Domingo, 20 de julio de 2014 | Hoy
La publicación de los Diarios de Abelardo Castillo constituye un verdadero acontecimiento editorial, sobre todo en el marco de una literatura argentina en la que no abundan ni diarios ni epistolarios ni autobiografías. Desde 1954 hasta 1991 pueden seguirse los pasos de un aprendizaje intelectual y emotivo muy personal; también los avatares de una trama cultural que encuentra un momento crucial en los años sesenta y un punto de resistencia durante la dictadura, a través de las distintas revistas que, como proyectos grupales, Castillo supo encabezar. Escritura, intimidad y vida son los hitos de un cuentista que en los últimos años que registra en estos diarios debió luchar contra la desmesura de sus propios proyectos novelísticos.
Por Claudio Zeiger
¿Se puede aprender a escribir? Y cualquiera sea la respuesta (por sí, por no, por ni o por tal vez o nunca), enseguida sobrevienen otras preguntas: ¿Cómo? ¿Cómo dejar de ser un autodidacta alguna vez? ¿Cómo desprenderse de la marca de origen? ¿Dejar el círculo cerrado de la orgullosa soledad para juntarse con otros que también quieren lo mismo? ¿Cómo hacer el pasaje de lector empedernido a escritor arrojado al abismo? De más está decir que estas preguntas, en todo caso, vibran más implícitas que explícitas en los Diarios de Abelardo Castillo, primera entrega que arranca en 1954, cuando el autor todavía no ha cumplido los veinte años, Y culmina en los noventa, cuando concluye la batalla entre homérica y marechaliana que le proponen dos de sus grandes textos, El que tiene sed y Crónica de un iniciado, sendos proyectos, sobre todo el último, de los más insensatos (término sabatiano) emprendidos en su vida por Abelardo Castillo. Podría empezar a divisarse así, algo de la figura que va dibujando entre líneas el diario: la dicotomía entre el Abelardo de los primeros libros de cuentos (Las otras puertas, Cuentos crueles), audaz, brillante, muchas veces efectista, lanzado, y el Abelardo de las novelas, escindido, mucho más experimentado, perfeccionista, abismado, indiferente a la carrera literaria (aunque no deje de lamentarse, por momentos, frente a ciertos descuidos de la misma), obsesivo hasta caer extenuado. Dos escritores, eso sí, con algo en común, la voluntad de hierro. Y una sola divisa: amor y trabajo.
La voluntad de hierro –hay que decirlo– no excluye nunca un matiz lúdico, de muchacho curioso que le gana al iniciado en el oficio. Muchacho que parece querer seguir siendo toda la vida un aprendiz. A veces se aferra a alguna consigna. “La literatura no es más que amor y trabajo.” “Aprender a escribir.” Pero es parco al hablar de sí mismo, de su intimidad, de la familia, y hasta para “hacer literatura” en medio de esa redacción paralela que es todo diario, género más o menos confesional. No deja de llamar la atención que recién después de unas cien páginas y tres años aparezca un relato (extraordinario por cierto) sobre el servicio militar. El relato es casi una escena de guerra: describe el momento desgarrador y despelotado en que un tren se lleva a los soldados, literalmente arrancándolos de los brazos de madres y novias, hacia su destino militar. ¿Nace ahí el escritor? Puede ser, y sin embargo no hay marca que lo registre. Es más bien como si algo se hubiera rajado en el dique de contención y lanzado a andar a borbotones.
La figura de escritor de Castillo gira en gran medida alrededor de su inserción como narrador –esencialmente cuentista– de los años sesenta, tarea acompañada además por la creación de revistas como El Escarabajo de Oro y El Grillo de Papel. Ese Abelardo icono es en verdad un enfant terrible (el otro el mismo, el que pasa como fantasma por estas páginas es Miguel Briante; ambos talentos borde, enrevesados) que es más sugerido, esbozado, prefigurado que concretado en los cuadernos y notas de estos años tan emblemáticos. La disputa con David Viñas roza el humor tan voluntario como involuntario, algo grotesco y patético por momentos, al menos visto a la distancia. Parece, además, parte de un diálogo generacional obturado, que no fue. Abelardo se muestra más a gusto con algunos de sus mayores, y va refiriendo la amistad con Leopoldo Marechal (un intelectual faro, un modelo al que visitó todos los miércoles desde 1965 hasta su muerte en 1970; una de sus filiaciones confesas) y la complejísima relación con Ernesto Sabato. En este diario hay páginas insustituibles para reconstruir ese capítulo todavía no abordado plenamente acerca del lugar de Sabato en la cultura literaria y política argentinas. También deja la impresión de que hay algo intragable, indecible, alrededor de Sabato, una suerte de sombra que perseguirá al maestro más allá de cualquier relación personal, algo nunca digerible del todo en una cultura argentina que, a pesar de los vaivenes de la historia y las ideologías, ha digerido con mucha mayor holgura digestiva a Borges y a Cortázar.
