Domingo, 13 de julio de 2014 | Hoy
Clásico experimental, realista virtuoso, el norteamericano Stephen Dixon es una sorpresa bienvenida en la renovación del cuento y el relato breve, oxigenando con libertad de elección un género a veces oprimido por las convenciones.
Por Damián Huergo
Decir que Stephen Dixon es un escritor desconocido en este agujero del mundo poco nos aporta sobre su obra y mucho sobre las políticas culturales, de traducción y difusión de nuestro camping literario. Si hay una tradición que rompió y transformó todo lo que tocó en la Argentina de las últimas décadas, fue la norteamericana. Desde Fitzgerald a Carver, desde Carson McCullers a D. F. Wallace, desde el minimalismo a las variaciones posmodernas, todos, sin excepción, fueron encontrando sus lectores, apropiadores, reproductores y compañeros de ruta. Por eso es de extrañar que Dixon (quien a fuerza de tozudez y talento se hizo un lugar entre los tanques de su país; que fue doblemente finalista del National Book Award por sus novelas Frog e Interstate; que como cuentista fue celebrado con el premio O. Henry, pero sobre todo elogiado en la comparación con el autor de Los cuatro millones) sea un recién llegado a librerías y traducciones argentinas. Una demora que trasluce la intromisión lenta y paciente de las terceras posiciones.
Calle y otros relatos es una selección de cuentos que realizó el escritor y editor Eduardo Berti. Una muestra de consumo rápido y adictivo de esas enormes compilaciones que son The Stories of Stephen Dixon (1994) y de What Is All This?: The Uncollected Stories of Stephen Dixon (2010), hecha –también– por una mano de Berti y otra del mismo Dixon, en un trabajo a la par y entre pares. Como un ex yonqui que sabe de los efectos de la abstinencia y milita en el consumo responsable, la editorial Eterna Cadencia anunció la pronta publicación de otra dosis volcánica (Ventanas y otros cuentos), otra antología de calles, buses y azoteas de una Nueva York que nunca acabaremos –por suerte– de conocer.
Uno de los aciertos de Rodrigo Fresán en el prólogo es darle voz al autor. En una de las notas oraculares, Dixon dice: “¿Qué me gustaría leer en un cuento? Que sea claro y original e interesante. Algo hecho de una manera que no se haya hecho antes y que esté tan bien hecho que no haya que volver a hacerlo”. Dixon confiesa sus ambiciones, pero –lo más interesante– nos previene de aquello que vamos a encontrar al leerlo: una especie de realismo virtuoso, de clasicismo experimental, uno de esos estilos que –más tarde que temprano– se convertirá en adjetivo calificativo con el nombre del autor.
Su oficio artesanal se disfruta en la variación de escrituras y cosmovisiones que crea y utiliza. Por ejemplo, en “Historias del 14” entreteje una veintena de voces y líneas narrativas atravesadas por el recorrido de una bala perdida, como si fuese una novela coral adaptada al formato breve. O en “Adiós al adiós” el protagonista ensaya versiones/visiones de una ruptura conyugal para paliar el dolor o, mejor dicho, para acumular fuerzas para cerrar la puerta sin dar uno esos portazos que la dejan girando y –perpetuamente– entreabierta.
Al igual que los relatos de Elvio Gandolfo, estos cuentos son escritos con la libertad y la versatilidad que supone el de-sarrollo de la novela; desbordan el género, lo reinventan, lo oxigenan de un modo extraño y novedoso. Las historias tienen el aire sucio, contaminado, por momentos refrescante, de las grandes ciudades. El espacio público, el territorio compartido y transitado, la intimidad de un departamento que se observa y se escucha por los gritos hechos desde el marco de una ventana, son –sólo– algunos de los escenarios donde Dixon pone a interactuar los cuerpos anónimos de Manhattan. Sucede en “Calle”, donde una pelea confusa deriva en heridos, juicios populares y en un insólita asamblea de transeúntes que dilatan la acción/solución. O en el maravilloso y angustiante “El rescatador”, donde una imprudencia familiar se convierte en un accidente, alterando a un hombre que multiplicará la experiencia mediante una paranoia fantástica que incluye sobreprotección, culpas paternas y la certeza de que lo público y lo privado son escaramuzas del lenguaje liberal.
Entre las frases sueltas recogidas de diversas entrevistas, Dixon habla sobre el rasgo autobiográfico de su obra, del ritmo tragicómico de sus cuentos y de algunos recuerdos creativos a falta de teorías sistematizadas para explicar sus virtudes. También nombra a sus autores favoritos: Chejov, Hemingway, Kafka, Mann, Beckett, Bernhard. Una lista donde se unen los opuestos, un plafón desde donde construir posiciones intermedias, nuevas, necesarias. Al fin y al cabo, una lista como cualquier otra, similar a la que muchos autores luego de leerlo sumaron, sumamos, su nombre y apellido.
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