límites se permite ser ilimitada.
Los años ’60 son buenos tiempos para la ciencia ficción y nos dan obras que consideramos nuestros clásicos. Son tiempos de renovación y, como toda renovación literaria, va acompañada de un nombre que funciona como slogan; la New Wave. Agrupados en la revista británica New Worlds, cuando Michael Moorcock tomó la posta de la edición y dio un giro inesperado al género, surgieron nombres nuevos que dieron un aire literario nuevo a un género tan vapuleado por las space oddities y las invasiones rojas. Thomas Disch en su ensayo The Stuff Our Dreams are Made of señala que estos escritores de clase media baja y alta, consumidores nativos de ciencia ficción mutante y pulp, llegaron con ese bagaje a la universidad, donde lo combinaron con Genet, Beckett, Joyce y los grandes escritores del alto modernismo. En esa combinación fatal surgieron nombres como Ursula K. Le Guin, Ballard, el propio Disch, tipos que buscaron reformular los códigos del género forzando sus límites hacia la alta cultura.
Pero Lem... era polaco. Con un origen como escritor serio, satírico sí, pero serio, más cercano a Dostoievski que a Brian Aldiss. Sin embargo, quizá por algún error de cálculo, después de su primera novela Lem canalizó sus obsesiones en la ciencia ficción. Pero no sólo desdeñó el género sino también a casi todos los escritores norteamericanos y británicos a quienes tildó de charlatanes responsables de una literatura chabacana, comercial y baja en recursos. Menos, eso sí, Phillip K. Dick, que al recibir la noticia de las flores que Lem le mandaba del otro lado de la cortina de hierro puso en funcionamiento su aparato paranoico para llegar a la conclusión de que “nuestro hombre en Polonia” tenía alguna relación con Nixon para planificar la invasión comunista en los Estados Unidos.
Eso es lo primero que sorprende al leer hoy Solaris, después de 53 años: su textura literaria, su aliento clásico, su verosimilitud. Lem es a la ciencia ficción lo que Joseph Conrad a la literatura inglesa, un renovador de los códigos literarios con una fuerte impronta erudita, un lenguaje objetivo que pretende traspasar los límites del género. A diferencia de Disch o cualquiera de los de la New Wave, Lem no tuvo que pararse en un lugar de escritor culto infiltrado en una literatura popular. Era consciente, es decir, se hacía cargo de la “baja calidad” del género y por eso mismo no le pidió más de lo que le daba. Y al no pedir más, logró una mayor libertad de acción.
¿Qué es Solaris? Se lo pregunta Kris Kelvin mientras viaja hacia el planeta cubierto por un océano dotado de una vida extraña, un extenso manto líquido protoplasmático, primario, pero con una inteligencia muy superior a la humana que ha provocado estragos psicológicos en los tres astronautas humanos que lo estudian desde una base. “Solaris es una novela de ciencia ficción extraordinariamente interesante y sofisticada, que elabora la noción de un Dios imperfecto, omnipotente pero no omnisciente, y plantea el problema de comunicación entre esa extraña entidad y un grupo de humanos”, señala (un poco básico) Sam Lundwall en su Science Fiction: What Is It All about. El pensador y crítico Frederic Jameson, no obstante, en su Arqueologies of the Future dice lo contrario: ante la pregunta por la existencia de Dios, Lem ofrece una mirada desencantada, agnóstica y por eso mismo más humana. El mar protoplasmático pone en espejo a los humanos que sólo pueden convivir con sus fantasmas del pasado que, al volver en carne y hueso, no saben cómo vivir si no están pegados a la angustia de sus creadores. En cambio, Slavov Zizek propone en Lacrimae Rerum, a los gritos en su mumblecore característico, que el mar de Solaris es un nuevo ejemplo de la Cosa lacaniana como “Gelatina Obscena”, una máquina que materializa en la realidad el objeto último que no podemos obtener de ella. Menos intrincado que el esloveno, el francés Jacques Sadoul en su Historia de la ciencia ficción moderna dice sencillamente que su tema no es nuevo en el género, y que trata sobre la imposibilidad de comunicarse con una entidad de otro planeta.
Podríamos estar así por años, arrastrados hacia el interior de ese mar de acertijos, atrapados por sus mimoides, sus simetríadas y asimetríadas, enceguecidos y persuadidos por sus fantasmas (nuestros fantasmas), por su literatura solarística, sus parábolas filosóficas, su enorme encandilamiento que nos tendría encadenados como liebres, buscando más y más interpretaciones sobre qué es Solaris. Y posiblemente lleguemos justamente al nudo de su desorden; que ese mar que vuelve locos a los tripulantes genera el mismo efecto interpretativo en quienes lo leen. Una masa enorme de nada que crea modelos interpretativos varios y dispares aunque igual de válidos todos entre sí. Es posible que si Kris Klein volviera a viajar a Solaris nuevamente en algún hipotético futuro encontrara en la base de estudios terrícola a Zizek, Jameson, Sadoul y tantos otros críticos sacando conjeturas sobre qué es eso que Lem denomina Solaris y que nosotros no podemos nombrar ni entender.
En 1972, cuando Lem empezaba a gozar de prestigio y popularidad gracias al éxito de Solaris y la adaptación cinematográfica ultraintelectual de Andrei Tarkovski, y cuando su vida ascética en la Polonia soviética había alcanzado niveles mitológicos, la revista Nurt lo entrevistó para un dossier sobre su obra. Allí habló borgeanamente y, como era de esperar en un escritor de ciencia ficción, sobre su fascinación por lo Absoluto, por las afirmaciones eternamente válidas, por los valores morales primarios, en definitiva, por cierto enlace entre la filosofía y la literatura (el género está esencialmente basado en la exposición de ideas y conceptos). También asumió sus limitaciones, su permeabilidad histórica y la erosión de sus hipótesis: “Tengo la convicción profunda de que lo Absoluto no existe, de que todo es histórico y de que es imposible separarse de la Historia. Entiendo que esta sed, este deseo de eternidad, es insaciable e irrealizable. Aquí hay una contradicción. Deseamos una cosa pero tenemos la otra. La primera pertenece al alma y al corazón, sobre la otra nos instruye la razón y la experiencia vital, histórica. No hay forma de unir lo uno con lo otro. Nos ha tocado vivir tiempos en los que esta alterabilidad se intensifica todavía más”.
