En la primera y exitosa novela policial del alemán Simon Urban, publicista devenido escritor, su autor imagina que en la actualidad el Muro de Berlín sigue en pie. Más cerca de Boris Vian que de Chandler, termina siendo una mirada sobre un totalitarismo que aún puede estar vigente en el capitalismo.
› Por Martín Pérez
Con el cierre del pantalón bajo y el pene entre las manos. Así es como Martín Wegener, capitán de la brigada criminal de la Policía Popular, reflexiona sobre el escenario del crimen que tendrá que investigar. Es de noche, hace frío, y el gasoducto que corre entre los árboles de las afueras de Berlín Este es considerado por Wegener como el hilo de Ariadna del socialismo. De ese gasoducto, que viene desde Siberia y atraviesa el Muro, cuelga un cuerpo que desencadenará la trama que habita el oscurísimo pero al mismo tiempo profundamente irónico Plan D, celebrado debut literario de Simon Urban, publicista devenido novelista, que imagina un mundo aún bipolar, donde el Muro nunca cayó, Alemania sigue dividida, y hasta hay gente queriendo cruzar ese Muro de regreso, escapando de la crisis económica que sufre el capitalismo europeo. Pero, claro, toda esa puesta en escena terminará de tomar forma recién después del largo desahogo en el bosque con el que Urban decide presentar a su personaje desde la primera frase de su novela. “Cuando uno se aleja del lugar del crimen, al menos no debería volver con los zapatos meados”, piensa Wegener, mientras se sube el cierre y se acerca hacia los forenses que rastrillan el lugar donde un hombre ha muerto ahorcado, y con los cordones de los zapatos atados.
Suerte de neo Wallander, pero alejado de una Suecia casi perfecta y condenado al absurdo laberinto del comunismo alemán, el Wegener de Urban es un hombre mayor, que vive en un permanente lamento. Por la ausencia del policía del que aprendió todo y que está desaparecido –con cuya voz dialoga en su cabeza– y por Karolina, su amante, que asciende dentro del establishment cuanto más lejos se encuentra de Wegener y trabaja en las negociaciones de la venta del gas que viene de Rusia hacia Occidente. Se reúne con millonarios rusos, intentando cerrar un negocio que el descubrimiento de un cadáver tan estratégicamente colgado amenaza con echar a perder. Pero no porque los músculos represores del Estado comunista alemán estén atrofiados, sino porque para poder completar su comercio con su contraparte capitalista, necesitan demostrar que no tienen nada que ocultar. Por eso es que Wegener no sólo podrá seguir investigando un crimen que apunta al modus operandi de la vieja Stasi –la policía secreta del régimen– sino que lo hará a la par de un colega occidental, que cruzará el Muro para dedicarse a un caso que irá ahondándose, lentamente, en los secretos, los privilegios y hasta las catacumbas del sistema.
Uno de los principales atractivos de Plan D es ese mundo en el que el Muro sigue en pie, dividiendo Alemania. El empobrecido Este superó la crisis de 1989, y hoy es dueño de la mejor tecnología celular, vendiendo sus aparatos hacia el Oeste. Pero, lejos de jugar con la paradoja de tener al capitalismo en crisis y al comunismo ante el gran negocio, el profundo cinismo de Wegener, y su imposibilidad de olvidar nada de lo que ha visto y de lo que vive, hacen que su Berlín no sea paradójico sino una versión de aquella bota pisando un rostro humano, interminablemente, que temía Orwell en 1984. Su exagerada melancolía chandleriana, sin embargo, sólo es soportable cuando se entiende que existe dentro de un paso de comedia bestialmente irónico, que recuerda el filo paródico de los policiales de Boris Vian. Por ese fino precipicio transita la historia de Wegener, que a pesar de su escepticismo, parece entender que investigar en serio, aprovechar las circunstancias, es la única posibilidad de una venganza contra el poder. Por eso es que intentará descubrir primero la identidad del hombre ahorcado, y luego tratar de entender las razones de un personaje cuya historia explica por qué el Muro sigue en pie, y lo que significa el Plan D que bautiza la novela. En ese camino es que se humillará ante su ex amante, se la pasará ensuciando sus zapatos y su pantalón, descubrirá más de una trama falsa, e incluso, en una escena escalofriante y que justifica la lectura del libro, terminará describiendo –al igual que sucedía con Brazil, ese extraño artefacto supuestamente paródico y cínico de Terry Gillam– mejor que cualquier trabajo con pretensión documental, el infierno de las prisiones secretas del totalitarismo.
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