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Domingo, 14 de septiembre de 2014

EL CIELO DE LA CONCIENCIA

 Por Juan Ignacio Boido

Hace años, una madrugada caminando por la barranca del Botánico, un amigo me decía que la mejor novela argentina le parecía El sueño de los héroes: “En un país tan cuentista, Bioy escribe una novela sobre un hombre tratando de recordar un cuento”. Es cierto, pensé entonces. Y es cierto, pienso ahora. Poco importa si es la mejor. Hay algo acertado en aquella máxima trasnochada: esa novela de Bioy tiene un tema, y su tema parece ser el tema de la literatura argentina. ¿Qué es lo que pretende recuperar Emilio Gauna a lo largo de tres días y tres noches de 1930? La brumosa y remota noche en que vislumbró ser un hombre valiente. Tres años de tormento abrazando el amor cotidiano de Clara lo deciden a convertir el carnaval en un laberinto alcohólico en cuyo centro, un claro de noche en los bosques de Palermo, abrazará su destino sudamericano en el baile macabro del duelo a cuchillo. La trama, que Borges llamó “la historia más linda del mundo”, efectivamente tiene todo para aspirar a ser la mejor novela argentina: su tema, la nobleza del coraje como destino, la vuelve finalmente la novela borgeana que Borges, arquitecto y centro del laberinto literario argentino, nunca escribió, a la vez que incluye en su centro un relato que sí. Con ese título, publicada en 1954, El sueño de los héroes suma a las reescrituras gauchescas y compadritas con que Borges fundó la literatura argentina tal como la conocemos, los ecos de un antiperonismo de época, que juntaba coraje para animarse.

No era la primera vez que Bioy exponía, con elegancia alegórica, los estertores de su clase. Casi quince años antes, en La invención de Morel (1940) le construía su mejor monumento: un museo vacío. En las primeras páginas, un fugitivo de la Justicia llega a una isla desierta para descubrir que en ese paraíso se alzan con inquietante tristeza una serie de construcciones y una mansión abandonadas. Pero un día, ese hombre solo siente que ya no lo es más: algunos atardeceres, la terraza de la mansión comienza a poblarse con los invitados a una fiesta esplendorosa. Noche tras noche, el fugitivo los ve llegar, los observa, escucha sus conversaciones, los espía, los acecha. Obsesionado por ellos y por la magnética Faustine, descubrirá que fue otro quien filmó esa ceremonia espectral y que complejos mecanismos, encendidos por la crecida de las mareas, la proyectan sobre las ruinas de la mansión, en una celebración eterna que él puede presenciar, pero a la que nunca puede pertenecer.

Envuelto en el fantástico racional británico de H.G. Welles & Co., Bioy despliega una trama que Borges denominó “perfecta”, y que vista desde hoy funciona como el aleph de las premoniciones tecnológicas: el cine 3D, la realidad virtual y hasta las narraciones holográficas como Lost, en la que llegó a aparecer un ejemplar de la novela en manos de uno de sus protagonistas. La literatura es, sobre todo, lo que podemos leer en ella. En esos encuentros intrigantes que Faustine repite noche tras noche con un desconocido se respiran la trágica liviandad de El gran Gatsby y la morosa eternidad de El Gatopardo. Pero también, en esas fiestas espectrales de Morel, se puede leer la melancolía y el absurdo de una clase condenada a repetir orgullosamente sus rituales incluso después de su propia extinción. La mansión de Morel quizá sea el lugar en que los libros de Bioy se saluden, desde lejos, con los de Mujica Lainez, dos hijos dilectos de una estirpe que despiden cada uno a su manera.

En una literatura argentina que batalla una y otra vez contra la idea de novela (Borges que se niega a escribirla, Arlt que arma El juguete rabioso como una suma de episodios en la vida de Silvio Astier, Rayuela y Adán BuenosAyres orgullosos estandartes del experimento y la antinovela, e incluso Sobre héroes y tumbas hecha de relatos y novelas incrustadas unas dentro de otras), Bioy va publicando pequeñas novelas clásicas que encuentran en su tema el modo de dialogar con la época.