Casi diez años después, Lem intentó buscarle una forma a eso que parecía una contradicción imposible de unificar: la Historia con lo Absoluto. Quizá porque el Holocausto guarda hoy en día una negación imposible de admitir –más que el porqué la pregunta es cómo pudo pasar una cosa así– quizá porque Polonia durante todo el siglo XX fue casi un centro de experimentación, el lugar donde el nazismo llevó a cabo al máximo la práctica de la racionalidad humana al servicio del exterminio, y posteriormente el stalinismo lo usó como barrera fría de contención para operar con sus diplomacias y protocolos, o por otras razones desconocidas, Lem publicó a mediados de los ochenta Provocación. Juego metaliterario digno de Borges, Wilcock o Nabokov, el texto funciona como una extensa coda a las biografías imaginarias del siglo XXI que desarrolló en Vacío perfecto, Magnitud imaginaria y Golem XIV. Lem creó biografías sobre personajes con cualidades extrañas: inteligencias artificiales capaces de crear obras clásicas como Dostoievski sin pensarlo demasiado, bacterias que se comunican con sus científicos mediante el código Morse y pueden predecir el futuro (parodia del Ferdydurke que, según Lem, fue escrito por “ese terrateniente convertido a la hermenéutica que es Witold Gombrowicz”), artistas que usan rayos X para hacer pornografía, etc. Las ideas fuerza son geniales, pero la forma que Lem reformula es lo provocativo; prólogos encontrados, historias clínicas, pliegos de muestra, folletos de enciclopedias, hasta portadas de libros. Todos esos restos que parecen bordear al sistema literario.
En Provocación es el arte de la reseña literaria, que lleva al extremo de la parodia hasta convertirla en un ensayo sobre la propia reseña. Los libros a comentar son El genocida, de Horst Aspernicus, y Un minuto humano, de J. Johnson y S. Jonson, que al publicarse el libro hicieron creer a varios comentaristas que se trataba de obras reales. El primero es un ensayo sobre el Holocausto que, si bien puede resultar bastante poco controversial a esta altura de los análisis del tema, propone algunas extrañas ideas. La más audaz es la lectura del genocidio como una imitación de los grandes imperios por un lado y una reinvención kitsch del cristianismo. Para Aspernicus, tras la matanza de un pueblo entero se abre el camino para una nueva era, mesiánica, con el pueblo ario como conductor y el Juicio Final como liberación humana (Aspernicus, es decir, Lem, señala que antes de ser ingresadas a la cámara de gas las víctimas eran desnudadas del mismo modo en que se representa pictóricamente ese pasaje de la Biblia). Luego del desmantelamiento del simulacro, sólo queda la maqueta del Mal, esa brecha buscada por los dirigentes nazis, si bien incongruente en su concepción (y antieconómica), logró proliferar en todos los holocaustos que la Historia nos legó: Nagasaki, Vietnam, la guerra el Golfo, los Balcanes y un largo etcétera. La pregunta que se hace Aspernicus es cómo logramos convencernos de un argumento vacío cuyo desenlace ya conocemos.
Un minuto humano, de J. Johnson y S. Johnson, en cambio, propone una estadística mundial de todo lo que puede hacer un humano en un minuto, y a cada acción busca un equivalente. Una idea –una reescritura– de “El Aleph” de Borges, pero con un tono corrosivo y triste, donde la fealdad y la belleza de la naturaleza humana nunca encuentran un equilibrio. Abundan la cantidad de muertes en todas sus formas posibles; tortura, suicidio, asesinato. También las diversas maneras de realizar crímenes, sean fraudes, chantajes, robos o extorsiones. Todo lo que parece quedar afuera de la bella descripción de “El Aleph” ante un azorado Borges y un desbocado Carlos Argentino Daneri es vertido en este Libro Guinness del asco y la miseria humana. Su reseñista señala: “El libro sólo puede deprimir a los que todavía se hacen ilusiones sobre la naturaleza humana”. Este Aleph descarnado llega más lejos y empieza a medir y a desmenuzar en porcentajes y estadísticas lo que el cuerpo humano produce y desecha. Mierda, meo, semen, litros y litros de sangre, mucosidades, menstruaciones, para llegar a comparaciones y cifras infernales. Por ejemplo, que todo el semen que se derrama en un minuto alcanza los 45.000 litros y toda la sangre de todos los seres humanos es suficiente para llenar los cinco océanos del mundo. Los datos son siempre tristes; la forma de medirlos, determinista, recuerda a los datos inexactos establecidos sobre la cantidad de muertes realizadas en el Holocausto, que Lem vincula de un modo diametral y siniestro. Lo que impacta de los datos termina siendo la comparación, la simple idea de cantidad, más allá de que el rastro que dejamos en el mundo es irrisoriamente mensurable entre otros datos. Rastros perdidos en un libro sobre otros datos que apenas nos dicen algo de lo que somos. Por eso, lo primero que sorprende en el Museo del Holocausto en Cracovia es la cantidad de pelo humano expuesto detrás de una larga vidriera similar a una vidriera de ropa. Una masa homogénea cargada de genoma humano, aparentemente muerto, pero vivo como fantasmas en su proyección histórica.
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