Juana Bignozzi sorprende con un nuevo volumen de poemas dedicados a la pintura y a la figura del manierista Andrea del Sarto. Pero, lejos de un abordaje de especialista, se trata en este caso de narrar los cuadros con una voz personalísima y una intensidad inigualable.
› Por Mercedes Halfon
Cuatro años después de su último libro, Si alguien tiene que ser después, Juana Bignozzi entrega Las poetas visitan a Andrea del Sarto, un nuevo trabajo en el que además de mostrar el estado de vigor en que se encuentra su pluma a los setenta y siete años, hace un movimiento que es verdaderamente inesperado: se arriesga a una propuesta nueva. Un conjunto de poemas que pueden sorprender a sus seguidores con una búsqueda temática y formal diversa. Hay que decir que Bignozzi es el último bastión de la generación del ’60, que perteneció al grupo de poesía y política El Pan Duro –junto con Juan Gelman– que recorrió de ida y vuelta la calle Corrientes y sus bares en una década donde, también, estudió Letras y se convirtió en traductora. A mediados de los ’70, Bignozzi se exilió en España, donde vivió por casi treinta años. De vuelta a la Argentina, editó una recopilación de prácticamente toda su obra, La ley tu ley, que se convirtió en faro de una generación de nuevos poetas. Es que los jóvenes leen a Bignozzi tanto como a Joaquín Gianuzzi, Leónidas Lamborghini o a Héctor Viel Temperley: poetas que han traspasado sus épocas, porque han escrito con y a pesar de la coyuntura, porque nunca fueron poetas oficiales de nada. Lograron así tocar desde su escritura al presente. “Una poeta eternamente joven”, sentencia Martín Gambarotta sobre Bignozzi en la contratapa. Hay que darle la razón.
Las poetas visitan a Andrea del Sarto es un libro de poesía que tiene como centro la pintura. Es, a decir verdad, su segundo libro sobre pintura, luego del breve Quién hubiera sido pintada (Siesta, 2001), donde Bignozzi “narraba” diversos cuadros. En este trabajo, en cambio, el posicionamiento es radical. Desde distintos enfoques aborda la cuestión pictórica, con centro en la figura de este pintor del manierismo, pero con alcances que llegan a la pintura contemporánea. Hace unos años, ella explicaba a Radar algo de su relación poética con la pintura: “Parecería que yo leo los cuadros de una manera rara. Leo poemas de pintura de otros poetas y hacen lo que yo no hago, es como si yo los narrara de nuevo a los cuadros, sin tanto tecnicismo. Después de hacerlo me doy cuenta. Me doy cuenta de que hago otra cosa, miro como si el cuadro fuera mío, como si estuviera en mi casa. Como si el cuadro y yo habláramos. Es una charla de dos personas, no de un artista y alguien que lo mira, o de dos artistas. Son dos personas. Logro a veces que la referencia no sea agobiante. Siendo que son poemas culturales, te están contando una época”. Una aproximación personal, afectiva, un diálogo no agobiante en su referencia cultural: he ahí algunas claves de lectura.
El libro está dividido en tres partes: un primer poema de 39 páginas, al que le siguen otras dos secciones integradas por textos que rondan la página de extensión. El primer poema llamado “Che bella maniera” es un gran monólogo en el que la voz poética es tomada por el pintor Andrea del Sarto. Es él quien habla, con toda la intimidad, los posicionamientos, obsesiones y el mundo de un pintor que vivió en Florencia a finales del siglo XV y principios del XVI. Hay que saber que Del Sarto es considerado el último pintor renacentista y el primero del manierismo, por lo que su pertenencia exacta e incluso su propia vida muchas veces es terreno de disputa. Como dice el poema: “Ultimo representante de la grandeza dicen / yo siempre creí ser el primero / que dislocó suavemente la mano de la madona y dejó en equilibrio precario al niño”. Y también: “Me tocó cerrar la puerta de la perfección y abrir la de los excedidos / que iban a decir lo que todos callábamos”. Es interesante que, para abordar ese universo de sentido, Bignozzi haya evitado las facilidades de la narración o el relato en tercera persona, y sea la voz poética misma la que es asaltada por una presencia nueva, distinta. Es así como aparece la pobreza de ese chico entregado de niño a los oficios manuales, la búsqueda de la serenidad, el amor por la dura Lucrezia, su inspiración, pintar hasta que la noche estuviera tan cerrada que no pudieran verse las caras en el taller del maestro.
Este cambio de yo, sin embargo, no cambia sino que agudiza y extenúa el ritmo poético, la forma natural con que Juana Bignozzi escribe desde siempre. Persiste aquí esa aparente sencillez que no necesita puntuación, que está hecha de versos certeros, punzantes y que a la vez siempre brillan con ironía triste y melancólica que descarga su veneno sobre muchos terrenos (“la poesía que pinto es silencio no oro invasor”), pero fundamentalmente sobre ella misma: “Son anécdotas amables / confundidas con cultura / y su verdadera cultura confundida con amabilidad / la crueldad de las calles la crueldad de su amor el ruido de mi vida / O tal vez para sobrevivir a esa invasión que fue su amor y mi ciudad me eran imprescindibles esas cuadras”. ¿Quién habla? Del Sarto dice ciudad donde Juana diría país. El lugar al que ha vuelto y que nunca dejará. Pero ella no se contenta con esas alusiones indirectas sino que este poema se complejiza con la aparición de la voz de Bignozzi misma en bastardilla que funde todo ese mundo de pinceles italianos con uno que ocurre en los ’60 entre Saavedra y el centro. Cosas que nunca se olvidan.
Las otras dos partes del libro, “Trabajo con dudas, trabajo para siempre” y “La marca de la patria”, son poemas sobre cuadros, en el primer caso de pinturas de Andrea del Sarto y en el segundo, de artistas diversos que como David Hockney pueden ir del arte pop al arte abstracto, bien entrado el siglo XX. Y siempre en conversación, las formas disparan un recuerdo o una asociación de la autora que va hacia su vida, su geografía, su escritura.
Pero el núcleo de este trabajo es sin dudas el primer poema, extenuado, emotivo, intenso, una voz que desde que empieza parece no poder detenerse más, no hay mayúsculas ni puntos finales, salvo el último. Es como si ella/él empezaran a soltar esos versos y hubiera una inminencia en ellos, algo que quema, palabras dichas abajo de la tormenta. Ese poema corazón de Las poetas visitan a Andrea del Sarto es –¿cómo decirlo de otra manera?– culminante. Una obra maestra. Igual a la que ella se refiere, la de Del Sarto. “El invierno borra los colores / profundiza el alma de los tonos / el fúlgido rojo se transforma / en sangre seca y eterna / sin luz ¿quiénes somos?” Por suerte están los versos de Juana Bignozzi para seguir preguntándonos cosas como ésa.
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