Domingo, 14 de septiembre de 2014 | Hoy
> EL TEXTO QUE OSVALDO SORIANO ESCRIBIó CUANDO A BIOY CASARES LE OTORGARON EL PREMIO CERVANTES
Por Osvaldo Soriano
Se debe morir de risa, Bioy, ahora que todos se lanzan al elogio y la idolatría. El, que es tímido y despistado, ni siquiera sabía que existe el Premio Cervantes. Le avisaron que lo había ganado mientras dormía cubierto con su poncho en una pieza del hotel, allá en Madrid. Ya los franceses le habían dado la Legión de Honor y los porteños lo habían nombrado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires, pero, como ha escrito Vlady Kociancich, hasta ahora se lo había “leído y elogiado en silencio”.
El Premio Cervantes tiene por lo menos dos ventajas sobre todos los otros: siempre lo ganan los grandes y se lo llevan por razones estrictamente literarias. Pero también tiene un inconveniente: hay que llegar a viejo –pasar los setenta es aconsejable– para que el rey Juan Carlos se decida a reconocer el mérito. Esto excluye a casi todos los fumadores y borrachos empedernidos, salvo Juan Carlos Onetti, que es inmortal.
Bioy Casares ha escrito decenas de cuentos tan inolvidables como “El perjurio de la nieve” y “El atajo” y por lo menos cuatro novelas que quedan como clásicos de la literatura de este siglo: La invención de Morel, El sueño de los héroes, Plan de evasión, Diario de la guerra del cerdo y mi preferida, Dormir al sol.
Si se lo ha leído en silencio, se lo edita en secreto: la semana pasada me fue imposible conseguir Plan de evasión en cinco librerías de la calle Corrientes. En la más grande sólo tenían Dormir al sol –dos ejemplares– y La aventura de un fotógrafo en La Plata. Todavía se consigue sin caminar mucho el Diccionario del argentino exquisito y unos pocos ejemplares de La invención de Morel. Que yo sepa, no hay ningún ensayo editado sobre su obra; sólo libros de reportajes y el muy meticuloso ABC de Daniel Martino.
De todos los novelistas argentinos, Bioy es el que tiene la obra más vasta y perdurable. Los críticos lo ponían a la sombra de su amigo Borges, y como Bioy Casares detesta mostrarse y hablar de sí mismo, el reconocimiento le llega tardío, un poco ridículo para quienes lo pronuncian. Cuando publicó la exquisita Aventuras de un fotógrafo... hubo, incluso, algún joven crítico que le dio consejos sobre el arte de escribir. Suele suceder: en un país donde muchos charlatanes que detestan la literatura se creen tocados por el genio de Bernhard, los cuentos y las afirmaciones de Bioy suenan a fantásticos: “El encanto de la novela es que existan personas reales pero sin embargo inventadas, el encanto de que uno conviva con ellas”, decía en 1976. Y también, en 1978: “Nada es indispensable, salvo que el escritor sea humilde y trate de que la lectura sea entretenida”.
Con declaraciones como ésas sólo el valeroso rey de España podría premiarlo. Más grave aún: “En cuanto a las novelas que parecen anunciar el fin de la novela, yo creo que más bien anuncian un justificado cansancio por la tesonera y poco sutil busca de originalidades que empezó con el dadaísmo y con el surrealismo. Algún día tendrá que morir esa longeva modernidad”.
Al recorrer la recopilación de Daniel Martino, cualquiera se da cuenta de hasta qué punto Bioy les cae pesado a quienes manejan el ilusorio poder de la República de las Letras. Por fortuna ahí están sus cuentos y novelas traducidos a dieciséis idiomas de difícil conquista. Por escritores como Bioy el director de Libération, Serge July, puede decir (La Nación del lunes pasado): “América latina no pesa en el mundo, por ahora es una potencia literaria. Se habla mucho de sus escritores. Ellos son los grandes hombres de América latina”.
Nada le cuesta más a un escritor argentino que reconocer los méritos de otro, sobre todo si está vivo y lo tiene cerca: no es casual que Roberto Arlt se haya muerto con fama de analfabeto y que sólo los talentos contemporáneos de Cortázar, Manuel Puig y Juan José Saer –que estaban o están lejos– ocupen las páginas de las revistas literarias y las cátedras de Letras; se admitió a Borges, claro, pero se decía de él que era un escritor extranjero, o del siglo XIX. Bioy Casares, que vive acá a la vuelta, ha sido un hueso duro de roer; La invención de Morel o Dormir al sol le habrían bastado a un escritor de Francia o de España para ganarse el reconocimiento de su siglo; acá Bioy no terminaba de gustarle a la izquierda –que en otro tiempo hacía los gustos y los prestigios– ni a la derecha, que es demasiado egoísta para elevarlo más allá de un suplemento literario.
