Domingo, 13 de julio de 2014 | Hoy
En sus diarios de París, escritos en plena posguerra, Curzio Malaparte dejó un testimonio que marcaba el vaivén entre las dos guerras, su pertenencia al militarismo más beligerante de los viejos tiempos y también una alta conciencia de la prudencia del extranjero cuando ya poco y nada le queda por rescatar del presente.
Por Fernando Bogado
Se suele pensar que el diario de un escritor es el espacio del ensayo de las formas, de la práctica, del material de desecho. El complejo cruce entre escritura y biografía siempre tiene en el diario su expresión más radical y problemática: ¿hasta qué punto debemos entender esto como parte de la obra de un autor? ¿Es realmente este diario, este pedazo de anécdotas y observaciones, digno de colocarse junto a alguna novela o poema que ha transformado al mero escritor en un autor, en un nombre de referencia para el mundo del arte y la cultura? El Diario de un extranjero en París, de Curzio Malaparte (1898-1957), subvierte el lugar común de pensar al diario como territorio de pruebas (un término ameno para este confeso amante de la guerra) para pasar a considerarlo como el más claro ejercicio de despliegue de una forma narrativa que, ya en sus novelas, se revelaba como fuertemente sujeta a la experiencia, al dato, a la anécdota, a lo real que brilla en su (difícil) desnudez.
¿Ficción contra realidad? No estrictamente. En cada una de las entradas de este diario, lo que tenemos es un conjunto de estrategias narrativas propias de lo ficcional transpuestas al tratamiento de la vida. Ya en el prólogo, Malaparte considera que la “conclusión” funciona como un término útil para pensar lo narrativo pero también para pensar la vida, la cual ahora aparece como un relato organizado que sigue la misma clásica secuencia de cualquier cuento: introducción, nudo y desenlace y que sigue también otra supuesta, inconmovible, regla aristotélica: unidad de tiempo, de acción y de lugar. Así, en las páginas del diario podremos encontrarnos con un Malaparte regresando a París en el período que va del 30 de junio de 1947 al 19 de diciembre de 1948, última fecha efectivamente registrada en el montón de papeles organizados para editar un diario que ya se pensaba como una totalidad cerrada, pero que Malaparte no pudo concluir en vida. No se podría entender la inclusión sobre el final de un episodio de 1938 (la fiesta nocturna de los condes Pecci-Blunt) si no hubiese, inicialmente, un sentido de cierre, digamos, de “conclusividad”, algo que busca dar un sentido con esta escena dislocada. Junto con eso, la reconstrucción del prólogo del Diario... y la mención de los proyectos narrativos que iba disponiendo sobre estas “anécdotas” (como la redacción de un posible índice temático) arroja pistas acerca de sus intenciones para con la edición.
Pero, claro, más allá del proyecto, lo que realmente pesa en el libro es el estilo. Malaparte ataca con su acostumbrada ferocidad un mundo que admira pero que percibe como ajeno, al menos, en un doble sentido. Por un lado, Francia se convierte para el autor en los restos de un pasado que va quedando cada vez más atrás y en donde él siente que ya no tiene lugar. Su última visita al país se había producido en 1933, y diversas circunstancias (como sus numerosas detenciones, la prisión, el exilio interior, la guerra, etc.) lo habían alejado lo suficiente, catorce años, para ser exactos, de su querida París. Por el otro, su compleja condición de italiano en Francia también se percibe como una carta de nacionalidad mucho más exacta que cualquier tipo de visa. El hecho mismo de no pertenecer le permite mirar con una distancia analítica el mundo francés de ese tiempo y, desde su perspectiva, guardar un prudente silencio para no emitir ningún juicio en voz alta. Claro que esto es un momento más de esa frenética construcción artística del personaje “Malaparte”, una suerte de figura de salón que entretiene contando anécdotas sobre la guerra y las trincheras: todo el tiempo afirma esa supuesta prudencia del extranjero en voz alta o en diálogos con algunas personas, quedando algo más que simplemente confesada en el silencio de la escritura íntima. Lo extranjero, en él, es una pose, y al mismo tiempo es más que una pose, planteando esta paradoja en el medio de tanta honestidad, de tanta falta de reservas. Por ejemplo, el 18 de noviembre de 1947 anota: “Para un extranjero, la única condición aceptable en Francia es ser extranjero. Es un arte difícil, el único que permite a un extranjero sentirse como en casa, de algún modo”.
¿A qué París vuelve, entonces, el “extranjero” Malaparte? A una París dominada por el existencialismo y la figura de Sartre, el cual, para él, representa la conciencia pequeñoburguesa que se ha adueñado del ámbito cultural y que quiere “proletarizarse” por simpatía. La imagen de la juventud existencialista de mediados del siglo XX le resulta repugnante y totalmente errada: como Sartre, esos jóvenes fingen ser desalineados y sucios para disfrazarse de lo que no son. Pero claro, tampoco Malaparte puede hallarse entre los proletarios, entre los jóvenes comunistas que, en su mirada, muestran la esperanza de un mundo por venir que tampoco es el suyo, que tampoco es el del que vivió la Primera Guerra Mundial y sus frentes de batalla. En cada línea se percibe que Malaparte se siente a disgusto en un lugar que sólo habita verdaderamente en el recuerdo, haciendo que cada hecho registrado en el diario sea testimonio de esa ambigüedad: es mi mundo, pero no es mi mundo; es Francia, pero no es mi Francia. Extranjero por italiano, pero también anacrónico por ser un hombre formado en la crudeza militarista de la Primera Guerra –que extiende hasta la Segunda–, Malaparte está sin estar.
Autor de obras que han retratado con crudeza la Segunda Guerra Mundial y sus horrores (contemporáneos y posteriores), como Kaputt (1944) y La piel (1949), el diario se ubica cronológicamente entre estas dos obras, permitiendo pensarlo como enlace entre un libro y otro, dueño también de la misma prosa descarnada que, en última instancia, no resuelve oposiciones, sino que se limita a describirlas y a plantear algunas elecciones personales. ¿No es Malaparte un poco eso, digamos, alguien que sigue con la retórica militarista en plena posguerra? ¿Alguien que fue fascista por nacionalista y que, rechazando el fascismo, comenzó a ver con simpatía al comunismo maoísta? ¿Alguien que aborrece Italia pero sigue defendiéndola? Lo que bien podría ser tomado como las acciones de un temperamento cambiante, en última instancia, no es otra cosa que la fuerte presencia de un escritor que encarna de manera perfecta las contradicciones de su tiempo, estrictamente el problema del crepúsculo de una era que, como el sol, ilumina todavía algunas zonas mientras lentamente se sumerge en la oscuridad.
El Diario de un extranjero en París, de Curzio Malaparte, tiene el tono de lo único que le queda a un hombre de la vieja Europa sumido en una era de cambios, víctima de un conjunto de referencias que se pierden en una molesta y ambigua penumbra, o sea, el tono de una despedida.
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