Sin prescindir de los nombres propios, hay aquí un testimonio directo de las dificultades de un grupo de escritores, intelectuales y artistas, para hacer algo desde la izquierda sin caer bajo la mirada panóptica del Partido Comunista y su férreo dogmatismo. Hay una incompatibilidad tan grande, una sed de libertad y rebeldía tan genuinas en quienes querían hacer algo, pero que con toda razón no soportaban la tutela del partido y toda su superestructura intelectual agobiante, que aun hoy, cuando las condiciones de producción y recepción de los productos culturales han cambiado y se han diversificado tanto, sus intentos y pugnas conmueven y mueven a reflexión. Estas peleas, esta relación imposible (y se llega a la conclusión de que es imposible con la frialdad de quien llega a un corolario matemático pero con la apasionada amargura de quien piensa que es un verdadero desperdicio tan estéril enfrentamiento) está muy bien reflejada en los Diarios de Abelardo Castillo.
Es bastante entendible que cuando se anunció como inminente la salida de los Diarios (se espera, de todas formas, la continuación para más adelante), la expectativa era muy grande y además de concentrarse en su propia escritura, en esa suerte de “redacción paralela” que plantea a sus lectores de narrativa, también estuviera alimentada en función de qué se iba a decir de una constelación de nombres que sí están (ya se habló de Viñas, Sabato, Briante; también están Borges y Cortázar) y que suelen ser la comidilla del diario íntimo, las cartas y otras formas de las escrituras secretas o semiprivadas que en un momento salen a la luz. Hay algo al respecto, menos de lo que podía pensarse, pero a cambio, bastante jugo y carne en lo que se dice y una dosis de genuina honestidad: los nombres empiezan a aparecer en su justa medida, es decir, cuando efectivamente Abelardo Castillo se va convirtiendo en un escritor de referencia y en un “animador” (horrible término) cultural por las revistas que llevó adelante. Pero nada de eso es el centro ni de su vida de escritor ni de sus anotaciones plasmadas en los Diarios. O sea, no se trata de la “vida literaria” puesta en un primer plano, sino más bien de un irse armando el relato de la propia vida como una novela.
El paso de los años, los años a veces muy austeros en apuntes, las hojas sueltas que, al parecer, vienen a redimir la culpa de abandonar el cuerpo del diario en sí, ciertas escanciones inevitables de la historia (la otra cara, la más represiva, de los años sesenta; la dictadura de 1976) van confiriendo un sentido narrativo a los diarios. Es uno que se arma solo. Pero en los primeros años (hasta, digamos, los primeros sesenta) hay quizás, agazapado, otro sentido narrativo que es el revés de la gran crónica de un iniciado que es toda la obra de Castillo. Efectivamente, ese relato inicial es la formidable novela de aprendizaje de un autodidacta que se va empujando a sí mismo hacia la superficie, que puja y le cuesta salir, ahí sumergido en su ciudad natal hasta que en cierta forma “estalla” como escritor. Una pelea cuerpo a cuerpo con los libros, con la palabra, con ese lema de “aprender a escribir” que uno imagina que el joven aspirante iba grabando en su cerebro como una gubia horada en la madera.
Y, además, todo está sazonado con esos fragmentos de vida que suelen acompañar a la mejor literatura, o al menos a la más interesante. Aun en el marco de una muy parca narración intimista, hay pinceladas perdurables sobre figuras como Egle Martin, musa de artistas, mujer vital; el relato detallado de una más que inquietante visita policial al domicilio bajo la dictadura; el ajedrez y la música como pasiones bastante más allá del hobby, entre otras cuestiones.
Los diarios de un escritor suelen ser estilizaciones, al fin y al cabo, de los pensamientos hechos al borde de la vida, en los momentos de suspensión, en las pausas, los paréntesis. Estos diarios de Abelardo son, parecen ser, los resuellos, los rastros de la fatiga, las meditaciones entre líneas de un hombre en posición de combate, alguien que, como el Megafón de su querido Marechal, se preparó para una guerra que parece que nunca va a producirse pero un día, sí, llegará.
‘‘Megafón usaba un metodo bárbaro, aplicado más tarde a las instancias de una vida en laberinto y pelea, que consistía en buscar sólo aquellas nociones que sirviesen a su problemática interna”, escribió Marechal.
Megafón era al fin y al cabo un tozudo autodidacta, sus combates eran tan desmesurados como subterráneos, tan incruentos como intensos y, de vez en vez, los triunfos y las glorias salían a la luz. Los diarios de Abelardo Castillo testimonian tanta preparación para la guerra. Batallas de la vida y la literatura, claro está. Pero batallas al fin, libradas con amor y trabajo.
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