Ahora, por fin, logra unanimidad, o casi. Porque Francia y España lo consagran. “El mundo atribuye sus infortunios (...) a las conspiraciones y maquinaciones de grandes malvados. Entiendo que se subestima la estupidez”, ha escrito Bioy en el Diccionario del argentino exquisito. Lo mismo pensaba Cortázar, que lo admiraba como a un maestro. Los dos, alguna vez, escribieron el mismo cuento (“Un viaje o el mago inmortal”, en la versión de Bioy; “La puerta condenada”, en la de Cortázar) y lo comentaron con entusiasmo en 1973, cuando el autor de Rayuela vino a la Argentina. Uno y otro sufrían ataques y desprecios mientras escribían libros que alumbraban con lo fantástico un mundo que según Bioy se “cae en cincuenta mil pedazos”.
Después no volvieron a verse. En París, Cortázar lo citaba con tanta admiración que algunos amigos ecuatorianos o chilenos corrían a buscar la edición de El sueño de los héroes que publicó Alianza de Madrid y se consigue en la gigantesca librería de la FNAC. Yo había perdido mi biblioteca en la mudanza y a veces lograba que algún amigo me llevara desde Buenos Aires los libros de Emecé.
Años después, en la Feria del Libro, Bioy se me acercó para hablarme con una voz baja y muy bella y quedamos, vagamente, en volver a vernos. Borges vivía todavía y yo no me había animado a conocerlo porque me intimidaba demasiado. Cortázar podía ser hosco y discutido y eso facilitaba las cosas; iba a gritar por Carlos Monzón cuando peleaba en Francia; firmaba petitorios y manifiestos. Imagino, en cambio, un Bioy tan leve y exquisito que me es difícil verlo caminar por los mismos lugares que recorren sus personajes: la calle General Hornos, el parque Chacabuco, el camino de Rauch a Las Flores. Lo veo en su escritorio con los anteojos caídos sobre la nariz y un pesado libro entre las manos. Quizás en la penumbra de un cuarto, con una muchacha de ojos claros, o discutiendo un texto de Carlyle con Silvina Ocampo; en la estancia de Pardo con botas y poncho, aunque no a caballo. En fin, lo veo escribiendo de mañana con una sutil lapicera en un cuaderno que para mí siempre es el mismo.
Me equivoco, sin duda, pero lo pienso feliz, ahora. “La vanidad es incompatible con la dicha”, le dijo en una entrevista por teléfono a Carlos Ulanovsky. Y sobre la celebridad: “Con tantos reportajes me siento un charlatán de feria”. ¿En quiénes pensaba en esos momentos fugaces? “En Vázquez el farmacéutico, en el panadero de Callao y Posadas, en el diariero de Alvear y Ayacucho”.
No es cierto, como quiere la leyenda, que no se lo lea. Se vendieron más de cincuenta mil ejemplares de Dormir al sol, veinte mil de Historias fantásticas, quizá cien mil de La invención de Morel. Ocurre que no lo vemos por televisión ni lo oímos denunciar infortunios; es demasiado pudoroso para suponer que su voz importa tanto como su palabra. “Para sobrellevar la historia contemporánea, lo mejor es escribirla”, anotó en sus apuntes.
Regresa en estos días a Buenos Aires. En abril tendrá que volver a España para recibir el Cervantes de manos del rey. “Muchas veces a lo largo de mi vida he soñado con la idea de recibir una noticia que altere mi destino”, dice Félix Ramos en Dormir al sol. Una noticia así, quizás. Este verano Bioy andará desconcertado por esos barrios fantasmales que Arlt y él inventaron. Por ahí caminan sus héroes pequeños, creados con un talento gigantesco, tal vez irrepetible en la vacía posmodernidad.
“Me gustaría escribir novelas que el lector recordara como sueños”, ha dicho. Justamente, de eso se trata: de Emilio Gauna que recordó su propia muerte; del Perseguido y de Faustine en la isla; de los viejos acosados y de Lucio Bordenave, relojero. Un universo soñado en días de insomnio fantástico, durmiendo a pleno sol.
Este texto de Osvaldo Soriano fue publicado en Página/12 el 25 de noviembre de 1990 a propósito del Premio Cervantes otorgado a Adolfo Bioy Casares. Luego fue recopilado en Cómicos, tiranos y leyendas (Seix Barral), donde se recogieron los textos inéditos en libro.
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