Ambientadas siempre un par de décadas en el pasado, a veces ese diálogo pareció suceder en voz baja. Plan de evasión (1945), ubicada en otra isla del mismo Caribe, fue recibida tibiamente. Hoy todavía tiene mucho que decir de las colonias, de las técnicas regenerativas del sistema penal, de las enfermedades neurológicas que explora Oliver Sacks, de los experimentos en las neurociencias que hacen del cerebro la próxima frontera. También, de paso, habla de Conrad, Poe, Welles y la ciencia ficción clase B.

En otros casos, la recepción tardó menos y se oyó más, como en Diario de la guerra del cerdo. Ambientada en los años ’40 del gobierno de Farrell y publicada poco después del Mayo Francés, la guerra generacional que los jóvenes desatan contra los viejos sin razón aparente pudo ser leída como una respuesta conservadora a las revueltas estudiantiles y las guerrillas latinoamericanas. Hoy, cuando aquellos viejos murieron, cuando aquellos jóvenes ya son viejos, cuando pasó el punk y pasó la revolución, la historia del jubilado Isidro Vidal es también reflejo de las noticias sobre viejos torturados y asesinados con saña en robos absurdos de la provincia, de la juvenilia perenne que signa la ideología contemporánea, del lugar de “retirados” al que los relegamos, de la invisibilidad de la muerte, de la soledad en la que se van internando los que van quedando.

Cuando tuvo que elegir una de todas sus novelas, Bioy no dudó: “Si los libros fueran casas, me gustaría irme a vivir a Dormir al sol”. No es lo que se dice elegir una casa alegre. ¿Cómo puede serlo la casa familiar donde Lucho Bordenave ve a su mujer –hermosa, depresiva, tiránica, celosa– internada en un Frenopático, sin más explicaciones que las sinuosidades del director del instituto, un tratamiento difuso, un diagnóstico reservado y un desfile de personajes familiares en el barrio convertidos en siniestros sospechosos? Dormir al sol (1973) es una novela del matrimonio, de las crisis matrimoniales y del incomprensible hilo que mantiene unida a las parejas; también es una novela sobre el tráfico de almas y el robo de cuerpos; y también puede ser una delicada alusión a ese fenómeno que tanto impacto tiene entre los lectores argentinos y tan poco en esta literatura: el psicoanálisis. ¿No es maravilloso que una esposa emprenda un tratamiento y, al cabo de él, sea el marido quien pida el divorcio? ¿No es de una inmensa tristeza que el marido prefiera convencerse de que el alma de su esposa ha migrado al de una perra adorable sugestivamente llamada como ella, a aceptar que ahora esa mujer es una extraña? ¿No es todavía más triste que, incapaz de aguantarlo, se someta a la misma internación para ver si la vuelve a encontrar del otro lado del tratamiento?

Violentas, políticas, compadritas, clínicas, científicas, íntimas, todas las novelas de Bioy buscan recuperar algo: algo que perdimos, algo que conocimos en un sueño, algo que olvidamos, algo que tuvimos. No es casual que casi ninguna le niegue a su protagonista en las últimas páginas pronunciar el nombre de la mujer que ama, y de la que se han alejado por la aventura de la trama hasta convertirse apenas en un nombre remoto o un recuerdo difuso. Irene en Plan de evasión, Clara en El sueño de los héroes, Diana en Dormir al sol, Nélida en Diario de la guerra del cerdo, pero sobre todo Faustine, la eterna, hermosa e indiferente proyección de Faustine de Morel, que a diferencia de Beatriz a Dante, ni siquiera le regala una última sonrisa antes de fundirse para siempre en el Paraíso de la eternidad.

“¿De qué me servía hacer grandes cosas si la pasaba mejor contándole a ella lo que haría?”, confiesa Jay Gatsby en la novela de Fitzgerald.

El fugitivo de Morel no tiene la misma suerte. Muere implorando “al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica. Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso”.

En una literatura cuentística, Bioy escribe una novela sobre un hombre que implora que alguien escriba el relato de su amor en la novela en la que muere.

Ese es el sueño de ese héroe.

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ADOLFO BIOY CASARES EN 1937.
 
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